Eduardo
Yáñez Canal (Imágenes)
El campeón Carlos Arturo Ruedas C.
El cura lo había dicho el domingo, en la misa
de once: el cambio era ley rotunda en la naturaleza. “Vieran -dijo con verbo
encendido- a los renacuajos como se convierten en sapos. O que tal los gusanos-
preguntó socarronamente: - ¿les gusta comerlos? Pues deberíamos alabarlos al
ver cómo se convierten en bellas mariposas”.
Era la salida: estar dispuesto a cambiar.
Sobre todo, dejar el sapo a un lado y convertirse finalmente en un príncipe.
Soy Manuel Contreras, tengo 16 años y un
mundo por delante. Empecé desde que tenía uso de razón y quise destacarme. Como
no lo hacía en las materias clásicas, me introduje en el deporte.
Primero fue el atletismo, lo hice en
velocidad y me ufanaba de los 13 segundos en 100 metros planos. Hasta que
apareció Gabriel –el número uno en matemáticas, física, química, sociales,
literatura y artes marciales- y me dejó viendo un chispero (como 20 metros me
sacó el vergajo mientras yo luchaba con Franco Trujillo para ganar el segundo
puesto por una nariz).
Me acordé del cura de la misa de once y
decidí cambiar para los 1.500 metros planos. Tenía 5” 18 como mejor marca y me
consideraba ganador. Pero vinieron los Intercolegiados y el Gabriel - cuando no! – se matriculó en el último
momento.
“Para completar el cupo por colegio” -dijo el
prefecto de disciplina, a manera de disculpa que yo no le había pedido.
En el General Santander, lleno hasta las
cachas, me sentí ganador pues en la segunda vuelta tomé la delantera. Vana
ilusión, ya que faltando 200 metros sentí en la nuca el suspiro ligero del
Gabriel chupando toda mi energía.
En los finales 50 metros consideró prudente
alejarse –tan educado el hijueputa- y ganó con las manos en alto sonriendo a los
fotógrafos de La Opinión, el diario local.
Yo terminé con los brazos en jarra, y me
negué a dar declaraciones a un periodista impertinente
que quería saber qué me había pasado.
Pasé entonces a la natación cuando el
profesor Faustino Rosero invitó a las albercas. Solo Enrique Arévalo y yo nos
inscribimos, así que supuse que en los 100 metros estilo libre o crawl sería el
ganador porque el otro nadador prefería la marihuana.
Pero, otra vez, el destino me hizo la jugada.
Mi competidor se enfermó de churrias y no hubo competencia pues de 10° y 11°
grado yo estaba solo. No había nada qué hacer, debía buscar otro deporte.
Salté entonces al ciclismo. Mejor dicho, lo
intenté en sueños. Fito Cuéllar, un vecino, vendía su bicicleta a precios
módicos. Le pedí plazo para reunir el billete. Fue entonces que empecé a soñar.
Efectivamente, cuando caminaba hacia el
colegio o volvía a casa me imaginaba que superaba fácilmente a quienes pasaban
en sus bicicletas. La mía, marca Monark, era la mejor y con seguridad yo sería
el número uno.
Todos en mi casa me animaban a comprarle la
bici al Fito. Pero en esas me la pasaba: soñando y cuando me iba a acostar
repetía mi sprint:
“Parado sobre su caballito de acero Manú
Contreras deja atrás a sus rivales y corona el premio de montaña de primera
categoría…póngale vida, póngale abono, póngale Vitabono, un producto más de
Sulfácidos S.A…”. Mejor dicho, Chicho, yo era el ciclista que le daría a
Colombia sus mejores triunfos en el Tour de France superando lo hecho por
Parra, Herrera, Nairo y Rigoberto.
Pero una noche no sé qué pasó, ¿comida trasnochada
o los fríjoles del almuerzo? Lo cierto fue que me acosté luego de hacer las
tareas del colegio. Y empecé a verme con mi pinta de ciclista, casco
aerodinámico, camiseta de lycra y zapatillas que con el mejor agarre.
Pero, de pronto, sentí una energía inusitada
cuando se insinuó la montaña. Ahí fue que empecé a subir y dejar atrás a mis rivales.
Fue tanta la emoción-los envidiosos lo llaman doping- que no tuve límite y mi mente
acostumbrada al dolor dio paso a una placidez sin tropiezos.
Me sentía volar y que pedalear con más fuerza
y velocidad era la felicidad total. Fue aquí cuando la mente falló pues crucé
primero la meta en las alturas pero no pude detenerme y me devolví a seguir
pedaleando cuesta abajo.
Los aficionados me miraban desconcertados cuando
pasaba gritando, con los brazos levantados gritando:
¡Soy el campeón, el número uno, el mejor!
Entonces me desperté, empapado en sudor. Eran
las tres de la mañana y no entendía qué había pasado. Me levanté a la cocina y
tomé un jugo de mora que encontré en la nevera. Pero no podía esperar más.
Tan pronto desayuné café con pan francés
entré a mi cuarto. Saqué el chancho de metal y conté una a una las monedas.
Luego, con mi paquete, fui a la casa de Fito antes de irme a clases.
Toqué el timbre de su puerta y ante la demora
injustificada volví a tocar.
-¿Quién carajo es el del afán ? ¡¡Suéltelo que
no da leche!! - replicó la voz de Emilio, el padre de mi amigo.
-Manuel Contreras, don Emilio. ¿Está Fito?
Se oyó un murmullo agrio, pasos lentos que se
dirigían al fondo de la casa y, luego, los zapatos con tacones que identificaban
a un estudiante se acercaron. Era Fito.
-¿Qué hubo Manú? ¿Por qué la madrugada? – me
dijo, al aparecer en la puerta con un pan en la boca.
-Perdón Fito, pero tenía que hablarle. Tengo
aquí la plata para la bicicleta.
Fito siguió comiendo su pan. Luego, imperturbable,
me espetó:
-¡No joda! Se le adelantaron chino. Ayer vino
Gabriel y se llevó la cicla. Como usted no volvió a decir nada…
No le oí la última frase. Sentí que todo se
hundía y volví a mi casa sabiendo que todo estaba perdido.
Había entendido el significado de mi sueño.
Otra vez, Gabriel me había vencido y yo ya no sería campeón ni una mierda.
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