Gerardo Raynaud
Desde
principios del siglo XX, algunos movimientos políticos en Norteamérica,
especialmente aquellos que enarbolaron las banderas de la moderación, sobre
todo en el consumo de bebidas alcohólicas, presionaron a sus representantes
legislativos para que expidieran leyes que las controlaran con el argumento de
que el libre consumo de alcohol era la causa de los diversos males sociales que
por esos días atormentaba a la población.
A estos se
sumaron algunos líderes religiosos de iglesias protestantes y como resultado de
esas presiones, el 17 de enero de 1920 se expidió la Ley de Prohibición
Nacional, la que imponía como delito mayor, a partir de ese momento, la
importación, exportación, fraccionamiento, trasporte, venta o elaboración de
toda clase de bebidas alcohólicas.
Aunque
dicha ley estuvo vigente hasta finales de 1933, pasado los años fue considerada
como el mayor fracaso legislativo en la historia de Norteamérica.
Sin
necesidad de mostrar las estadísticas, todos indicadores criminales se
incrementaron desproporcionadamente y fue gracias a las influencias de los
inmigrantes europeos, irlandeses, alemanes e italianos entre otros, para
quienes sus costumbres domésticas eran más tolerantes al consumo del alcohol,
que dicha ley fue anulada y la primera bebida en ser liberada fue la cerveza,
así pues, a partir de ese momento se entregó a los Estados la responsabilidad
de su control y a partir de 1935 se instauró la Administración Federal del
Alcohol, agencia que tomó las riendas hasta la presente.
Mientras esto
sucedía en el país del norte, en Colombia se iniciaba una discusión similar.
En 1921, se
promovió en el Congreso el Acto Legislativo No.1 mediante el cual se le daba la
autonomía a los departamentos para reglamentar lo concerniente al consumo de
bebidas alcohólicas con el fin de que se tomaran las medidas más convenientes
en favor de la salubridad y moralidad de los habitantes de los
territorios de su jurisdicción.
En
desarrollo de este Acto, se expidió una ley en 1923 que otorgaba facultades a
las Asambleas departamentales para que por medio de ordenanzas restringieran la
producción, venta y consumo de licores destilados y de bebidas fermentadas.
En tal
virtud y en acatamiento a las prescripciones de la referida ley, la Asamblea
del Norte de Santander tramitó y aprobó la ordenanza No. 53 de 1923,
permitiendo que la gobernación, en atención a lo expresado en esa ordenanza,
expidiera el decreto 175 de 1923 en el que se regulaba todo lo pertinente a las
bebidas alcohólicas en las provincias de su competencia.
Sin
embargo, el gobierno nacional, decidido a combatir el flagelo del alcoholismo
en ese mismo año, promovió una ley de lucha antialcohólica que finalmente fue
aprobada por el Congreso con el número 88 de 1923, pero que muchas de sus
disposiciones sólo entrarían en vigor a partir del 1 de junio de 1928, todo con
el objeto “de velar por la moralidad y la moralidad públicas, a fin de que las
buenas costumbres se mantengan siempre dentro de las normas de civilización y
cultura que deben exhibir los pueblos cristianos”, según rezaba uno de sus
considerandos.
El alcalde
municipal de Cúcuta, Jesús Omaña G., al amparo de esta norma y atendiendo el
clamor de sus habitantes, expidió la resolución correspondiente “en obsequio a
la moralidad y para finalizar los abusos cometidos en algunos establecimientos
públicos de la ciudad, donde se expenden licores destilados y bebidas
alcohólicas o fermentadas” y en uso de sus atribuciones legales resolvió
prohibir, en toda la jurisdicción municipal, el expendio de licores destilados
y bebidas alcohólicas o fermentadas, todos los días desde las seis (6) de la
tarde hasta las seis (6) de la mañana, los domingos y días de fiesta nacional o
religiosa y los de mercado especial o de ferias, decía el decreto en su artículo
primero.
Se prohibía
igualmente, en los mismos términos, el consumo en teatros, circos,
cinematógrafos, bailes públicos, galleras, casas de tolerancia o lenocinio,
calles y plazas.
A los
individuos que encontraran infringiendo esta norma en el primer caso expuesto,
decía el decreto que incurriría en una multa de $1 a $20 a favor del tesoro
municipal y que en caso de reincidencia, la multa será elevada al doble y se
cerrará el establecimiento donde ello ocurra, por el término de diez días, pero
si ocurría en teatros, circos y demás lugares antes mencionados, la multa sería
de $5 a $50 oro y en caso de reincidencia, además del doble de la multa, esta
podría ser convertible en arresto.
También se
prohibió la apertura de nuevos expendios al por menor siempre y cuando el
número de los existentes sobrepase o exceda de uno por cada mil
habitantes del municipio. En ese año, la población de Cúcuta era de unos 39 mil
habitantes, lo cual limitaba a un máximo de 39 establecimientos.
Para ello,
la alcaldía se propuso realizar un censo y según los datos existentes, el
número de “bebederos” se acercaba a esa cifra.
El decreto
instruía a la policía para que diariamente vigilara los establecimientos y
lugares incluidos e informar inmediatamente a la alcaldía, si hallaba alguno
que no cumpliera con las prohibiciones, con el fin de hacer efectivas las
multas y demás sanciones.
Además se
especificaba que si las multas no eran pagadas después de notificadas las
resoluciones definitivas, serían convertidas en arresto, tal como lo
especificaba la norma. A los corregidores y comisarios de policía, se les había
facultado para que velaran por el estricto cumplimiento de esta resolución en
los territorios de su jurisdicción y que debían reportar a la alcaldía las irregularidades
que encontraren para que se tomaran las providencias establecidas.
Era por lo
tanto su deber, inspeccionar los establecimientos y lugares de expendio de
licores y demás bebidas alcohólicas o fermentadas, siendo necesario además,
rendir un informe mensual sobre estas actividades.
Curiosamente,
aunque se supiera de la incidencia que tenían las empresas cerveceras en el
pago de impuestos a los entes territoriales de la época, todas las medidas de
este tenor exceptuaban las cervezas cuyo contenido alcohólico no excediera el
4% y que “tengan la calidad de extractos que correspondan a aquella proporción
de alcohol”.
Como estas
normas rigieron durante muchos años, era entendible que las cervezas
tradicionales producidas en el país, sólo tuvieran ese contenido alcohólico.
Esto para aclarar las inquietudes que surgieron tiempo después de por qué las
cervezas nacionales tenían ese porcentaje de alcohol, mientras que las del
vecino país eran más “fuertes”.
Recopilado por:
Gastón Bermúdez V.
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