Armando Gómez Latorre/Augusto Fernández
Contreras
Por la época aciaga, represiva y violenta de la dictadura civil
conservadora, vivía y trabajaba honestamente en Pamplona el ciudadano Fortunato
Fernández Gómez. Había llegado como exiliado político de García Rovira,
concretamente de Málaga, su terruño nativo.
Poseía en la calle Real de la ciudad mitrada, como apellidan a la
tradicional y colonial urbe nortesantandereana, un negocito de alquiler y
reparación de bicicletas, de venta y compra de libros viejos, con visos de
modesto montepío.
Fortunato era, además, generoso, servicial y acomedido. Versado en
muchas cosas y cuasi-cosas, aparecía como un consejero indispensable del inquieto
estudiantado pamplonés.
Por ello, lo respetaban y apreciaban. No obstante, sobre Fortunato
recaían recelos, sospechas, temores y desconfianza, debido a su ideología
comunista.
Aunque carecía de escolaridad era un autodidacta, poseía sin embargo una
simplista erudición sobre marxismo y literatura revolucionaria. Además del
trabajo cotidiano, tenía por la lectura una devoción permanente.
Aquel funesto viernes de abril le
llegó, inesperada y sorpresivamente, su cita con la revolución y con la muerte.
Al oír por la radio la noticia del
oprobioso magnicidio de Gaitán, de inmediato montó en una bicicleta y, a la
estampida, con la tragedia pintada en su rostro aindiado, partió rumbo a
Cúcuta. Sudoroso, jadeante y pedaleando afanoso lo vieron pasar raudo por El
Diamante, La Donjuana, La Garita, Los Vados y Los Patios, ya sobre las goteras
cucuteñas.
Fue una verdadera hazaña deportiva
porque, en menos de tres horas, Fortunato cubrió los 75 kilómetros que separan
las dos ciudades.
Llegó justo a tiempo, cuando el
ardoroso y vibrante liberalismo cucuteño se lanzaba a una desordenada y
anárquica revuelta.
Cuando la manifestación marchó sobre la
alcaldía, un hombrecillo aindiado, menudo y pequeño, con estampa de cacharrero
de pueblo, la encabezó con brío y entusiasmo, agitando una bandera roja: era
Fortunato!
El asesinato del médico José A.
Valbuena exasperó los ánimos. Un disparo salió de la turba enardecida y el
comandante de la tropa, teniente Miguel Silva, cayó mortalmente herido. Las
ráfagas de la metralla y las descargas de los fusileros convirtieron el Parque
Santander en un campo de muerte, terror y desolación.
Fueron 50, 100, 200 muertos? Nunca se supo, ni se sabrá…
Pero sí lo saben las fosas comunes
abiertas en los suburbios citadinos a donde los camiones y volquetas oficiales
llevaron y arrojaron las montoneras de cadáveres.
De Fortunato se supo que lo vieron caer
heroico, agitando energúmeno la bandera roja. De él solo se halló la boina
sucia y desteñida, que siempre llevaba puesta.
Y de su patrimonio en
Pamplona se encargó su mujer, la señora Vitalia. Consistía en las bicicletas,
la herramienta de trabajo y los libros viejos.
Era hermano de mi padre Luís María
Fernández Gómez quien al ver que no llegaba a la casa como habían convenido, salió
a buscarlo por todas partes con su pistola tipo escuadra de calibre 45 mm
afrontando los peligros de la represión que se desató.
Alguien le sugirió que lo buscara en el
cementerio Central ya que lo habían visto caer en la primera ráfaga que hubo en
el parque Santander. Así lo hizo y ya dentro del campo santo se acercó a un
foso lleno de cadáveres mal enterrados donde sobresalía un zapato color blanco
con café que ese día vestía mi tío Fortunato y que mi papá lo conocía
perfectamente.
Este detalle fue el que permitió poder
darle una cristiana sepultura días después a mi tío en el mismo cementerio Central.
Esto me lo narró muchas veces mi papá, debo
agregar además de que mi mamá se encontraba en estado de gestación con 5 meses
de quien les narra este episodio.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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