Gerardo Raynaud
En el último decenio de la primera mitad del siglo veinte, Cúcuta seguía
siendo un pueblo grande, todo debido a su ubicación geográfica, como punto de
encuentro entre las dos grandes naciones del cono norte de Suramérica.
Esa privilegiada situación permitía el ingreso y la exportación de los
productos tradicionales de entonces, especialmente el café, por la ruta del
Lago de Maracaibo, utilizando el trasporte férreo hasta el puerto de
Encontrados y luego por vía acuática hasta Maracaibo y de allí a sus destinos
en Norteamérica y Europa.
A comienzos de los años cuarenta, apenas se visualizaba el auge que tendría
la ciudad para el futuro, por esa razón comenzaron a darse los primeros atisbos
de cooperación entre los pobladores que constituían la incipiente clase media
social y trabajadora, generadores de riqueza, que con el apoyo de las grandes
compañías extranjeras, desarrollaban sus negocios y crecían a medida que el
país y su vecino progresaban.
Se veían grandes tiendas, almacenes y bodegas como la de don Antonio
Copello, uno de los mayores importadores y exportadores de la ciudad y del
país, propietario de uno de los primeros establecimientos de comercialización
de textiles.
En los tradicionales cafés, la Cervecería Nueva de Cúcuta lanzaba al
mercado su nueva cerveza tipo Pilsen Sajonia y el optómetra Caracciolo Vega
ofrecía a su clientela, además de los elementos propios de su profesión, como
eran los armazones y lentes que adaptaba a los anteojos que previamente
había recetado, después de un detallado examen visual con los instrumentos de
última tecnología adquiridos en Europa.
Aprovechando sus conocimientos y experiencia, también ofrecía los
materiales dentales requeridos por los pocos odontólogos y por algunos
“dentistas” que ejercían esa profesión, unos subrepticiamente, a escondidas de
la Dirección Municipal de Higiene, celosa guardiana de la salud de los
cucuteños.
En su céntrico local de la calle diez números 7-25 a 7-29, también vendía
los repuestos para las lámparas de queroseno “Coleman”, tan necesarias para
iluminar las residencias, toda vez que el suministro de electricidad era
intermitente y las casas de los barrios alejados carecían del servicio. Atendía
al teléfono 25-67.
Por esos años, apenas comenzaban a asomarse los primeros servicios de
mensajería y de correos. La empresa más avanzada en estos menesteres, a nivel
nacional era “Expreso Ribón”, una empresa fundada en 1906 y que prestaba sus
servicios de correos “extra-rápidos” a las principales ciudades, con tiempos y
horarios establecidos y una pauta publicitaria bastante dinámica, diversa y
extendida.
En Cúcuta, representaba la empresa Carlos Julio Guzmán y tenía su oficina
frente al parque Santander. Llamando al teléfono 2829 se encargaban de recoger
sus envíos, tal como lo publicaban en los principales medios, “de la puerta del
remitente a la puerta del destinatario”.
Aseguraban que era la vía más segura, rápida y económica del país, para el
envío de correspondencia, encomiendas, equipaje y los valores declarados (los
giros de hoy).
El valor del porte era de diez centavos por cada carta de 20 gramos. El
servicio extra-rápido a Bogotá, por ejemplo, era de 18 horas y se recibían las
cartas o los envíos hasta las 8 y 30 p.m. para ser despachados en el bus de las
cuatro de la mañana.
Otros despachos rápidos eran de dos días a Ibagué, Manizales o Cali;
mientras que a Medellín, Pasto, Popayán o Buenaventura se demoraban dos días y
medio.
El evento social de la década fue, sin duda, la creación del Club de
Cazadores, recién comenzaban los años cuarenta, en agosto para más detalles.
Más tarde, el presidente Alfonso López Pumarejo le otorgó la Personería
Jurídica, mediante Resolución Ejecutiva No. 100 del 30 de junio del 44 y desde
entonces se ha destacado por sus campañas deportivas y sociales en beneficio de
la ciudad. En esta actividad cumple hoy, 75 años y sigue tan campante, como
reza la propaganda de un reconocido licor escocés.
Pero la noticia que más llama la atención durante estos años previos a la
mitad de siglo, no podría ser otra que la originada en el honorable Congreso de
la República. Por esa época de guerras mundiales, era preocupante la escasa
población, tanto del mundo entero como en el país, más si se tiene en cuenta
que con los conflictos guerreros, se elevaba la proporción de mortalidad, lo
cual tendía a agravar el problema.
Por esta y otras razones, algunos distinguidos miembros del parlamento
colombiano, decidieron presentar una innovadora iniciativa, una más de las
muchas que se han presentado desde que éste fue instalado formalmente, una vez
se logró la plena independencia.
Algunos lo llamaron un “atrevido proyecto” e instaron al excelentísimo
Señor Presidente, para que en un acto de patriotismo y con el afán de terminar
con las cosas poco cómodas para la nación, rechace este proyecto, pues en un
interés inmoderado por implantar medidas, a las que casi siempre se procura
consagrar con el nombre de episodios civilizados, se cometen frecuentes actos
absurdos y en la mayoría de las veces, erróneos. Tal fue lo sucedido con el
proyecto de Ley de Impuesto al Solterismo.
Lanza en ristre se fueron representantes de la sociedad para quienes
argumentaban que “formar un hogar para el soltero, en edad y condiciones
económicas de hacerlo, es pagar un justo tributo a Dios y a la naturaleza, para
una finalidad lícita y noble. Pero nunca debe llegarse al elevado acto de
formación de la familia por la presión de una ley, ley extraña completamente a
los factores que determinan la felicidad del hogar.”
A pesar de todo y como sucede en casos como éste, el proyecto no dejó de
tener sus adeptos, pues había quienes consideraban que sí debía imponerse un
tributo a los solterones que tuvieran un capital superior a los veinte mil
pesos, pues eso es natural, decían, porque los que disponen de todos los medios
económicos deben formar su hogar, aumentar la raza y de esta forma no emplear
su dinero en corromper la juventud.
Esta postura estuvo de moda por esos días, a raíz de la publicación del
libro “Revelaciones de un Juez” escrito por Antonio José León Rey, en el cual
narraba cómo algunos ricos empleaban su dinero en acciones deshonestas, que
involucraban menores.
Los adversarios, apoyados en la jurisprudencia, argüían que cuando las
leyes no se acomodaban a las costumbres de los pueblos, no había obligación de
cumplirlas.
El hecho es que el proyecto, al parecer, no tuvo la acogida esperada y pasó
a mejor vida antes de lo esperado.
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