jueves, 9 de octubre de 2014

645.- JOSE RAFAEL ANGARITA ZERPA



Luis Arturo Melo

José Rafael Angarita Zerpa  y  Yolanda Lamk

Después que dejó su cátedra de Derecho Penal en la Universidad Libre, convinimos encontrarnos cada quince días en el atrio de “La Canasta” y fuimos cumplidos hasta seis meses antes de su partida para cumplirle la cita a Yolanda.

Hace ocho meses, no he vuelto al atrio, el mismo al que concurren muchos amigos a desandar recuerdos, aventuras ingenuas, aparentemente inconfesables y desahogos que de no hacerse, asfixiarían el alma.

Con José Rafael tejimos más que amistad, una camaradería en la cual, en serio o en broma, abordábamos todos los temas cotidianos que cualquier par de cucuteños toca en sus encuentros casuales.

Yo había dejado el poder judicial y en mis inicios de ejercicio profesional por un cortísimo tiempo, me refugié en el Derecho Penal.

Rafael era uno de los fiscales que en el foro, junto a Luis Elí Rubio Sandoval, Arturo Romero, Marco Aurelio Maldonado y otros, más humanistas que abogados, hacían del mismo un espectáculo cultural.

Un caso resonante de la ciudad -el crimen del Hotel Tonchalá- nos sentó en el estrado de la acusación, teniendo al frente en la defensa a Ciro Ramírez González y al más talentoso y sarcástico orador forense como era César Augusto Carreño, que no perdía la oportunidad en la trama argumental, de asociarla con sus conocimientos  de pintura.

No olvido la descripción que hizo de nosotros los de la acusación, retratando el alma nuestra como los claroscuros de Rembrandt, un flamenco atormentado.

Llegados al juicio, debía celebrase la audiencia pública y era mi primera. José Rafael,  con paciencia franciscana, me entrenó unas veces en su casa y otras en la mía en la Riviera, advirtiéndome que no olvidara que ya había salido de la Universidad de Caldas y que no era lo mismo un discurso estudiantil izquierdoso-fascista  en el aula máxima, o populachero a los godos de Gramalote y Lourdes. Que era una oración forense que duraría cuatro días por la gravedad del caso y la superabundancia probatoria.

Estaba más preocupado por mi éxito o mi fracaso él que yo, y fuera de darme cartilla, no solo me regañaba sino que me insultaba.

Para colmo del caso, cuando fijaron fecha de la audiencia, me di una perdida y me fui de la ciudad, como siempre hago cuando me asfixia Cúcuta. Pero le dejé unos teléfonos para mi ubicación y también a José Ortega Mogollón que trabajaba conmigo en la oficina.

Me ubicó en Nebraska, regresé, hicimos la audiencia exitosa para nuestra causa  y desde entonces me llamó ¡Nebraska!

En la última cita en el atrio de la Canasta, llegué más temprano que de costumbre, por cierto que fue agradable encontrarme previamente con Édgar Cortés. Tras el saludo, por cualquier motivo, resultamos hablando de pintura y de Alejandro Obregón.

De su paso por Cúcuta y el Catatumbo, cuando fue conductor de camión de la Colpet, de su reconocimiento de la influencia del Catatumbo en el colorido de sus cuadros, y mi apunte en el sentido que un muchacho que vivía en Puerto Lleras llevaba, por estas calles de Dios, un retablo que le regaló Obregón con su firma y que no le quise comprar y un día lo vendió a un empleado de Centrales Eléctricas, para poder almorzar.

Tras la despedida de Edgar, fui a la esquina de la carreta de los aguacates y en plana charla con el moreno que los vende, escuche el grito inconfundible de José Rafael: ¡Nebraska, Nebraska!

Charlar con José Rafael era un encanto, por que como lo hacía en serio y en broma, sus amigos ya sabíamos detectar cuando estaba sentido y cuando no.

Nunca entendió por qué no acompañé a Gregorio en su aspiración a la Alcaldía, como tampoco Yolanda.

Así que sus regaños los asimilé con estoicismo, pues siempre me entregó una amistad inalterable y un reconocimiento como a su mejor alumno, luego de la preparación de la audiencia que les relaté.

Cuando uno se va quedando sin amigos de verdad en la ciudad, va sintiendo que debe irse.

Los que quedan, saludan de lejos para no perder el puesto o el contrato.  Solo los que abrazan y regañan lo hacen con la autoridad que encarnan. Como José Rafael,  que fue un Cucuteño bondadoso, generoso y auténtico, honesto, sabio en sus disciplinas jurídicas. Pero, sobre todo sincero. 




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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