martes, 19 de mayo de 2015

760.- LOS EMBAUCADORES DE LOS SESENTA



Gerardo Raynaud D. 

Eran muy frecuentes los engaños, las estafas, los paquetes chilenos y demás triquiñuelas que los embaucadores del siglo pasado utilizaban para engañar a los incautos o para adueñarse de sus haberes por la vía de las artimañas y de las trampas.

La privilegiada ubicación de la ciudad era especial, para que de vez en cuando, se aparecieran esos personajes simpaticones, dicharacheros y locuaces, pero a la vez, siniestros, malévolos y malintencionados que venían en busca del dinero fácil de sus víctimas, que generalmente caían por la codicia y el exceso de confianza, engatusados febrilmente por quienes los ilusionaban con ofertas tentadoras y muy lucrativas.

Se leía a menudo en las páginas rojas de la prensa local, que con amplio despliegue y algo de sorna, narraba las incidencias de tal o cual estafa, las más comunes, el billete premiado de lotería y la tan conocida  situación del paquete chileno, cuyos más apetecidos clientes eran los inocentes viajeros, nacionales o extranjeros que llegaban a la ciudad a realizar compras o hacer algunas transacciones.

A mediados de 1960, en pleno auge de la primera gran bonanza, a comienzos de la primera etapa democrática que vivían los dos países de la esquina noroeste de la América del Sur, llegó al hotel San Jorge, en la céntrica calle doce, un elegante individuo quien dijo llamarse capitán Luis Ríos.

Vestido a la usanza de los pilotos de la reconocida aerolínea Avianca, de estatura alta, cuerpo delgado, color trigueño, nariz aguileña con una ligera desviación, boca pequeña, labios delgados y un caminado que cojeaba ligeramente; no insinuaba sospechas, pues era de escasa conversación pero convincente a medida que avanzaba en la charla.

Don José Díaz-Granados, por entonces gerente del hotel, le brindó su amistad en los cinco días en que estuvo hospedado, tiempo más que suficiente para cumplir con su funesto cometido.

Su víctima, a la que le había ‘echado el ojo’ no era otro que un huésped asiduo del hotel, amigo del gerente y quien se dejó tentar por la locuacidad del falso capitán.

Gerardo Arango Zuluaga era un paisa que desde hacía años y que con cierta periodicidad, venía a la ciudad a realizar sus negocios y por costumbre tenía hospedarse en el hotel de los Saieh.

Fue el mismo gerente quien los presentó al notar el vivo interés del ‘capitán’ en conocer al comerciante antioqueño.

En los diálogos que entablaron, tanto en el hotel como fuera de él, don Gerardo estaba entusiasmado por la actividad del supuesto ‘capitán’ y como tenía amistades que desempeñaban la misma labor, le preguntaba por su vida y actividades, respondiéndole con pormenores perfectos y auténticos; todo esto fue cimentando una amistad y confianza notable.

Para rematar su fastuosa osadía, el falso aviador aprovechaba la compañía de su futura víctima para fingir llamadas telefónicas en las que decía hablaba con algún funcionario de la empresa de aviación.

Es más, en una oportunidad le pidió que lo acompañara a la oficina de la empresa de teléfonos, que entonces quedaba a escasas tres cuadras y llamó supuestamente a la compañía aérea para reportar la próxima salida de su vuelo a la ciudad de Panamá con sus datos y los de su tripulación.

Después de esto, don Gerardo quedó convencido de que su ocasional amigo y compañero de hotel era ‘todo un oficial de aviación con el grado de capitán y que su sede de actividades era Cúcuta.’

Ya convencido como estaba, lo demás vendría por añadidura; lo primero, fue invitarlo a San Antonio del Táchira donde procedió la primera usurpación.

Con el argumento que debía hacer unas operaciones previas a su viaje a Panamá y que no tenía disponible suficiente efectivo, le pidió le prestara una suma de dinero por valor de doscientos cincuenta pesos y que le colaborara para comprar unos ‘detalles’ que debía llevar al istmo, como lo fueron, un collar imitación de perlas, unos frascos de perfumes y unos juguetes eléctricos, toda esa mercancía innovadora y de fácil adquisición en los almacenes de propiedad de los japoneses afincados en esa población venezolana y desde donde se distribuía a gran parte del territorio nacional por la vía del contrabando.

De regreso a la ciudad, nuevamente le solicitó prestado un reloj de oro con la consigna que se lo devolvería tan pronto regresara de su viaje, además de dos mil cien pesos para realizar unos trámites en la empresa de aviación que se los devolvería a su regreso ya que ese dinero se lo reembolsarían de inmediato en el momento del abordaje.

Pero lo que más tranquilizó al infortunado comerciante fue la salvada que se pegó su crucifijo de oro que siempre carga en el pecho y del cual se había enamorado el aviador, al punto que le propuso que se lo prestara para que un joyero amigo en Panamá le hiciera una copia exacta y que se lo devolvería cuando regresara; sin embargo, una extraña corazonada le impulsó a no entregárselo.

En su narración de los hechos a las autoridades comentó que de no haber sido por ese presentimiento, lo hubiera perdido todo.

Aún así, don Gerardo Arango y el hotel San Jorge no fueron los únicos damnificados. Y como quien dice, en sus horas libres, conoció en el mismo hotel a un paisano que trabajaba en Venezuela, Luis Eduardo Gálvis, quien por la confianza que ya había desplegado en la residencia, lo visitó una noche en su habitación.

Al recibirlo don Luis Eduardo le ofreció una copa de whisky siendo esta rechazada por el capitán, pues le estaba vedado tomar antes de emprender cualquier viaje.

Después de varias copas don Luis Eduardo se quedó dormido, lo cual fue aprovechado por nuestro falso piloto para despojarlo de sus pertenencias, reloj, anillo y la suma de ciento sesenta bolívares.

Al día siguiente, el quinto de su estancia en la ciudad, el ‘capitán’ Luis Ríos, muy temprano en la mañana, como es costumbre entre las tripulaciones aéreas se despidió del único empleado del hotel y partió con rumbo desconocido.

Cuando se descubrió la engañifa, todos los perjudicados se dirigieron al Permanente Central, entonces ubicado en la avenida cuarta, detrás de la Gobernación a instaurar las respectivas denuncias.

Además de las ya mencionadas, el último perjudicado fue el propio administrador del hotel San Jorge, don José Díaz-Granados quien denunció que las pérdidas habían sido de noventa pesos correspondientes a cinco días de hotel a razón de $18 pesos diarios, $45.50 por concepto de consumo de bar y comedor, $7.70 del servicio de lavandería y la suma de trescientos pesos en efectivo que le habían prestado.

Ante estos hechos, Avianca se apresuró en desmentir la versión dada por el individuo de que era funcionario de esa compañía y por su parte el DAS emprendió las acciones pertinente para localizar y capturar al falso aviador y temible estafador.


Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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