Jorge
Andrés Ríos Tangua
Durante la noche se dan más de siete
recorridos entre las tumbas.
Los vigías nocturnos de los miles de
restos mortales que descansan en el Cementerio Central de Cúcuta, llevan un arma, un silbato y una
gata, 'Pacha', que siempre los acompaña, tal como lo hacía 'Barbas', el perro
que fue atropellado hace un par de años por un carro que lo envió literalmente
a la tumba.
La dotación para cuidar este
emblemático lugar no incluye escapularios, rosarios, camándulas, agua bendita,
ni medallitas de
una de las tantas vírgenes que se venden en el mercado religioso.
Ellos, Ricardo Ávila y Alejandrino Jiménez, todas
las noches, sin falta, caminan entre los cientos de panteones que forman
pequeñas calles, como si se tratara de una ciudad olvidada.
Lo hacen a
oscuras, sin prender las luces, iluminados por la luna –cuando hay–, pero eso
sí, siempre van juntos, porque no falta el que quiere entrar, ya sea a robarse
las lápidas, dejar entierros de brujería o hacer cualquier cosa, por ejemplo,
fumarse un ‘bareto’.
Cuando
esto sucede, la oscuridad es su mayor ventaja, porque nadie conoce el
cementerio mejor que ellos, sus callejuelas, los posibles escondites y la forma
de recortar camino para llegar de un punto a otro, es fundamental en un lugar
tan grande.
'Pacha' es
la gata que acompaña a los vigilantes del cementerio.
La
extensión del Cementerio Central no es clara, con el tiempo –desde su creación
en 1890– se han añadido terrenos, por lo que no se sabe cuánto mide y mucho
menos cuántas ‘almas residen’, pero un recorrido detallado puede durar cerca de
50 minutos y desde el aire se calcula un espacio superior a una hectárea.
Los dos
–Ávila y Jiménez– tienen algo claro, a los muertos no hay que tenerles miedo,
pero a los vivos sí. Por eso, ante cualquier situación siempre llaman a la
Policía y de vez en cuando hacen un par de disparos al aire para correr a
quienes llegan a perturbar el sueño eterno de los que ya están descansando.
En el caso
de los entierros de brujería –muñecos o ataduras que dejan sobre o frente a las
tumbas– la solución es quemarlos y nunca tocarlos, porque brujas y brujería,
“de que las hay, las hay”.
Con el
paso del tiempo, el temor a la oscuridad y a los ruidos va desapareciendo.
Jiménez, por ejemplo, que lleva 22 de sus 50 años durmiendo con los muertos,
seis de las siete noches de la semana, ya no mira para atrás cuando
camina, como sí lo hacía cuando empezó en este oficio, temeroso de que algo o
alguien lo vigilaba.
Entre los
maullidos tenebrosos que producen los gatos y las gatas cuando se enfrascan en
luchas sexuales, el sonido de las hojas de los árboles de mamón que cantan al
ritmo de los fuertes vientos y las cucarachas que salen una a una y se mueven
como “Pedro por su casa” entre las tumbas, Ávila recordó que solo una vez
sintió miedo.
Dos personas
cuidan todas las noches el Cementerio Central de Cúcuta. Ellos se turnan
para descansar una noche por semana.
“Estábamos
en uno de los recorridos, pasamos por aquí (el anfiteatro) y nos encendieron la
luz. La apagamos, seguimos caminado y cuando pasamos otra vez, la luz se volvió
a prender. Ahí nos miramos y dejamos eso así, seguimos caminado”, contó este
hombre que cumple su segunda etapa como vigilante nocturno, la primera duró 10
años, ahora lleva tres.
Esa era la
época de los ‘paracos’ –haciendo referencia a los muertos que llegaban al
anfiteatro del cementerio producto de las masacres que se dieron en Norte de
Santander entre 1999 y 2005– confirmó Jiménez, que confiesa ser devoto de las
ánimas benditas del purgatorio.
Aparte de
este incidente, el resto de sustos han llegado por cuenta de los humanos, de
los vivos, los mismos que caminan después de media noche frente al cementerio,
con malas fachas y que a simple vista dan miedo.
Una noche,
mientras comían, un vehículo pasó y les disparó, justo frente a la puerta que
los protegió.
“Este es
un trabajo duro, que nadie quiere hacer, pero así es la necesidad”, expresó
Ávila, a sus 47 años de vida.
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