miércoles, 16 de diciembre de 2015

859.- ODA AL MAESTRO ALVARITOCHE



Gustavo J Carvajal A.


La idea de escribir esta nota se me ocurrió hace varios años cuando, en el entonces flamante Unicentro de Cúcuta, me crucé fugazmente con el profesor Álvaro Suárez, ‘Alvaritoche’; quien fuera mi profesor de ciencias naturales en séptimo grado en el Colegio Calasanz.

Nos miramos por unos segundos y aunque mi cara le debió resultar familiar seguramente no me reconoció en tanto yo, que habría querido decirle al menos: “¡hola profesor!”, no encontré el valor y lo vi alejarse mientras me recriminaba por mi inveterada timidez.

Así, puesto que entonces fallé en ofrecerle mi venia y expresarle mi cariño, hoy trato de componer el error.

Alvaritoche no había cambiado mucho. Seguía siendo cuadrado sin llegar a ser gordo y poseía una cintura anchurosa sobre la cual reposaba un tórax imponente.

En aquel entonces, por el aciago año de 1993, estaría frisando los 50 años de edad y ya tenía el pelo totalmente cubierto de canas, siempre corto, casi al ras, como el de un militar en retiro.

Entraba al salón de clase con cara de mal genio e imponía rápidamente el orden apostrofando con su acento de nortesantandereano arrecho. Pero esto no significaba que estuviera enfadado, ni que padeciera de mal genio o que fuera huraño, sino que era de Cúcuta y como tal era brusco en sus modales y ceñudo en la expresión de los sentimientos.

Quién sabe si sea por el calor, o más bien por la combinación genética de indígenas aguerridos y españoles cerreros, mezclados con turcos, libaneses e italianos; pero los cucuteños son así, murmuran a los gritos y se quieren putiándose.

La realidad era que a Alvaritoche le gustaba su trabajo y nunca, que yo recuerde, aprovechó una oportunidad para humillarnos o ponernos en ridículo, como en cambio sí lo hacían con frecuencia y fruición muchos de sus siniestros colegas.

Me atrevería a decir que en ocasiones incluso disfrutaba con nuestras ocurrencias y bestialidades adolescentes, y hasta lo estimulaban nuestras conversaciones. Desde luego esto era imposible de apreciar entonces, sobre todo porque la excentricidad de Álvaro nos impedía cotejar a cabalidad sus virtudes.

Dicha excentricidad consistía, en medio de aquel ambiente moralista, en que se atrevía a utilizar en el salón la palabra “toche”. “¡Oiga usted, Asís, deje la tochada ahí con Fandiño!”, o “¡no me crea tan toche Flórez!”, o “no se haga el toche ¡usted, allá, Bayona!”.

Al principio, recibíamos este lenguaje entre escandalizados y fascinados. Las risas estallaban cada vez que Alvaritoche tocheaba, porque siempre lo hacía con una falsa circunspección pero al mismo tiempo con total naturalidad.

No faltó el mojigato que se quejara en la rectoría por haberse sentido ofendido o maltratado, y acaso algún padre de familia consternado presentó sus demandas; pero a medida que pasaban los meses y la odiosa rutina del colegio se asentaba, nos acostumbramos a la tochería del maestro y entendíamos que lejos de su propósito estaba ser vulgar, cruel u ofensivo.

Pero lo que hacía de Alvaritoche un elemento realmente subversivo en el colegio no era su lenguaje, sino su reputación de ser un profesor facilón cuya clase la ganaba todo el mundo.

En aquel entonces el Calasanz de Cúcuta fundaba su prestigio en los resultados que obtenía en los Icfes las pruebas estatales de conocimiento, en las cuales sus alumnos siempre descollaban. Esto era posible gracias a un régimen de estudio riguroso y un espíritu de evaluación implacable dentro del cual Alvaritoche era un engranaje suelto.

Recuerdo que los estudiantes de décimo grado, a quienes Alvaritoche dictaba química, nos decían que en ese año sembrado de cuitas la única asignatura por la que no padecían era la suya.

