Rafael
Antonio Pabón
La cita estaba programada para las 8:30 de la mañana con una advertencia
especial, se recomienda puntual asistencia. Minutos antes de cumplirse la hora
señalada entregué la cédula y a cambio recibí la escarapela del ‘Visitante 20’.
La orden también fue categórica, por favor pórtela en lugar visible.
Van a cumplirse 37 años desde cuando salí por última vez por el portón
grande que daba al patio de cargue y descargue de los camiones, en la fábrica
de Coca Cola, en Cúcuta.
La multinacional tenía la sede en la avenida Gran Colombia, en el barrio
Popular. Al frente se mantiene la Clínica de Leones. En la cancha construyeron
el Palacio de Justicia.
El tiempo pasa a la velocidad que el hombre quiere viajar.
En aquella época apenas había cumplido los 20 años. Meses atrás había
recibido el grado de bachiller en el colegio San Juan de la Cruz y la
preocupación mayor era jugar fútbol en la cancha destapada del barrio Belén.
El anhelo en casa es que ingresara a la universidad, cuento que sirvió para
ganar algunos puntos.
Hoy, volví a ese lugar en el que desempeñé mi primer trabajo serio. En la
adolescencia intenté con algunos oficios varios, pero no dieron resultado por
diversos factores.
Regresé sobre mis pasos y mis recuerdos. Las imágenes llegaron con claridad
y en el repaso mental aparecieron nombres y sobrenombres de compañeros, jefes y
no muy allegados.
Miré hacia el patio y a cambio de camiones cargados de cajas de madera con
botellas, estaban las camionetas blancas con la inscripción ‘Fiscalía’.
No vi a ‘Copetrán’, ‘Bolígrafo’ ni ‘Tamalito’. Ahora, por ahí caminan uno
que otro doctor con título de investigador.
‘Bocachico’ y ‘La Lechuza’ tampoco exhibían la bata blanca que los
distinguía como los químicos de la empresa. Pero sí estaban los técnicos listos
para iniciar la entrevista con el citado y averiguar por el caso que los ocupa.
El movimiento es diferente, no hay bullicio, gritos, ni jolgorio. Todo
trascurre en medio del silencio y solo se escuchan las voces necesarias.
Al voltear la mirada busqué en la distancia a ‘El Burro’, un señor a carta
cabal, respetuoso y corpulento. En el estreno del trabajo, sin haber recibido
el uniforme que me acreditaba como empleado, me descargó un bulto de azúcar (50
kilos) sobre la frágil espalda para que la subiera por los 30 escalones y la
descargara en la tolva. Los tres duros días sirvieron como prueba.
Al dar otro giro ubiqué el gran salón de producción. Ahí pasaba las horas
la mayoría de trabajadores. El ruido producido por las botellas al golpearse
unas con otras para pasar por la revisión de los ojos cansados del obrero,
retumbó de nuevo en los oídos.
‘Lara’, ‘Vallenato’, ‘Picacho’ y ‘Gorila’ sonreían con la torpeza del
novato. Alguien pasó la voz sobre las intenciones del recién llegado y los
deseos de ahorrar para irse a estudiar. ¿A dónde? No lo sabía. ¿Qué? No lo
tenía claro. ¿Por qué? Quizás porque sí.
En otra silla y frente a otra pantalla, ‘Cucarrón’ veía pasar la coca cola,
la roja, la naranja y la soda Clausen. Ninguna botella podía sobrepasar la
medida de llenado o quedar por debajo de ese límite. Menos, llevar alguna mugre
u objeto que perjudicara la imagen de la bebida. Aunque a veces salía al
mercado una que otra gaseosa con pitillos, papeles y tapas dobladas.
La mayor emoción se vivía en el plato. A ese sitio llegaban por la correa
metálica eléctrica las botellas para ser depositadas en las cajas de madera. La
agilidad de los operarios era increíble. Unos con mayor experiencia y práctica que
los demás. El recién llegado solo atinaba a observar para aprender.
De repente, una explosión hacia estallar en gritos a los trabajadores.
Decían cualquier palabra o frase para salir del estrés. Era hora de jugar, de
las chanzas, de los chistes y de la juerga.
De pronto, un chiflido y todos al puesto de trabajo. De nuevo a mover las
manos con destreza. Cada 10 minutos cambiaban de rutina.
Ahora, nada de eso existe. Las oficinas están pintadas en mostaza y azul.
Los cubículos prevalecen donde funcionaron los talleres. Las mujeres, que en
aquella época escaseaban, abundan. Nadie lleva uniforme, van vestidos de civil;
pocos corren para cambiar de puesto, todos tienen uno asignado.
El piso no está renegrido por el tránsito constante de los camiones y de
los montacargas. En esta ocasión el detergente basta para limpiarlo, en
aquellos días era indispensable utilizar soda cáustica, así acabara con las
botas de dotación.
En los baños no hay guardarropas para dejar el vestido de diario, ni en la
cafetería un tanque lleno de gaseosa para beber al antojo.
Don Carlos Alberto Madrigal no es más el gerente de la embotelladora, un
abogado lo remplazó y tiene el cargo de director de Fiscalías.
Las calles que rodean el lugar están sucias, no como en aquel tiempo,
cuando don Rafael sacaba a su equipo de muchachos para que limpiara. Aguardaba
que llegara el medio día, cuando los buses pasaban llenos de pasajeros. Era
otra prueba que debía pasar el aspirante a quedarse con el empleo.
Fueron ocho meses de convivencia con adultos, responsables de las labores
asumidas y de experiencias que hoy vuelven a la mente, porque se requiere el
testimonio para mantener el curso de la investigación.
Creo que la cita fue más provechosa para mí por este ejercicio, que para el
investigador por el aporte que pude hacer.
Coca Cola se trasteó hace rato de la Gran Colombia. Por unos años Telecom
tuvo oficinas ahí.
La diligencia en la Fiscalía terminó, es hora de partir y de salir con los
recuerdos arrastra.
No fue necesario atravesar el gran portón. La puerta es angosta, la
vigilante reclama la escarapela del ‘Visitante 20’.
Han pasado 37 años desde que firmé la renuncia y dejé de pertenecer a la
nómina. En aquel instante las lágrimas bajaron raudas por las mejillas.
Hoy, los pensamientos aparecieron rápido para dictar este trabajo. Adiós.
Congratulaciones millones de Bendiciones 🙏🙏🙏 gratos recuerdos inolvidables🙏🙏🙏,
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