Jhon
Jairo Jácome Ramírez
Jennifer tiene 29
años, pero desde los 16 se ha dedicado a la prostitución. Es venezolana, de
Maracay (Estado Aragua), y desde
hace 20 días trabaja en Cúcuta, a donde llegó, como muchas otras prostitutas,
buscando mejorar sus ingresos. Sus curvas pronunciadas, su voluptuosidad y su
largo pelo negro que llega hasta la cintura, le han valido para cotizarse entre
los clientes cucuteños que a diario frecuentan bares y prostíbulos.
La primera vez que
llegó a esta ciudad a ofrecer su cuerpo fue hace dos años, en el 2015. Llegó por referencias de una amiga suya
que ya había probado suerte en territorio colombiano.
Estuvo una temporada y
con el dinero que recogió le fue suficiente para regresar a Venezuela y pagar
el mantenimiento de las dos casas por las que responde económicamente: la de su
mamá, que vive con su hermana de 23 años, y la suya, donde viven su expareja,
su hijo de 11 años y un sobrino.
La responsabilidad de
ver por tantas personas le ha impuesto desde muy joven una carga que la llevó a
buscar ganar mucho más que un sueldo mínimo.
“Mi mamá sabe lo que hago y por lo mismo es muy
materialista. Mi mayor satisfacción
es poderle dar a mi hijo sus gustos, vestirlo de marca”, asegura.
La primera vez que se
prostituyó en Maracay lo hizo durante 5 años. Lo que pudo ahorrar en ese tiempo
le sirvió para montar un negocio de comidas rápidas que durante 4 años le dio
para mantenerse y la alejó de la prostitución.
Sin embargo, cuenta
que cuando empezó la crisis alimentaria en Venezuela se vio obligada a cerrar
su negocio, y decidió volver a su trabajo anterior. “La única manera de vivir
bien en Venezuela es con un malandro o con alguien del gobierno, con quien, al
final, uno termina corriendo el mismo riesgo que corro ahora”, manifiesta.
Jennifer se mueve
entre Venezuela, Colombia y Panamá, donde ha pasado largas temporadas de hasta
8 meses trabajando como prostituta y ganando en dólares. “Allá me va súper bien, y es el sitio en el
que más me gusta estar, no solo por la paga sino también por el ambiente de la
ciudad”.
A Cúcuta llegó
solamente con su pasaporte, y desde el primer día fue recibida en un reconocido
burdel en las inmediaciones de la terminal de transportes. Allí los únicos
papeles que le pidieron fueron los de los exámenes de VIH y demás enfermedades
de transmisión sexual, así como el frotis vaginal, que debe renovar
mensualmente.
Jennifer confirma que Cúcuta está llena de mujeres
venezolanas que han llegado a dedicarse a la prostitución, al punto de que realmente han desplazado a
las locales. “Muchas prostitutas cucuteñas han tenido que moverse a otras
ciudades colombianas, pues aquí hay muchas venezolanas y lo que puedo decir es
que en muchos casos los hombres nos prefieren porque somos un poco más
queridas. El sitio donde trabajo es un ejemplo de ello, pues solo hay 5
colombianas y el resto somos de Venezuela”.
Su relación con las
colombianas no es la mejor, pues la rivalidad entre unas y otras es evidente,
incluso hasta en los servicios que ofrecen. Según cuenta, hay cosas que piden
los clientes, como sexo anal, que para las colombianas son normales y para
ellas no. “Hemos tenido reuniones con el dueño del sitio para tratar de
unificar la oferta de servicios y que no resultemos perjudicadas”.
Por el rato cobra entre 35 mil y 40 mil pesos, de
los cuales 7 mil van para el pago de la habitación del propietario del
lugar.
En un buen día de
trabajo en el burdel de la terminal, donde ingresa a las 9 a.m. y sale a las 5
p.m., Jennifer atiende a 15 clientes, lo que le deja unos 500 mil pesos libres.
Los días de pocos clientes, sale de allí y se va a Punto Azul, en El Salado,
una zona de transportadores a la que llegan muchas mujeres a ofrecer sus
servicios.
Jennifer paga 20 mil
pesos por noche en un hotel en La Paradita, donde comparte habitación con una
amiga de Venezuela que llegó con ella a probar suerte por primera vez. “Aunque
ella está agradecida conmigo por haberla traído, pues está ganando bien,
siempre le digo que no la traje a nada bueno.
Esta vida no es fácil
aunque muchos crean que sí lo es, yo no soy feliz en esto, pero no hay otra
cosa a la que pudiera dedicarme ganándome lo que me gano ahora. Lo que hoy me hago en tres o cuatro días, me
lo pagarían en todo un mes en otro trabajo”.
Paradójicamente, a
pesar de tener una vida sexual muy activa, confiesa que no disfruta cada encuentro
y duda de que alguna vez vuelva a sentir placer al estar con un hombre.
Su mayor aliciente es su hijo, quien vino de visita
a Ureña durante la Semana Santa; allí estuvo con
él compartiendo y un día lo trajo a Cúcuta a pasear. Y aunque él desconoce su
realidad, ella es consciente de que por él, cualquier sacrificio vale la pena.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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