Gerardo Raynaud
Promediando la mitad del siglo XX, las
autoridades civiles debían seguir las sugerencias de los párrocos, so
pena de excomunión o como mínimo, vaciada segura desde el púlpito en el sermón
dominical. Ante hechos considerados indecentes, los habitantes del barrio de la
Magdalena, solicitaron a los encargados de la moral del municipio, el
saneamiento de la zona que con el tiempo se había llenado de botiquines y de
casas de lenocinio.
Sin muchas preocupaciones y para ganar
indulgencias con el señor cura de la iglesia de San José, los secretarios del
despacho municipal, Ramón Cárdenas Silva y Sixto Tulio Reyes, expidieron las
normas que ordenaban el desalojo de las “mujeres de vida aireada”.
Sin embargo, estas medidas duraron poco y
tuvieron que ser anuladas por necesidad, toda vez que no les señalaron a las
pobres féminas, dónde debían irse a vivir, ni les facilitaron habitaciones y
peor aún, las situaron en ninguna parte y en esa ninguna parte chocaron por el
frente, por los lados y por detrás, con familias honestas o por alguna escuela
cercana.
Por estas circunstancias, botiquines y
casas non sanctas, se fueron apoderando de las cuadras cercanas al centro de la
ciudad, aprovechando el desgreño de la administración municipal en restablecer
la zona del mercado central, cuyo incendio se produjo algunos años atrás.
Las manzanas comprendidas entre las calles 12 y 14 con las avenidas 6 a
10a comenzaron a llenarse de bares, cantinas y ventas de licores, de mala
muerte, situación que exasperó, no solamente a los vecinos sino en general a
propios y extraños.
Recordemos que en esos alrededores, vivían
las más connotadas familias de la ciudad y no iban a tolerar que
semejante libertinaje pusiera en riesgo no solo su seguridad personal sino que
el lugar fuera degradándose al punto que el “bandidaje armado” hiciera de las
suyas, comprometiendo la corrupción de los menores y la aparición de vagos y
otros mal entretenidos, como llamaban entonces a los malandros de hoy.
En anteriores oportunidades habían
solicitado el establecimiento de una inspección de policía y en las pocas
ocasiones en que nombraron Inspector a cargo de esa oficina, se encontraron que
el funcionario no cumplía con sus funciones y se aprovechaba de su posición
para multar a mujeres y establecimientos que perturbaran el orden público y
decomisar armas, sin que ningún dinero entrara a las arcas de la alcaldía,
fuera de que se abusaba de todas formas con el pueblo indefenso, al decir de
los testimonios recogidos por los medios de la época.
Las presiones ejercidas por la iglesia y
los ciudadanos prestantes, que se sentían lesionados en su moral y sus buenas
costumbres, lograron convencer al alcalde para que expidiera un decreto que los
protegiera de las barbaridades que por esos lados se generaban, producto de la
actividad de esos establecimientos.
Fue así como el 15 de marzo de 1951 se
expidió un decreto firmado por el alcalde Manuel Jordán y sus
secretarios, y aprobado, como era entonces exigido por las normas legales, por
la gobernación algunos de cuyos considerandos y parte resolutiva, me
permitiré mostrar a continuación.
Los principales considerandos establecían
que “permanentemente se encuentran mujeres de vida aireada libando licores en
los establecimientos situados en las vías mencionadas ocasionando escándalos y
causando perjuicios a la moral de los ciudadanos. Que con frecuencia se
encuentran menores de edad en los citados establecimientos, violando el
artículo 215 de la Ordenanza 52 de 1935; que existen fuertes grupos de menores
de edad que se presentan fumando cigarro o cigarrillo, en muchas ocasiones
haciendo uso de palabras deshonestas y que es obligación de las autoridades
velar por la moral de los ciudadanos y con especialidad de los menores de
edad.”
Con esta introducción, se procede a
reglamentar el funcionamiento y control de los establecimientos en la zona
antes mencionada, y se fijan las sanciones correspondientes a las violaciones
que se incurran en su incumplimiento.
En el decreto se establecen dos
prohibiciones expresas: la primera proscribe el funcionamiento de cantinas,
bares, cafés y salones de billar donde se expendan licores y demás bebidas
embriagantes en los sectores establecidos entre las avenidas sexta y décima y
las calles 12 a 14. En el artículo tercero del presente decreto también dispone
de la expresa interdicción a los menores de edad (entonces menores de 21 años)
de permanecer dentro de los establecimientos antes citados. El menor infractor,
será conducido a la Cárcel Municipal, Sección de Menores y para su libertad,
los padres deberán pagar una multa de $5 en estampillas de timbre municipal.
Sin embargo, la multa podía ser convertida en trabajos en obras públicas, con
especialidad en aseo de calles, a razón de un día por cada $2.5.
A los menores que pillaran fumando cigarro
o cigarrillo o diciendo groserías se les aplicaba el mismo castigo con las
mismas condiciones. A los propietarios de los establecimientos ubicados en la
zona de entredicho, se les concedió un plazo de treinta días para deshacerse
del surtido de licores y bebidas embriagantes y si vencido el plazo se les
comprobaba la violación a la norma anterior, se les sancionaría con una multa
de $20 pagaderos en estampillas municipales, las que también podían ser
convertidas en arresto a razón de un día por cada $5.
También se prohibía la permanencia de
menores de edad, por la calles de la ciudad después de las ocho de noche; sólo
podían hacerlo en compañía de sus padres o alguno de sus familiares. La
sanción, a los padres, acarreaba una multa similar a las anteriores.
También se prohibía el empleo de niños y
niñas (se entienden menores de edad) en los establecimientos citados, so pena
de sanción con multa de $20 convertibles en arresto de un día por cada $5.
Finalmente, se establecía una sanción
con multa de $10 o de cárcel, a los ciudadanos que fueren sorprendidos diciendo
groserías o palabras deshonestas.
Como era de exigencia legal, dicho decreto
debía ser refrendado por el gobernador Luis Moncada Rojas, quien no tuvo
mayores inconvenientes en darle su aprobación.
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