Gerardo Raynaud
Sondeando los acontecimientos del siglo pasado, se encuentra uno con ideas
que, a pesar de sus buenas intenciones, no pasaron de ser eso, intenciones.
Desde que el periodismo moderno se instaló como factor de equilibrio de los
poderes públicos, sus integrantes, además de cumplir con su meritoria labor,
también se echaban sus “canitas al aire”, cuando de celebrar su día se trataba.
Varias han sido la crónicas escritas sobre este tema, en las cuales hemos venido
narrando, los aconteceres de los informadores a quienes hoy llaman, tal vez con
más justicia, comunicadores sociales.
Antaño se reunían en extensas jornadas, bastantes fiesteras por cierto, que
duraban todo el día y parte de la noche, hasta que el cuerpo aguantara.
Eran oportunidades que se aprovechaban para intercambiar opiniones y
proponer acuerdos sobre temas de su interés, a pesar que a veces resultaran
contrapunteos y hasta sesiones de pugilato, especialmente cuando salían a
relucir temas de política partidista, donde cada cual defendía con ardentía su
ideología y por lo tanto, a quienes orientaban sus respectivos medios.
Sin embargo, estas discrepancias se olvidaban o por lo menos, se dejaban de
lado, cuando se reunían para departir alegremente la conmemoración de su día,
el día del periodista.
En el 42 del siglo pasado, apenas se estaba consolidando la profesión y los
pocos periodistas se reunían escasamente para perseguir algunas noticias, más
en los pasillos de las casas de gobierno, municipal o departamental, que en
otros lugares que no fueran los deportes, también relativamente reducidos o en
las actividades culturales o sociales que rondaban, esas sí, con mayor
frecuencia los salones de teatros, clubes y otros sitios de esparcimiento que
tenía la ciudad.
De todas formas, lo único que los congregaba, independientemente de sus
objetivos comunes, era la celebración de su día, la cual revestía especial
esplendor, particularmente por parte de las autoridades de la ciudad, de todos
los órdenes, civiles, militares y eclesiásticas, quienes por obvias razones los
agasajaban y les brindaban sus más sinceros parabienes.
En ese año, como ya era tradicional, la festividad comenzó con la ceremonia
religiosa celebrada en la iglesia de San José (aún no era catedral), con
asistencia del señor gobernador Carlos E. Ardila Ordóñez, para dirigirse luego
al Cementerio Central, en peregrinación, acompañados de la banda del
departamento, ofrecimiento de la gobernación, para colocar una ofrenda floral a
los periodistas fallecidos, corona que fuera depositada en la tumba del insigne
periodista don Justo Rosas y al colocar ésta en su tumba, “simbólicamente se
coronaba con ella a todos los periodistas que duermen en ese sitio, sin que el
tiempo, que todo lo acaba, haya podido destruir sus obras y sus nombres”,
fueron las palabras sentidas y emocionadas que pronunciara don Tomás Quiñones
Uribe, encargado del discurso.
De allí se trasladaron al recinto del Concejo Municipal, donde las
autoridades civiles y militares rindieron homenaje a los comunicadores.
En respuesta, don Luis Gabriel Castro, presidente de la Asociación de
Periodistas, “hizo un recuento de todas las batallas tiene que sostener quienes
están al frente de un periódico.”
Acto seguido, el señor gobernador, invitó a los asistentes al Reformatorio
de Menores para que observaran el adelanto que presentaba el establecimiento y
la disciplina que allí imperaba desde que estaba bajo la dirección del señor
Ventura Bermúdez.
Esta visita tenía además, un fin encomiable, toda vez que se quería
presionar al gobierno central para que este establecimiento fuera ayudado
económicamente de manera efectiva, ya que las contribuciones que giraba el
Estado no alcanzaban a sufragar los gastos mínimos vitales.
Con anterioridad a esta visita, el gobernador había informado a los
periodistas las dificultades que tenía su despacho para mantener en buenas
condiciones ese centro y solicitaba su apoyo para evitar su clausura.
La propuesta fue acogida con entusiasmo y expresaron su propósito de
cooperar en tan feliz y oportuna iniciativa, ya que ella evidenciaba la
realidad de hechos cumplidos.
El doctor Alberto Durán Durán había oficiado, en días anteriores, al
director del centro de reforma, una misiva, informando sobre su intención de
contribuir de manera enérgica, solicitando a los miembros del congreso,
representantes y senadores de la región, “la conformación de un solo cuerpo
para sacar avante la defensa de una institución que le hace honor a Cúcuta, al
Departamento y a la nación.”
Terminada la visita, el grupo de periodistas se dirigió al parque situado
frente al Reformatorio, llamado entonces el Jardín Amelia, con el objeto de
colocar la primera piedra al Monumento al Periodista.
El encargado de la alocución fue el periodista Francisco A. Torres, quien
con la natural elegancia de su estilo, hizo más que un discurso, un canto a la
libertad y luego de unos calurosos aplausos, gobernador, alcalde y concejales,
prometieron las ayudas correspondientes para dicho monumento fuera erigido.
Pues bien, hasta ese momento, solamente cuatro monumentos recordatorios de
personajes o situaciones ilustres tenía la ciudad, una columna en el sitio
donde se escenificó la batalla de Cúcuta, que en ese momento no tenía el
esplendor de hoy, la columna de Padilla, un monumento intrascendente y sin
relación con la ciudad, un busto de la heroína Antonia Santos, en el parque de
su nombre y el monumento a la Victoria, en el Parque que posteriormente
denominarían Colón, en homenaje al descubridor del continente.
Así pues, el monumento a los periodistas, cuyo proyecto se perdió en los
recovecos del olvido, pasó a ser uno más de los propósitos que se mantenía
sobre el escritorio de los informadores o mejor, en sus gavetas, esperando el
milagro de su materialización que nunca llegó.
Y para terminar con el día del periodista del año 1942, no hubo francachela
ni comilona, aunque sí una reunión social a la sombra de unos acogedores
árboles en el vecino y pintoresco sitio de El Nisperal, donde un selectísimo
grupo de damas, completaba el cuadro animando con sus sonrisas y con el fuego
candente de sus miradas a quienes allí se congregaban.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
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