Gastón Bermúdez Vargas
El embrujo verde
Mi querida Estrellita:
Hace algún tiempo te escribí unas líneas
haciéndote conocer mis sentimientos sobre los achaques de salud que han venido
aquejándote. En estos días he vuelto a saber que tu salud no sigue bien, es
decir, que no hay mejoría a medida que los días pasan.
En medio de tantas preocupaciones, las que
se agigantan con el correr de los años Y la fatiga que trae el trajín diario,
que lo va volviendo a uno un angustiado y con muchas bregas para el descanso y
hasta para conciliar el sueño, he pensado en todos los de la familia y
especialmente en ti y en tus achaque de salud.
Esto me ha llevado a recordar un poco
épocas pasadas, tal vez tu madre no haya olvidado. Tú no tienes por qué
acordarte, porque apenas estabas dando tus primeros pasos, si era que ya habías
nacido.
En esta forma he recordado que tu tío
Manuel, según los médicos de la época padecía de un mal entonces incurable,
pues dizque era hemofílico. Y también lo fueron tu papá y tu tío Carlos.
Enfermedad de reyes, pero muy dura de sobrellevar para los pobres.
En una de las recaídas de tu tío Manuel,
tres médicos que entonces lo asistían y que en la noche de un viernes, no lo
olvido aún, lo desahuciaron y le dijeron a mamá que se preparara para un
desenlace fatal.
Hicieron entonces un último esfuerzo, casi
desconocido en Cúcuta, como era una transfusión de sangre. No existía entonces
en el comercio plasma ni cosa parecida. Los médicos eran los doctores Moncada,
Lozano y Vera Villamizar, si la memoria no me traiciona. Dispusieron los
galenos que entre los miembros de la familia se buscaría la sangre del tipo que
sirviera a tu tío Manuel.
Y dispuso papá sin consultarlo a nadie,
pues eran los tiempos que en la familia lo disponían todo, primero el padre y
luego la madre. Dispuso, repito, que la sangre de todos fuera examinada hasta
encontrar la que le conviniera a tu tío enfermo para la transfusión. Primero él
se sometería a este examen, luego mamá y después se someterían todos tus tíos
por orden de edad.
No olvido aún que uno de los médicos me
miró a mí y luego a tu tía Graciela y dijo un poco burlonamente, al vernos tan
pálidos, que nuestra sangre probablemente no serviría. Vino la prueba del
primero, que era papá, y se la encontró aceptable y por esto ningún otro se
sometió a la prueba.
La transfusión se hizo con el instrumento
que prestó uno de los médicos, muy rudimentario si se le compara con los
instrumentos de hoy. Papá acostado al lado de tu tío Manuel. Todo se hizo en
horas de la noche y como la luz de Cúcuta no era de voltaje suficiente, se
apeló a los reflectores que prestó un fotógrafo vecino y amigo de la familia,
un señor Ospina, casado con una señora Rosas, que fue poco después la heredera
del periódico El Trabajo, el más antiguo tal vez de Colombia, circunstancia que
le facilitó a ese amigo Ospina a convertirse en uno de los jefes políticos de
su partido en nuestro departamento, del cual también tu eres oriunda.
Recuerdo que se desperdició mucha sangre,
tal vez por falta de pericia de los médicos o por lo rudimentario del
instrumento con que se hacía la transfusión. Papá se retiró muy débil a su
cama. Había dado bastante sangre. Pero como era un viejo roble, fuerte como hoy
no se consiguen los hombres, se limitó a pedir que le pusieran un cigarrillo en
la boca, aún cuando él no fumaba, y se quedó dormido.
Al amanecer del día siguiente no fue muy
prometedor. Papá se levantó bien, pues ya había recuperado su sangre, pero tu
tío Manuel despertó con mucho frío en el cuerpo. Los médicos llegaron muy
temprano y no se mostraron muy optimistas.
Entonces papá consideró que la última prueba
de la ciencia ya se había echado y optó por jugar su última carta. En ese año,
creo era el 41, a los cuatro hijos mayores nos había regalado el día del
aniversario en que llegábamos a la mayoría de edad, un anillo de esmeraldas y
no los había colocado en el anular izquierdo como mascota de la buena suerte. Pero
tu tío Manuel había perdido el suyo y esto había contrariado a papá.
En el desespero y como última esperanza,
papá se despojó de su anillo que era una preciosa esmeralda, lo sacó de su dedo
y lo puso en el de mi hermano mayor. No comentó con nadie nada. Rendía su
orgullo ante el descuido de su hijo que no había cuidado la mascota de la buena
suerte. Esa noche se retiró otra vez a
su cama sin cruzar palabra y volviendo a llevar un cigarrillo a la boca. Cuando
regresaron los tres médicos, encontraron mejoría.
Asombrosamente al día siguiente
encontraron una reposición inexplicable. Tu tío habló con todos y dijo que ya
no sentía frío, que se sentía con fuerzas, la hemorragia había cedido, y la
recuperación fue asombrosamente rápida. Todos explicaron la curación a la buena
suerte que le había traído la sortija de esmeralda.
Tu enfermedad me ha hecho pensar en aquel
grave momento que pasó tu tío desahuciado por los médicos. Y te he buscado un
pequeño anillo de esmeralda, no muy valioso, pero sí merecedor de que lo
guardes como una mascota de tu salud y tu buena suerte, y como un recuerdo de
tu tío en ausencia de tu padre. Imagina que es él quien te lo quiere colocar en
tu dedo izquierdo. Pero póntelo con fe. Yo estoy seguro que llevará mejoría a
tu salud, sino es tu curación total. Buena suerte!
Posiblemente te lo enviaré con tu tía
Katta, cuando ella venga, si es que no encuentro otro camino…
Fragmento
de una carta enviada desde Bogotá por mi tío, Ventura Bermúdez Hernández
(q.e.p.d.), a mi hermana Estrella en Maracaibo, quien sufría de una grave
enfermedad terminal, misiva que no alcanzó a leer porque lamentablemente murió
(1987) antes que llegara a sus manos, pero la recibió posteriormente mi madre
junto con la sortija de esmeralda. Mascota de la buena suerte!
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