Gerardo Raynaud
Desde finales de 1951 cuando el presidente Laureano Gómez hubo de retirarse
de la presidencia en razón de su precaria situación de salud, el ambiente
político del país se hacía cada día más tenso y los dos partidos tradicionales
trataban de mantener una armonía que no les resultaba fácil.
A pesar de su estado de salud, Laureano Gómez seguía siendo el “poder tras
el trono” y Urdaneta acataba sus órdenes, bueno, la mayoría de ellas.
La cercanía entre el designado presidente Urdaneta y el líder de las
fuerzas armadas era considerada por Laureano como un gran riesgo para
mantener el control del poder y esta coyuntura era aprovechada por la oposición
para tratar de adueñarse de las riendas del poder.
En Cúcuta, pareciera que hubiera florecido el germen de esta revolución que
se le atribuía al partido de oposición y durante buena parte de los primeros
meses de ese año, se fueron presentando casos que pasaban a manos de las
distintas autoridades, sin que a fin de cuentas se hubiera podido establecer la
verdad de estas aseveraciones.
Hubo varias circunstancias no muy claras desde el principio en las que
siempre estuvo involucrada la representación de la “Seguridad” seccional, que
era la institución encargada de las investigaciones judiciales de la época y
que estaba a cargo de Pedro Medina Jácome, su director.
Claro que por entonces, cualquiera aprovechaba el desorden reinante para
crear un caos que garantizara beneficios políticos o económicos y lograr las
renuncias o los derrocamientos que finalmente no se dieron, por lo menos en los
ámbitos locales y regionales.
Y fue precisamente esta situación de coyuntura política, la que aprovechó
un tinterillo liberal para librarse, por lo menos transitoriamente, de los
“sumarios” que se le seguían en varios de los juzgados de la región.
Conociendo los pormenores de lo sucedido con Felipe Echavarría, urdió toda
una tramoya con unos paquetes que diera a guardar a un amigo, quien receloso le
dio por abrirlos y al ver que se trataba de armas y algunas municiones, le dijo
que se las llevara, que él no se comprometía a esos encargos.
El tinterillo, temeroso que su amigo lo denunciara, se adelantó y lo
denunció ante el Jefe de la Seguridad Nacional, agregándole algunos detalles
adicionales para recrear una escena más creíble y a la vez, eludir
responsabilidades, así como en ella involucraba, como ya dijimos, dirigentes
que por su filiación al partido de oposición, serían considerados posibles
cómplices y hasta autores del complot, que ahora tomaba tintes mediáticos
importantes.
Esta demanda le tocó en turno al juez 20 de Instrucción Criminal al
servicio de la Quinta Brigada, Gabriel Muñoz López, por cierto, homónimo del
conocido locutor deportivo que nada tenía que ver en el asunto, quien para
llevar una concienzuda investigación, comenzó por citar a indagatoria a varios
reconocidos personajes de la ciudad, alborotando el cotarro y poniendo en
serios aprietos la honorabilidad y el buen nombre de estas personas.
Mientras esto sucedía, ríos de tinta corría en los medios impresos de la
ciudad. Cada día que pasaba traía su sorpresa.
El diario ‘El Trabajo’ era el más dedicado y sus reporteros estaban tras
las pistas de los personajes involucrados y de los investigadores, para
mantener al día su numerosa audiencia.
Conocedores de las circunstancias, los avezados periodistas comenzaron a
desenredar la maraña fraguada por el tinterillo, que a propósito, era de
apellido Salinas y cuando discutían sobre el tema, en pleno consejo de
redacción, les entregaron una carta, en la que se ampliaban los detalles de la
famosa conspiración.
La nota era remitida por un ciudadano, Luis R. Parada y llevaba su
firma e identificación. En ella reiteraba y confirmaba lo dicho por Salinas en
su declaración, en la que mencionaba a un grupo de “tres o cuatro locos” que
planeaban dinamitar la línea del ferrocarril y volar los puentes de Pamplonita
y la Floresta. Que ese era el motivo de la aparición de los explosivos, según
la versión de Salinas, pues los investigadores no hallaron vestigios de tales
bombas.
En otro aparte, hacía mención que tales artefactos explosivos habían sido
probados en el cerro Tasajero, según lo denunciaron obreros de la compañía
petrolera Texas, que por esos días tenía un campamento en las faldas de esa
montaña y agregaba que una pareja había dejado en una casa del barrio Carora
una caja con cien tacos de dinamita para que le fueran entregados a un sujeto
que era técnico en explosivos y que al mismo sujeto le entregaron la suma de
$300 para la compra de granadas de mano y fulminantes.
Además, dentro del plan terrorista se tenía planeado incendiar los
depósitos de café y dañar el acueducto y la termoeléctrica del barrio Sevilla.
En la misma misiva aclaraba que las personas que estaban siendo
llamadas a interrogatorio por el juez Gabriel Muñoz “son gente inofensiva
y que aman la paz, pero que se vieron obligadas a contribuir porque existía una
Legión encargada de obligarlos mediante el sistema de la amenaza y del terror.”
Termina el escrito argumentando que se debe dejar a la justicia que diga la
última palabra y que “en verdad no hubo tal revolución, pero qué tal que se
hubiera permitido poner en práctica los famosos planes; yo creo que hasta usted
–se refería al director del diario- hubiera sufrido las consecuencias.”.
Antes de firmar, remataba con un “puede usted hacer el uso que a bien tenga
de la presente y ojalá la publique en su prestigioso periódico.”
Luego de las discusiones y del análisis que le hicieran a la carta en
mención, llegaron a la conclusión que ésta había sido escrita y enviada por el
mismo Salinas, que se había convertido en experto para desviar las pesquisas,
particularmente en aquellas en las que se hallaba comprometido, toda vez que en
épocas anteriores se vio inculpado como falsificador de sellos de las
autoridades colombianas y venezolanas y falsificación de documentos.
Finalmente y luego de escuchar las declaraciones de los liberales a quienes
se les había inculpado falsamente, se cerró la investigación.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
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