Las Semanas Santas de Cúcuta me encantaban. Estoy
hablando de los años 60 del siglo XX...
No había colegio por un buen tiempo y eso era ya
ganancia, pero lo que más me gustaba era la costumbre de mi papá de ir al Salón
Blanco y llegar con una caja de la cual podía adivinar su contenido por el aroma.
Para que durara más, mamá la guardaba en un
compartimento de su escaparate (no se usaban los closets actuales) donde la
escondía detrás de sus vestidos y abrigos de tierra fría.
Sin embargo yo me las ingeniaba para abrir la puerta y
escondido entre la ropa me daba mis festines con las almendras, chocolates,
turrones, masmellows, galletas y demás golosinas, por lo cual el contenido de
la caja iba disminuyendo más rápidamente de lo calculado.
Además en la nevera, convenientemente refrigerados
estaban el jamón ahumado y la mortadela traídos de Pamplona, enfrentándome a
tan temprana edad a las tentaciones de la carne en esos días de ayuno y
abstinencia. Debo confesar que caí en la tentación en varias ocasiones, pecado
que intentaba redimir visitando en la iglesia de los Carmelitas al Santísimo
expuesto y después de hacer una larga
fila de otros relapsos arrepentidos besar los pies de un Crucifijo, entre el
ruido de matracas que remplazaban las campanas.
El Jueves Santo, Mamá, excelente cocinera, se lucía
con los siete potajes que cerraba con una exquisita conserva preparada con
higos, toronja y cabello de ángel en melado de panela y en la noche llegaba el momento más temido: la
visita nocturna a los Monumentos, pero a los de verdad, a los que hacían en las
iglesias adornados con tela morada y vigilados por unos extraños seres vestidos
todos con túnicas púrpura, sandalias y ocultas sus caras con una especie de
cono morado con una enorme punta y solamente dos orificios que mostraban unos
ojos con mirada severa.
Mamá me explicaba que esos eran los penitentes y que
ofrecían ese sacrificio para compensar sus pecados.
Yo pensaba que clase de pecados tan arrechos tendrían
esos señores para aguantarse el calor con toda esa parafernalia y por si acaso
guardaba buena distancia, no fueran a usar ese grueso cinturón que llevaban
bien apretado contra mi papá, si se enteraban de sus visitas a la Logia Sol de
Santander.
El día que menos me gustaba era el Viernes Santo
porque era el día que mataban a Cristo, el primer iluso en predicar la paz y la
igualdad entre los hombres; las iglesias estaban tristes, las mujeres de negro
y los hombres con mirada adusta.
La costumbre era visitar la casa de La Nona, donde nos
encontrábamos con mis tíos Granados.
Papá se sentía obligado a contestar los kilométricos
discursos de mis tíos, después de terminar algunas botellas de vino Chianty
compradas en la tienda del Teniente en Ureña o en ocasiones una botella de
Brandy Hennessey, que el viejo tenía prohibido porque lo ´destochaba´.
Después de horas de discursos y amagos de pelea era el momento de regresar a la casa, parando
un momento en la Iglesia a rezar ante el Santo Sepulcro y nuevamente enfrentar
los penitentes o nazarenos como es su nombre elegante que custodiaban la imagen de Cristo.
Y sí, los de San Luis eran los más bravos, de pronto
tenían las faltas más graves, así que solicito el favor me consigan un cupo en
dicha Cofradía, a ver si me alivio de algunos pecaditos el próximo año. Porque
ya va siendo hora de hacerlo…
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