martes, 28 de octubre de 2014

655.- CRONICA MAMAGALLISTA DE UN INCENDIO



Gerardo Raynaud

No puede uno dejar de asombrarse de la cultura tropicalista del cucuteño, aún en los tiempos más difíciles, cuando en lugar de echarse a la pena, trata de superar sus angustias recurriendo a las posturas jocosas más absurdas y traídas de los cabellos.

La siguiente narración es la versión de una de las víctimas de un incendio ocurrido en uno de los edificios más importantes y emblemáticos de la ciudad, apenas comenzaba el año 48 del siglo pasado y muestra el sarcasmo que empleaban entonces los ciudadanos del común, para difundir las noticias, puesto que toda la exposición de la reseña es desarrollada por uno de los afectados.

Todo ocurrió en el Edificio Parroquial; para quienes no saben cuál era ese edificio, baste decirles que es aquel donde hoy está construido un centro comercial que abarca toda la esquina noroccidental del cruce de la calle once con avenida cuarta.

El edificio Parroquial, que posteriormente pasó a ser la sede de la Diócesis de Cúcuta, pertenecía a la parroquia de San José y fue su fuente de recursos durante muchos años hasta cuando apareció un obispo reformador y modernista y decidió que esa vetusta edificación había cumplido su ciclo y mediante acciones que no fueron tan ‘santas’, decidió construir el magnífico edificio con sus propiedades anexas que ostentan el hoy apelativo de Centro Comercial Plaza.

Digo que las maniobras utilizadas por el prelado no fueron del todo ‘virtuosas’, pues al decir de la mayoría de los antiguos arrendatarios, se sintieron engañados con el ‘desalojo’ a pesar de las promesas que se les hizo de garantizarles la reposición de sus locales comerciales, propuesta que al parecer, no se cumplió.

Pero este ‘abrebocas’ era solamente para ubicarlos en el lugar de los acontecimientos, así que traten de transportarse al sitio pero finalizando la primera mitad del siglo veinte.

Para más precisión, déjenme recordarles que en la esquina del frente, la suroccidental, se levantaba la casona donde funcionaba el Club del Comercio, la primera institución de su clase en la ciudad.

De hecho estaba allí el doctor José Faccini Andrade quien había dejado estacionado su automóvil, en la calle once, cuando eso se podía hacer, degustando el aperitivo previo al almuerzo, cuando comenzaron a sonar las campanas de la iglesia de San José y a notarse por los ventanales del Club, el alboroto de la gente que gritaba ¡Miren, un incendio! ¡Socorro! ¡Agua! ¡Llamen a la policía, a los bomberos¡

Recordando sus tiempos mozos, salió José Faccini, dicen, como a cien kilómetros por hora, pues justo frente a su auto, salían las llamas del Almacén Gardenia, donde se había originado el incendio, afortunadamente ni el fuego ni el calor afectaron el vehículo que salió disparado por la calle once y cruzando por la avenida cuarta, se dirigió hacia el sur en busca de otro lugar para dejar el carro y continuar con su almuerzo.

Mientras tanto, el incendio amenazaba afectar los locales identificados con los números 4-10, 4-14 y  4-18, sin embargo, las llamas hasta ahora no habían salido del local del almacén antes mencionado, cuando llegaron los bomberos; sólo habían transcurrido quince minutos desde que se dio la alarma, a pesar que la estación bomberil quedaba a escasas cuatro cuadras del lugar del siniestro, es más, el comercio recién organizado en torno a la nueva Federación Nacional de Comerciantes Fenalco, había entregado recientemente el dinero necesario para la compra de un carro ‘apagaincendios’ y esta era la ocasión oportuna para estrenarlo, pues hasta ahora, solamente lo habían utilizado para regar los árboles de las calles y una que otra acción de limpieza de las mismas.

El más entusiasmado y a la vez asustado de los testigos, era el propietario de la Librería ZIG-ZAG, vecina del Gardenia, quien había logrado, entrar a sacar los libros de contabilidad y el archivo que le permitiría, por lo menos, conocer el monto de las pérdidas, en caso de un  infortunado desenlace, que finalmente no se presentó.

Pero sigamos con el cuento; llegados los bomberos que no habían tenido la oportunidad de usar el equipo, apenas lograron conectar las mangueras al proveedor, se dieron cuenta que el tanque tenía sólo ‘un cunchito’ de agua y la gente gritaba ¡AGUA, AGUA!

Y dice el reporte, que la hermana agua no apareció, así que el carro-tanque tuvo que salir a aprovisionarse del precioso líquido hasta el puente San Rafael, distante dos kilómetros del lugar del incendio, de manera que cuando regresaron, dicen que a la media hora, el incendio había concluido.

 Pero no como pueden imaginarse las mentes malévolas, que todo estaba consumado, sino que entre tanto, había llegado un camión de soldados –recordemos que entonces el batallón era vecino del cuerpo de bomberos- y que los soldados colaboraban acuciosamente en esa tarea.

El único problema era que ellos no tenían equipos adecuados para combatir esa clase de dificultades, pues sus únicas herramientas eran unos baldes y algunas jarras que ni siquiera estaban en buenas condiciones pues estaban perforadas en el fondo y las utilizaban para cargar piedras y no agua y la gente seguía gritando ¡Agua, agua!

Pero por qué no había agua, si el municipio había hecho colocar hidrantes en las esquinas? Dicen que en días pasados una persona con un alto cargo oficial los mandó quitar y se los vendió al municipio de Medellín y que eso había ocurrido sin que nadie protestara.

Afortunadamente, los soldados descubrieron una fuente cercana, corrían y llenaban los baldes y cuando llegaban no tenían ni gota; ante este espectáculo deprimente, los curiosos no solo se mofaban de los pobres soldados sino que les gritaban ¡Saliva, saliva, saliva, soldaditos!

Para rematar la jornada, cuando regresaron los bomberos y el fuego controlado, que no logró extenderse gracias a la acción de los soldados, probaron la eficacia del potente chorro que ahora salía por las mangueras del  equipo apagaincendios, pero no contra las llamas sino para dispersar la concurrencia que se ponía cada vez más insolente con los pobres representantes del cuerpo de combatientes de incendios. 

Por lo menos, lograron desquitarse, así fuera con un chapuzón de agua de río, que por entonces se utilizaba para esos menesteres.



Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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