Los años transcurridos después de la independencia plena del país, fueron
de agitación política, de violencia y de reacomodo del poder por parte de
personajes que pretendían gobernar y tomar las riendas de la nación, a las
buenas o a las malas.
Desde la liberación del yugo hispánico hasta comienzos del siglo veinte, eran
frecuentes las guerras civiles, los golpes de fuerza, las usurpaciones o la
renuncia de los mandatarios y puede decirse, sin temor a equivocaciones, que
solamente después de la Guerra de los Mil Días, vino a apaciguarse la actitud
incendiaria de quienes aspiraban al poder y poco a poco fueron desarmándose
los ánimos belicosos.
Sin embargo, durante la primera mitad del siglo pasado, otro tipo de
violencia apareció en el panorama nacional, la violencia partidista, animada
por los dirigentes de los partidos tradicionales, cada uno en la búsqueda del
poder, lo que no impedía que partidarios de los sendos grupos se matasen
entre sí, por el mero capricho de defender su color político.
Llegando a la mitad del siglo veinte, un personaje de aquilatadas virtudes,
cercano al pueblo y un tanto populista, en parte debido a su origen humilde,
no sin razón lo apodaban ‘el indio’, fue escalando posiciones en la política
del partido liberal, desafiando las élites que lo veían con cierta actitud de
desprecio y aún sus propios copartidarios, quienes sentían la amenaza propia
del desplazamiento producido por el atractivo de su verbo, que era la
fascinación de las masas populares.
En una época en que las seguridades personales no estaban establecidas dentro
de las normas habituales y los ataques y agresiones eran frecuentes, sin que
los agravios constituyeran motivo de pesquisa obligatoria por parte de las
autoridades, no era de extrañar que se tratara de quitar del camino a quienes
no comulgaban con las ideas o las doctrinas vigentes de quienes detentaban el
poder o aspiraban a él.
Cuando nuestro personaje, el dirigente Jorge Eliecer Gaitán Ayala, líder
incuestionable de su partido, se hacía merecedor de su ascenso a la primera
magistratura del país, ocurrió lo inesperado, fue asesinado momentos después
de salir de su oficina en el centro de la capital.
Este hecho, de todos conocido, desató la furia inenarrable que condujo al
pueblo capitalino a crear la caótica y funesta situación, que más tarde se
conocería como ‘el bogotazo’; ambiente que se extendió rápidamente por los
cuatro rincones del país y que en Cúcuta se sintió casi con la misma
intensidad.
La noticia se supo a eso de las 2 p.m. y el rumor fue extendiéndose con tal
rapidez, que a las tres de la tarde, en el parque Santander se había reunido
una marejada humana, en un ambiente cargado de tensión y de incertidumbre.
La gente se había apostado frente al Palacio Municipal, con banderas
rojas, de cuyas astas pendían cintas de luto negras y al frente de ese grupo
de auténtico pueblo, los líderes populares Carlos A. Triana y Luis Leira.
Las intenciones de la manifestación eran claras y se buscaba la toma de la
alcaldía, como primer paso tendiente a consolidar el cambio que el sacrificio
del caudillo exigía y que, en esos momentos, comenzaba a gestarse en todo el
país, pues los manifestantes entendían que debían aprovechar esta coyuntura,
pues más tarde, la represión sería espantosa, como efectivamente sucedió,
dando origen a la época negra conocida como ‘la violencia’, patrocinada en
aquel entonces, como una manera de liquidar todo vestigio del ‘gaitanismo’.
Por órdenes del gobierno central, las guarniciones de las principales
ciudades, habían sido alertadas y en Cúcuta, la comandancia del Batallón
Santander, previendo que algo grave podría suceder, despachó tan pronto se
supo la noticia del asesinato de Gaitán, al teniente Miguel Silva, con cuatro
soldados provistos de sus respectivos fusiles. Cuando llegaron al palacio
municipal, aún no se había formado el tumulto y los soldados fueron apostados
sobre la acera, frente a la edificación.
A medida que iba llegando más gente, el bloque humano iba creciendo y cada
vez más, presionaban al personal del ejército y les gritaban improperios,
exigiéndoles la entrega de la alcaldía.
En cierto momento, cuando sólo los separaba unos dos metros, el grupo del
teniente Silva ya arrinconados contra las rejas de acceso al recinto
gubernamental, de improviso una mano irresponsable accionó un revolver y el
oficial se desplomó a tierra, herido de muerte, al mismo tiempo que daba la
orden de fuego a sus subalternos.
Los soldados enfurecidos por el ataque a su teniente y al mismo tiempo,
obrando en defensa de sus vidas, dispararon como poseídos contra la multitud,
que al oír los disparos, comenzó a desbandarse.
Los ‘mauser’, armas de dotación de los militares, dejaron un reguero de
muertos; fue un espectáculo grotesco y horroroso; los manifestantes iban
cayendo como moscas. No se salvaron ni los inválidos, como aquel pobre hombre
que todos los días recorría el parque en un carrito de madera con una
transmisión de bicicleta, en busca del sustento diario.
Por las cuatro esquinas del parque, la gente corría despavorida y dicen
las crónicas, que el tiroteo se escuchaba en todos los rincones de la ciudad.
Desde que la refriega comenzó, la gente corría buscando refugio y abrigo para
salvarse de las balas asesinas, pues ya se rumoraba que la milicia había
desplazado un contingente de ayuda, en los camiones del ejército que
aparecerían en cualquier momento. Recordemos que la sede del batallón quedaba
a escasas cuatro cuadras del sitio de la pelotera.
Por la noche y en medio de una lluvia pertinaz, fueron recogidos los cientos
de cadáveres, que desde las cuatro de la tarde yacían tendidos en toda la
extensión del parque.
Ni siquiera la estatua del general Santander se libró de los disparos y
durante varios años permanecieron las huellas circulares de los tiros de
fusil en su pedestal.
Los muertos fueron enterrados dentro del mayor sigilo, en fosas comunes, cuya
ubicación nunca se supo, así como nadie supo jamás, cuántos fueron los
muertos de la nefanda tarde del 9 de abril del 48.
Fue realmente un día para olvidar, en medio del plomo y la muerte y siguiendo
hasta el final la suerte de su caudillo, cientos de liberales humildes,
olvidados de la fortuna, ofrecieron sus vidas en el epicentro de la ciudad;
muriendo fieles a la reivindicación social y a la transformación de la patria
que preconizaba aquel visionario adelantado a su época, hoy recordado con
orgullo como uno de los líderes más aventajados que tuvo el país.
Recopilado por:
Gastón Bermúdez V.
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Excelente artículo, enriquecedor de la historia contemporánea de nuestra Cúcuta amada.
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