Luis Arturo Melo
José
Rafael Angarita Zerpa y Yolanda Lamk
Después que dejó su cátedra de Derecho
Penal en la Universidad Libre, convinimos encontrarnos cada quince días en el
atrio de “La Canasta” y fuimos cumplidos hasta seis meses antes de su partida
para cumplirle la cita a Yolanda.
Hace ocho meses, no he vuelto al atrio, el
mismo al que concurren muchos amigos a desandar recuerdos, aventuras ingenuas,
aparentemente inconfesables y desahogos que de no hacerse, asfixiarían el alma.
Con José Rafael tejimos más que amistad,
una camaradería en la cual, en serio o en broma, abordábamos todos los temas
cotidianos que cualquier par de cucuteños toca en sus encuentros casuales.
Yo había dejado el poder judicial y en mis
inicios de ejercicio profesional por un cortísimo tiempo, me refugié en el
Derecho Penal.
Rafael era uno de los fiscales que en el
foro, junto a Luis Elí Rubio Sandoval, Arturo Romero, Marco Aurelio Maldonado y
otros, más humanistas que abogados, hacían del mismo un espectáculo cultural.
Un caso resonante de la ciudad -el crimen
del Hotel Tonchalá- nos sentó en el estrado de la acusación, teniendo al frente
en la defensa a Ciro Ramírez González y al más talentoso y sarcástico orador
forense como era César Augusto Carreño, que no perdía la oportunidad en la
trama argumental, de asociarla con sus conocimientos de pintura.
No olvido la descripción que hizo de
nosotros los de la acusación, retratando el alma nuestra como los claroscuros
de Rembrandt, un flamenco atormentado.
Llegados al juicio, debía celebrase la
audiencia pública y era mi primera. José Rafael, con paciencia franciscana, me entrenó unas
veces en su casa y otras en la mía en la Riviera, advirtiéndome que no olvidara
que ya había salido de la Universidad de Caldas y que no era lo mismo un
discurso estudiantil izquierdoso-fascista
en el aula máxima, o populachero a los godos de Gramalote y Lourdes. Que
era una oración forense que duraría cuatro días por la gravedad del caso y la
superabundancia probatoria.
Estaba más preocupado por mi éxito o mi
fracaso él que yo, y fuera de darme cartilla, no solo me regañaba sino que me
insultaba.
Para colmo del caso, cuando fijaron fecha
de la audiencia, me di una perdida y me fui de la ciudad, como siempre hago
cuando me asfixia Cúcuta. Pero le dejé unos teléfonos para mi ubicación y
también a José Ortega Mogollón que trabajaba conmigo en la oficina.
Me ubicó en Nebraska, regresé, hicimos la
audiencia exitosa para nuestra causa y
desde entonces me llamó ¡Nebraska!
En la última cita en el atrio de la
Canasta, llegué más temprano que de costumbre, por cierto que fue agradable
encontrarme previamente con Édgar Cortés. Tras el saludo, por cualquier motivo,
resultamos hablando de pintura y de Alejandro Obregón.
De su paso por Cúcuta y el Catatumbo,
cuando fue conductor de camión de la Colpet, de su reconocimiento de la
influencia del Catatumbo en el colorido de sus cuadros, y mi apunte en el
sentido que un muchacho que vivía en Puerto Lleras llevaba, por estas calles de
Dios, un retablo que le regaló Obregón con su firma y que no le quise comprar y
un día lo vendió a un empleado de Centrales Eléctricas, para poder almorzar.
Tras la despedida de Edgar, fui a la
esquina de la carreta de los aguacates y en plana charla con el moreno que los
vende, escuche el grito inconfundible de José Rafael: ¡Nebraska, Nebraska!
Charlar con José Rafael era un encanto, por
que como lo hacía en serio y en broma, sus amigos ya sabíamos detectar cuando
estaba sentido y cuando no.
Nunca entendió por qué no acompañé a
Gregorio en su aspiración a la Alcaldía, como tampoco Yolanda.
Así que sus regaños los asimilé con
estoicismo, pues siempre me entregó una amistad inalterable y un reconocimiento
como a su mejor alumno, luego de la preparación de la audiencia que les relaté.
Cuando uno se va quedando sin amigos de
verdad en la ciudad, va sintiendo que debe irse.
Los que quedan, saludan de lejos para no
perder el puesto o el contrato. Solo los
que abrazan y regañan lo hacen con la autoridad que encarnan. Como José
Rafael, que fue un Cucuteño bondadoso,
generoso y auténtico, honesto, sabio en sus disciplinas jurídicas. Pero, sobre
todo sincero.
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