lunes, 14 de noviembre de 2016

1031.- FORTUNATO FERNANDEZ EN CUCUTA, EL 9 DE ABRIL DE 1948



Armando Gómez Latorre/Augusto Fernández Contreras

Por la época aciaga, represiva y violenta de la dictadura civil conservadora, vivía y trabajaba honestamente en Pamplona el ciudadano Fortunato Fernández Gómez. Había llegado como exiliado político de García Rovira, concretamente de Málaga, su terruño nativo.

Poseía en la calle Real de la ciudad mitrada, como apellidan a la tradicional y colonial urbe nortesantandereana, un negocito de alquiler y reparación de bicicletas, de venta y compra de libros viejos, con visos de modesto montepío.

Fortunato era, además, generoso, servicial y acomedido. Versado en muchas cosas y cuasi-cosas, aparecía como un consejero indispensable del inquieto estudiantado pamplonés.

Por ello, lo respetaban y apreciaban. No obstante, sobre Fortunato recaían recelos, sospechas, temores y desconfianza, debido a su ideología comunista.

Aunque carecía de escolaridad era un autodidacta, poseía sin embargo una simplista erudición sobre marxismo y literatura revolucionaria. Además del trabajo cotidiano, tenía por la lectura una devoción permanente.

Aquel funesto viernes de abril le llegó, inesperada y sorpresivamente, su cita con la revolución y con la muerte.

Al oír por la radio la noticia del oprobioso magnicidio de Gaitán, de inmediato montó en una bicicleta y, a la estampida, con la tragedia pintada en su rostro aindiado, partió rumbo a Cúcuta. Sudoroso, jadeante y pedaleando afanoso lo vieron pasar raudo por El Diamante, La Donjuana, La Garita, Los Vados y Los Patios, ya sobre las goteras cucuteñas.

Fue una verdadera hazaña deportiva porque, en menos de tres horas, Fortunato cubrió los 75 kilómetros que separan las dos ciudades.

Llegó justo a tiempo, cuando el ardoroso y vibrante liberalismo cucuteño se lanzaba a una desordenada y anárquica revuelta.

Cuando la manifestación marchó sobre la alcaldía, un hombrecillo aindiado, menudo y pequeño, con estampa de cacharrero de pueblo, la encabezó con brío y entusiasmo, agitando una bandera roja: era Fortunato!

El asesinato del médico José A. Valbuena exasperó los ánimos. Un disparo salió de la turba enardecida y el comandante de la tropa, teniente Miguel Silva, cayó mortalmente herido. Las ráfagas de la metralla y las descargas de los fusileros convirtieron el Parque Santander en un campo de muerte, terror y desolación.

Fueron 50, 100, 200 muertos?  Nunca se supo, ni se sabrá…

Pero sí lo saben las fosas comunes abiertas en los suburbios citadinos a donde los camiones y volquetas oficiales llevaron y arrojaron las montoneras de cadáveres.

De Fortunato se supo que lo vieron caer heroico, agitando energúmeno la bandera roja. De él solo se halló la boina sucia y desteñida, que siempre llevaba puesta.

Y de su patrimonio en Pamplona se encargó su mujer, la señora Vitalia. Consistía en las bicicletas, la herramienta de trabajo y los libros viejos.

Era hermano de mi padre Luís María Fernández Gómez quien al ver que no llegaba a la casa como habían convenido, salió a buscarlo por todas partes con su pistola tipo escuadra de calibre 45 mm afrontando los peligros de la represión que se desató.

Alguien le sugirió que lo buscara en el cementerio Central ya que lo habían visto caer en la primera ráfaga que hubo en el parque Santander. Así lo hizo y ya dentro del campo santo se acercó a un foso lleno de cadáveres mal enterrados donde sobresalía un zapato color blanco con café que ese día vestía mi tío Fortunato y que mi papá lo conocía perfectamente.

Este detalle fue el que permitió poder darle una cristiana sepultura días después a mi tío en el mismo cementerio Central.

Esto me lo narró muchas veces mi papá, debo agregar además de que mi mamá se encontraba en estado de gestación con 5 meses de quien les narra este episodio.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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