Mónica
Melgarejo
Es
evidente la nostalgia que le traen los recuerdos de una época dorada en la que
el ballet era básicamente su modo de vida, con todo el esplendor que
traía cada baile con su elegancia y puesta en escena.
No
recuerda el número de veces que se presentó en diferentes teatros, pero sí de
algunas de las anécdotas que surgieron alrededor; por ejemplo, quienes subían al camerino para
felicitarla por su actuación terminaban sorprendidos con su baja estatura.
Fue
conocida como ‘brazos lindos’ por la delicadeza y la estética de sus
movimientos; además, la flexibilidad para sostener la elevación de sus piernas
despertaba la envidia y admiración de sus compañeras.
Ahora, a sus 68 años, Margarita Acevedo, quien fuera
considerada una de las bailarinas más talentosas de su época, hace una breve
pausa en el trajín diario para contar la otra parte de su historia, aquella
que la llevó a colgar las zapatillas en su armario.
En medio
de lágrimas reconoce que a pesar de sus quebrantos de salud, la pasión por el
ballet sigue tan vigente como cuando se presentó por primera vez en el Teatro
Colón, en Bogotá, a sus doce años.
Las
dolencias no han sido excusa para seguir formando nuevas generaciones en lo que
considera un arte clásico; por eso, cada día espera despertar con menos dolor
del que provoca la descalcificación de sus huesos.
Recuerda sus mejores años, entre
zapatillas, lindos trajes y movimientos suaves, para
dar los primeros pasos de la mañana sonriéndole a la vida, a sus tres hijos,
Adriana, Catalina y José Guillermo, y a su tres nietos, Manuela, Luis Fernando
y Pedro Miguel.
De ahí
en adelante todo se recompone; a pesar del dolor, baja al primer piso de su
casa, donde funciona la academia de ballet, para supervisar las clases,
corregir posturas y enseñar aún los pasos que la hicieron ‘volar’ entre los
escenarios.
En
entrevista con La Ó habla del difícil proceso de su enfermedad, de las cirugías
que ha tenido que enfrentar y de cómo el ballet la mantiene con energía y buen
humor.
Cómo
termina consagrando su vida a un arte como el ballet?
Mi
madre, Ana Francisca, era pianista y una artista 100% que siempre tuvo un
particular gusto por el ballet. Yo llegué por Josefina Hernández, mi primera maestra;
de ahí, empezó toda esta bonita historia que me llevó a conocer profesores muy
talentosos que perfeccionaron mi técnica de baile.
¿Qué
recuerda de su primera gran presentación?
Fue
impresionante porque era la primera vez que me presentaba en el Teatro Colón,
en Bogotá, y fue una sensación indescriptible.
Bailé
‘Las sílfides’ y era un sueño cumplido porque ese teatro tiene una tradición de
músicos, arte y ballet.
¿Cómo
termina usted involucrada en la enseñanza del ballet?
Mi madre
montó la primera academia que se llamó Bemar en una de las casas que
heredó de su familia; adaptó el piso con madera de cedro y la cámara de aire
que se necesita para amortiguar los saltos de los bailarines.
En esa
época, la enseñanza inició con Luis Sánchez Torres, quien también fue mi
profesor; yo empecé a enseñar a las niñas de mi edad. Después estuve dando
clases entre San Cristóbal (Venezuela), Cúcuta y Pamplona.
Con su
talento y tantas oportunidades, ¿por qué decidió quedarse en Cúcuta?
Me
enamoré de un hombre maravilloso y un gran escritor, Guillermo Maldonado. Me
casé, tuve mis tres hijos y me quedé con la enseñanza del ballet; con el tiempo
me separé, pero esa es otra historia.
¿Se
volvió a enamorar?
No. Para
mí, mi marido fue solo mi marido a quien le tengo un gran respeto, cariño y
admiración, pero no hubo otro hombre.
Aunque,
a estas alturas, él aún sigue pendiente de mí.
Y si la
vida les da una segunda oportunidad, ¿cree que volvería con él?
(Risas)
De pronto la vida nos vuelve a unir, tocaría preguntarle a él, pero es una
persona a la que quiero mucho.
¿Quién
la ha acompañado en todos estos años?
(Risas)
Mis hijos, mis nietos y mis cinco gatos que se llaman Manolo, Salomón,
Francisco José, Lupita y Roberto.
¿Siempre
tuvo un gusto particular por los gatos?
Realmente
fue después de la muerte de mi hermano que creció ese apego por los animales.
Me estaba acostumbrando a esa ausencia cuando llegó una gatica embarazada, al
tener los gatos, al primero que nació lo bauticé como mi hermano, Manuel Acevedo,
y realmente fue una catarsis para tanto dolor. Claro que le decimos Manolo.
Continuando
con su vida en el ballet, ¿cuántas generaciones se han formado con usted?
No
recuerdo, pero han sido muchas jóvenes las que han pasado por esta academia; a
veces me encuentro con ellas, algunas ya son abuelas, y me saludan. Me toca
preguntarles quiénes son porque no tengo memoria para tantos nombres.
¿En qué
momento su salud empieza a deteriorarse o a impedir continuar con sus clases de
ballet?
Hace dos
años empecé a sentir molestias, la cadera me dolía mucho y tuvieron que hacer
un trasplante; lo que sucede es que siempre he tenido un problema degenerativo
en los huesos por falta de calcio y nunca le preste atención. Ahora estoy a la
espera de otra cirugía para reconstruir los huesos finales de la columna que
están desgastados.
¿Pensó
en dejar el ballet?
(Risas)
Hubo un momento en el que me enamoré de las manualidades porque creaba vestidos
iguales para las muñecas y las niñas. Eso fue un éxito rotundo y me fue muy
bien.
¿Cómo le
gustaría que la recuerden?
Como una
mujer de buen humor, que le gustaba reír y que amaba el ballet.
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