lunes, 10 de agosto de 2015

790.- PLOMO EN EL PARQUE SANTANDER



Gerardo Raynaud

Parque Santander

Los años transcurridos después de la independencia plena del país, fueron de agitación política, de violencia y de reacomodo del poder por parte de personajes que pretendían gobernar y tomar las riendas de la nación, a las buenas o a las malas.

Desde la liberación del yugo hispánico hasta comienzos del siglo veinte, eran frecuentes las guerras civiles, los golpes de fuerza, las usurpaciones o la renuncia de los mandatarios y puede decirse, sin temor a equivocaciones, que solamente después de la Guerra de los Mil Días, vino a apaciguarse la actitud incendiaria de quienes aspiraban al poder y poco a poco fueron desarmándose los ánimos belicosos.

Sin embargo, durante la primera mitad del siglo pasado, otro tipo de violencia apareció en el panorama nacional, la violencia partidista, animada por los dirigentes de los partidos tradicionales, cada uno en la búsqueda del poder, lo que no impedía que partidarios de los sendos grupos se matasen entre sí, por el mero capricho de defender su color político.

Llegando a la mitad del siglo veinte, un personaje de aquilatadas virtudes, cercano al pueblo y un tanto populista, en parte debido a su origen humilde, no sin razón lo apodaban ‘el indio’, fue escalando posiciones en la política del partido liberal, desafiando las élites que lo veían con cierta actitud de desprecio y aún sus propios copartidarios, quienes sentían la amenaza propia del desplazamiento producido por el atractivo de su verbo, que era la fascinación de las masas populares.

En una época en que las seguridades personales no estaban establecidas dentro de las normas habituales y los ataques y agresiones eran frecuentes, sin que los agravios constituyeran motivo de pesquisa obligatoria por parte de las autoridades, no era de extrañar que se tratara de quitar del camino a quienes no comulgaban con las ideas o las doctrinas vigentes de quienes detentaban el poder o aspiraban a él.

Cuando nuestro personaje, el dirigente Jorge Eliecer Gaitán Ayala, líder incuestionable de su partido, se hacía merecedor de su ascenso a la primera magistratura del país, ocurrió lo inesperado, fue asesinado momentos después de salir de su oficina en el centro de la capital.

Este hecho, de todos conocido, desató la furia inenarrable que condujo al pueblo capitalino a crear la caótica y funesta situación, que más tarde se conocería como ‘el bogotazo’; ambiente que se extendió rápidamente por los cuatro rincones del país y que en Cúcuta se sintió casi con la misma intensidad.

La noticia se supo a eso de las 2 p.m. y el rumor fue extendiéndose con tal rapidez, que a las tres de la tarde, en el parque Santander se había reunido una marejada humana, en un ambiente cargado de tensión y de incertidumbre.

La gente se había apostado frente al Palacio Municipal, con banderas rojas, de cuyas astas pendían cintas de luto negras y al frente de ese grupo de auténtico pueblo, los líderes populares Carlos A. Triana y Luis Leira.

Las intenciones de la manifestación eran claras y se buscaba la toma de la alcaldía, como primer paso tendiente a consolidar el cambio que el sacrificio del caudillo exigía y que, en esos momentos, comenzaba a gestarse en todo el país, pues los manifestantes entendían que debían aprovechar esta coyuntura, pues más tarde, la represión sería espantosa, como efectivamente sucedió, dando origen a la época negra conocida como ‘la violencia’, patrocinada en aquel entonces, como una manera de liquidar todo vestigio del ‘gaitanismo’.

Por órdenes del gobierno central, las guarniciones de las principales ciudades, habían sido alertadas y en Cúcuta, la comandancia del Batallón Santander, previendo que algo grave podría suceder, despachó tan pronto se supo la noticia del asesinato de Gaitán, al teniente Miguel Silva, con cuatro soldados provistos de sus respectivos fusiles. Cuando llegaron al palacio municipal, aún no se había formado el tumulto y los soldados fueron apostados sobre la acera, frente a la edificación.

A medida que iba llegando más gente, el bloque humano iba creciendo y cada vez más, presionaban al personal del ejército y les gritaban improperios, exigiéndoles la entrega de la alcaldía.

En cierto momento, cuando sólo los separaba unos dos metros, el grupo del teniente Silva ya arrinconados contra las rejas de acceso al recinto gubernamental, de improviso una mano irresponsable accionó un revolver y el oficial se desplomó a tierra, herido de muerte, al mismo tiempo que daba la orden de fuego a sus subalternos.

Los soldados enfurecidos por el ataque a su teniente y al mismo tiempo, obrando en defensa de sus vidas, dispararon como poseídos contra la multitud, que al oír los disparos, comenzó a desbandarse.

Los ‘mauser’, armas de dotación de los militares, dejaron un reguero de muertos; fue un espectáculo grotesco y horroroso; los manifestantes iban cayendo como moscas. No se salvaron ni los inválidos, como aquel pobre hombre que todos los días recorría el parque en un carrito de madera con una transmisión de bicicleta, en busca del sustento diario.

Por las cuatro esquinas del parque, la gente corría despavorida y dicen las crónicas, que el tiroteo se escuchaba en todos los rincones de la ciudad.

Desde que la refriega comenzó, la gente corría buscando refugio y abrigo para salvarse de las balas asesinas, pues ya se rumoraba que la milicia había desplazado un contingente de ayuda, en los camiones del ejército que aparecerían en cualquier momento. Recordemos que la sede del batallón quedaba a escasas cuatro cuadras del sitio de la pelotera.

Por la noche y en medio de una lluvia pertinaz, fueron recogidos los cientos de cadáveres, que desde las cuatro de la tarde yacían tendidos en toda la extensión del parque.

Ni siquiera la estatua del general Santander se libró de los disparos y durante varios años permanecieron las huellas circulares de los tiros de fusil en su pedestal.

Los muertos fueron enterrados dentro del mayor sigilo, en fosas comunes, cuya ubicación nunca se supo, así como nadie supo jamás, cuántos fueron los muertos de la nefanda tarde del 9 de abril del 48.

Fue realmente un día para olvidar, en medio del plomo y la muerte y siguiendo hasta el final la suerte de su caudillo, cientos de liberales humildes, olvidados de la fortuna, ofrecieron sus vidas en el epicentro de la ciudad; muriendo fieles a la reivindicación social y a la transformación de la patria que preconizaba aquel visionario adelantado a su época, hoy recordado con orgullo como uno de los líderes más aventajados que tuvo el país.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.



1 comentario:

  1. Excelente artículo, enriquecedor de la historia contemporánea de nuestra Cúcuta amada.

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