Rafael
Antonio Pabón
Mercedes merodea por el parque Santander hace 20 años. Recorre cada baldosa
con sigilo, como la fiera que avanza por entre los matorrales en busca de la
presa.
Observa a los lados recelosamente para no equivocarse en la escogencia y
agudiza la mirada. Da otra vuelta, piensa en el momento que atacará y toma la
decisión.
La mujer pasó hace buen tiempo por la quinta década de vida. La piel es
arrugada, no lleva maquillaje en el rostro, junta las manos en acción de
humildad. La voz suena imperceptible, no tiene alientos para hacerse entender y
habla despacio, con angustia, casi que con desesperación.
La vestimenta es normal, aunque envejecida. El vestido verde desteñido la
cubre hasta los tobillos y no lleva más prendas. Los zapatos han soportado
miles de jornadas en la plaza central cucuteña. No tiene compañía, como
acostumbraban en el pasado reciente, o la dejó a la distancia para que le cubra
la espalda en el momento del ataque.
En una de las sillas del parque, distraídos, están los objetivos escogidos
por Mercedes. No se percatan de la cercanía de la mujer, porque están
entretenidos viendo al niño, de tres años, cómo alimenta a las palomas.
La vida en el corazón de Cúcuta es normal, solo la interrumpe el revoleteo
constante de las aves al ver que llega una nueva mano que les dará de comer.
Decenas de hombres y mujeres encontraron como oficio la venta de bolsitas
con trigo que devoran con ansias las palomas. Mil pesos cuesta la entretención
que demora lo que las inquietas aves tardan en tragarse ese alimento.
A veces, pareciera que no están satisfechas y reclaman más con el incesante
‘cucurrucucú’. No se quedan quietas, alguna advierte que en otro rincón otro
niño o adulto juegan a ser dadivosos y levantan vuelo.
Para los vendedores informales es buen negocio que las familias visiten el
parque, porque así aumentarán las ganancias diarias. Las bolsitas las lleva
alguien y las distribuye entre quienes quieran ganarse unas monedas, mientras
los propietarios vuelven a casa con los billetes.
No hay requisitos para desempeñar este oficio, la única recomendación es
que no les dé vergüenza ofrecer cuatro bolsitas por mil pesos.
El ambiente de la plaza central es pesado. El bullicio de los heladeros,
con el repique de las campanitas para llamar la atención de los chicos,
ensordece. Los motores de las máquinas de las barquillas ayudan al desespero.
La insistencia de los vendedores de peloticas aburre. Los gritos de los
expendedores de agua, gaseosa, cerveza, aturden. El ofrecimiento incansable de
los fotógrafos para captar ese momento inolvidable de visita al parque es
molesto. Y la mirada de Mercedes, cargada de la malicia propia de los gitanos,
intimida.
Es domingo. Las campanas de la Catedral de San José anuncian que el medio
día llegará dentro de 15 minutos. También, es la señal para que los feligreses
que asistirán a la misa de doce se preparen, terminen las ocupaciones y se
alisten para ingresar al templo mayor de la ciudad.
¿Me regala una moneda, por favor? – dijo Mercedes con tranquilidad. Había
decidido cuál sería la presa y estaba al ataque.
La cercanía de la gitana tomó por sorpresa al hombre que permanecía de pie.
Hacía muchos años quería que se diera esa conversación. Sonrió, metió la mano
en el bolsillo derecho del pantalón y sacó varias monedas, que juntas no
sumaban $ 500, aunque suficientes para hacerle brillar los ojos a la mujer que
interrumpía el juego con el niño.
Tu eres un hombre bueno – fue la segunda arma que desenfundó Mercedes y
alcanzó el objetivo, ablandar la postura rígida de ese tipo que la miró con
incredulidad.
Los gitanos, por muchos años, abundaron en el parque Santander. En pareja
atacaban a los posibles clientes que, incautos, caían en las redes de las
vejetas con acento diferente al cucuteño. Al llegar a Cúcuta, muchas décadas
atrás, se apoderaron de tierras baldías en la Ciudadela Juan Atalaya y
construyeron sus ranchos.
La constante estadía de parroquianos en la plaza central y la presencia
ocasional de venezolanos hicieron que ese lugar se convirtiera en el espacio
preferido por esa comunidad para conseguir el mínimo diario indispensable para
sobrevivir. De unos años para acá han desaparecido y son esporádicas las veces
en las que se las ve merodeando.
El secreto
queda entre la gitana y el cliente
Distinguirlas entre las demás mujeres visitantes del parque no es difícil.
Casi siempre van dos, una joven y la otra de mayor edad; el vestido es largo,
casi hasta arrastrarlo; se atraviesan en el camino de los transeúntes
para pedirles monedas y ofrecerles el servicio de adivinarles la suerte; no
tienen afán, el caminar es lerdo; no llevan niños para que alimenten a las
palomas, y en el rostro se les ve el cansancio de los años.
Mercedes agarró la mano derecha del hombre y examinó las líneas. Los dedos
se deslizaron suaves, mientras susurraba aquellas palabras que acostumbra a
decirles a los que le permiten que descifre el jeroglífico que llevan en la
palma.
Tu línea dice que tienes buena suerte – el sujeto miró alrededor para
asegurarse que ningún conocido lo estuviera viendo en esa sesión de adivinanza.
Quiso retirarse, pero era tarde, la gitana lo había intrigado.
El origen de los gitanos, también conocidos como pueblo rom, roma o romaní,
es todavía hoy objeto de controversia. Existen varias razones que explican la
oscuridad que envuelve a este asunto.
En primer lugar, la cultura gitana es fundamentalmente ágrafa y
despreocupada por su historia, de manera que no han conservado por escrito su
procedencia. Su historia ha sido estudiada siempre por los no romaníes, con
frecuencia a través de un tamiz fuertemente etnocentrista.
Los primeros movimientos migratorios datan del siglo X, de manera que mucha
información se ha perdido. Los primeros grupos de gitanos llegados a la Europa
Occidental fantaseaban acerca de sus orígenes, atribuyéndose una procedencia
misteriosa y legendaria, en parte como estrategia de protección frente a una
población ante la que eran minoría, en parte como puesta en escena de sus
espectáculos y actividades.
Quizás Mercedes pertenezca a esa comunidad y sea así como sus ancestros. Lo
cierto es que ahora está en Cúcuta, en el parque Santander, y a punto de
embaucar con esas frases clichés que debió aprender en la juventud para
conseguir más que monedas.
Le dijo al hombre que se retiraran un poco, porque tenía que decirle un
secreto y quienes lo acompañaban no eran buena energía. La sombra de una palma
fue testigo de la revelación.
Antes de contarle el secreto pidió un billete y los ojos se abrieron para
distinguir en la cartera el que le convenía.
Ponga el de diez en la mano, no es para mí, no es para mí – insistió la
gitana casi agitada por la denominación del billete. Y habló. – Una mujer en la
juventud te hizo algo malo y no te deja seguir con el proyecto que tienes -.
El billete cambió de mano y Mercedes lo apretujó para que no escapara. Hizo
una oración que el paciente repitió sin convicción, marcó la cruz en el pecho
del hombre que sonreía porque sabía que había perdido el dinero de manera
inocente y le recomendó ponerse, al otro día, los calzoncillos al
revés para recuperar lo no ganado en toda la vida.
¿Y mi billete? – preguntó el cliente a la gitana.
No importa, tendrás muchos más a partir de mañana. No le cuentes a nadie –
dijo y se marchó tan a prisa que se perdió por entre vendedores, visitantes y
palomas.
Hasta hoy, el secreto no se había revelado.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
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