La razón, como lo comprobamos nosotros más adelante, era que los exámenes de Alvaritoche venían con las respuestas en el reverso de la hoja. Me explico, si en la primera página del examen preguntaba, por ejemplo: “la física cuántica estudia las relaciones entre los cuantos, que son paquetes de energía; responda, ¿quién es el padre de la física cuántica?”, en la segunda página del examen preguntaba: “Max Planck recibió el premio Nobel de física en 1918 por ser el creador de la teoría cuántica, explique en qué consistía dicha teoría”. Bastaba con leer el examen de principio a fin y las respuestas se encontraban inscritas en las otras preguntas.

Era habitual que la tarea para su clase fuera leer y comentar alguno de los artículos sobre genética o astrofísica de la revista “Muy Interesante”.

Con frecuencia se desviaba del libro de texto y prefería conducirnos al salón de audiovisuales para ver episodios enteros de la serie “Cosmos” de Carl Sagan. El simple hecho de salir del salón de clase era un bálsamo que todos recibíamos con regocijo a cambio de los odiosos ejercicios y la salmodia de las cátedras.

Este comportamiento le granjeó a Alvaritoche una reputación de vago, puesto que se consideraba en aquel entonces que el mejor profesor era el más “cuchilla”, aquel cuyos exámenes fueran los más difíciles y sus lecciones las más inexpugnables. Debo a la “pereza” de Alvaritoche mi fascinación con la Física y sus profundidades filosóficas. No puedo olvidarlo.

Uno de esos días en la sala de audiovisuales, ese grupo de 45 o 50 energúmenos de Séptimo A, observábamos en el pequeño televisor un episodio de Cosmos. Era muy difícil concentrarse, porque como buenos muchachitos de colegio privado éramos unos micos arrogantes llenos de hormonas y suspicacia. De repente, Carl Sagan sentado a una mesa victoriana en Oxford se dispone a comer un pastel de manzana, y dice:

“¿Cuantas veces tengo que cortar este pastel para dividirlo hasta llegar a un átomo?”

Esa pregunta aparentemente inocua, me dejó frío. ¿Qué es un átomo, y por qué no se puede dividir?, ¿con qué herramienta se puede observar? Resonaron en mí un cúmulo de intuiciones acerca de la materia que no había podido articular antes de ese día. Ya nunca más fui el mismo, y por eso estoy en eterna deuda.

Los temas predilectos de Álvaro eran la prevención contra el VIH y la astrofísica. Recuerdo vívidamente las conversaciones sobre el Sida y cómo se contagiaba realmente, así como las constantes referencias a Stephen Hawking.

Quizá las lecciones de filosofía más interesantes ocurrieron en sus clases discutiendo sobre el Bing Bang, los agujeros negros, o la famosa frase de Einstein: “Dios no juega a los dados en el universo”.

En cuanto al Sida, creo que a todos nos encantaba hablar del tema, al menos porque nos permitía hacer preguntas, indirectamente, sobre sexo, es decir sobre la realidad apremiante. Unos adolescentes rijosos como en los que nos estábamos convirtiendo, separados de las niñas como en una prisión, necesitaban imperiosamente entablar esta discusión.

¿Qué le importaba a este profesor cincuentón la suerte de esta escuadra de engreídos e irrespetuosos hijos de papi y mami? El Sida no solo era un problema de salud pública, sino un asunto de grandes implicaciones psicológicas, puesto que estas conversaciones –que raramente teníamos con nuestros padres ni menos con los curas- nos permitían pensar sobre la homosexualidad, la reproducción, y sobre la moral o la inmoralidad del sexo.

Era un trabajo vital. Lo de Alvaritoche era una labor de amor, pero no amor hacia nosotros, sino hacia los principios sagrados de su oficio.

Desde luego estas virtudes aparecían entonces como deficiencias del carácter, y por lo tanto Alvaritoche fue despedido del colegio poco después de haber sido nuestro profesor.

Ahora entiendo que detrás de cada uno de sus “toches” había una invitación a la rebeldía, a desafiar la autoridad de las instituciones y una demostración de que la ciencia no tiene por qué ser ajena al hombre común.

Hoy, con el privilegio de la perspectiva, caigo en cuenta de que Alvaritoche sabía lo que la mayoría de educadores no entienden: que el amor al conocimiento es la lección más bella que puede ofrecer un maestro, porque es aquella sin la cual el resto no cuajan, no producen frutos, en suma, no sirven para un toche.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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