Gerardo
Raynaud
No puede uno dejar de asombrarse de la cultura
tropicalista del cucuteño, aún en los tiempos más difíciles, cuando en lugar de
echarse a la pena, trata de superar sus angustias recurriendo a las posturas
jocosas más absurdas y traídas de los cabellos.
La siguiente narración es la versión de una de las
víctimas de un incendio ocurrido en uno de los edificios más importantes y
emblemáticos de la ciudad, apenas comenzaba el año 48 del siglo pasado y
muestra el sarcasmo que empleaban entonces los ciudadanos del común, para
difundir las noticias, puesto que toda la exposición de la reseña es
desarrollada por uno de los afectados.
Todo ocurrió en el Edificio Parroquial; para quienes no saben cuál era ese
edificio, baste decirles que es aquel donde hoy está construido un centro
comercial que abarca toda la esquina noroccidental del cruce de la calle once
con avenida cuarta.
El edificio Parroquial, que posteriormente pasó a ser
la sede de la Diócesis de Cúcuta, pertenecía a la parroquia de San José y fue
su fuente de recursos durante muchos años hasta cuando apareció un obispo
reformador y modernista y decidió que esa vetusta edificación había cumplido su
ciclo y mediante acciones que no fueron tan ‘santas’, decidió construir el
magnífico edificio con sus propiedades anexas que ostentan el hoy apelativo de
Centro Comercial Plaza.
Digo que las maniobras utilizadas por el prelado no
fueron del todo ‘virtuosas’, pues al decir de la mayoría de los antiguos
arrendatarios, se sintieron engañados con el ‘desalojo’ a pesar de las promesas
que se les hizo de garantizarles la reposición de sus locales comerciales,
propuesta que al parecer, no se cumplió.
Pero este ‘abrebocas’ era solamente para ubicarlos en
el lugar de los acontecimientos, así que traten de transportarse al sitio pero
finalizando la primera mitad del siglo veinte.
Para más precisión, déjenme recordarles que en la
esquina del frente, la suroccidental, se levantaba la casona donde funcionaba
el Club del Comercio, la primera institución de su clase en la ciudad.
De hecho estaba allí el doctor José Faccini Andrade
quien había dejado estacionado su automóvil, en la calle once, cuando eso se
podía hacer, degustando el aperitivo previo al almuerzo, cuando comenzaron a
sonar las campanas de la iglesia de San José y a notarse por los ventanales del
Club, el alboroto de la gente que gritaba ¡Miren, un incendio! ¡Socorro! ¡Agua!
¡Llamen a la policía, a los bomberos¡
Recordando sus tiempos mozos, salió José Faccini,
dicen, como a cien kilómetros por hora, pues justo frente a su auto, salían las
llamas del Almacén Gardenia, donde se había originado el incendio,
afortunadamente ni el fuego ni el calor afectaron el vehículo que salió
disparado por la calle once y cruzando por la avenida cuarta, se dirigió hacia
el sur en busca de otro lugar para dejar el carro y continuar con su almuerzo.
Mientras tanto, el incendio amenazaba afectar los locales identificados con los
números 4-10, 4-14 y 4-18, sin embargo, las llamas hasta ahora no habían
salido del local del almacén antes mencionado, cuando llegaron los bomberos;
sólo habían transcurrido quince minutos desde que se dio la alarma, a pesar que
la estación bomberil quedaba a escasas cuatro cuadras del lugar del siniestro,
es más, el comercio recién organizado en torno a la nueva Federación Nacional
de Comerciantes Fenalco, había entregado recientemente el dinero necesario para
la compra de un carro ‘apagaincendios’ y esta era la ocasión oportuna para
estrenarlo, pues hasta ahora, solamente lo habían utilizado para regar los
árboles de las calles y una que otra acción de limpieza de las mismas.
El más entusiasmado y a la vez asustado de los
testigos, era el propietario de la Librería ZIG-ZAG, vecina del Gardenia, quien
había logrado, entrar a sacar los libros de contabilidad y el archivo que le
permitiría, por lo menos, conocer el monto de las pérdidas, en caso de un
infortunado desenlace, que finalmente no se presentó.
Pero sigamos con el cuento; llegados los bomberos que
no habían tenido la oportunidad de usar el equipo, apenas lograron conectar las
mangueras al proveedor, se dieron cuenta que el tanque tenía sólo ‘un cunchito’
de agua y la gente gritaba ¡AGUA, AGUA!
Y dice el reporte, que la hermana agua no apareció,
así que el carro-tanque tuvo que salir a aprovisionarse del precioso líquido
hasta el puente San Rafael, distante dos kilómetros del lugar del incendio, de
manera que cuando regresaron, dicen que a la media hora, el incendio había
concluido.
Pero no como
pueden imaginarse las mentes malévolas, que todo estaba consumado, sino que
entre tanto, había llegado un camión de soldados –recordemos que entonces el
batallón era vecino del cuerpo de bomberos- y que los soldados colaboraban
acuciosamente en esa tarea.
El único problema era que ellos no tenían equipos
adecuados para combatir esa clase de dificultades, pues sus únicas herramientas
eran unos baldes y algunas jarras que ni siquiera estaban en buenas condiciones
pues estaban perforadas en el fondo y las utilizaban para cargar piedras y no
agua y la gente seguía gritando ¡Agua, agua!
Pero por qué no había agua, si el municipio había
hecho colocar hidrantes en las esquinas? Dicen que en días pasados una persona
con un alto cargo oficial los mandó quitar y se los vendió al municipio de
Medellín y que eso había ocurrido sin que nadie protestara.
Afortunadamente, los soldados descubrieron una fuente
cercana, corrían y llenaban los baldes y cuando llegaban no tenían ni gota;
ante este espectáculo deprimente, los curiosos no solo se mofaban de los pobres
soldados sino que les gritaban ¡Saliva, saliva, saliva, soldaditos!
Para rematar la jornada, cuando regresaron los
bomberos y el fuego controlado, que no logró extenderse gracias a la acción de los
soldados, probaron la eficacia del potente chorro que ahora salía por las
mangueras del equipo apagaincendios, pero no contra las llamas sino para
dispersar la concurrencia que se ponía cada vez más insolente con los pobres
representantes del cuerpo de combatientes de incendios.
Por lo menos, lograron desquitarse, así fuera
con un chapuzón de agua de río, que por entonces se utilizaba para esos
menesteres.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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