lunes, 25 de febrero de 2019

1453.- LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA



Leopoldo J. Vera Cristo

Cada vez que voy a Cúcuta compruebo que no hay experiencia más agradable que visitarla. Usted puede ausentarse el tiempo que desee, pero al regresar, las primeras brisas cálidas que lo reciben en el “Camilo Daza” le hacen tener  la sensación de que nunca ha salido de la ciudad.

Mil veces he repasado con veneración el camino que por años recorrí ida y vuelta  entre mi casa y el colegio, conversando con los árboles que  aún quedan frente a las casas del pasado que hoy se pintan de avisos  contaminantes. Me los sé de memoria porque fueron mis amigos y traen el olor de una juventud con edición limitada.

Bajando desde la avenida sexta por la calle catorce hasta la segunda, caminábamos derecho hasta la calle novena y  luego hacia el oriente para llegar por la cero a La Salle. En el camino la Gobernación, la casa de los Yáñez Carvajal, la de los Forero, la esquina de los Quintana frente a los Benítez, la casona de los Peñaranda, la casa de los Casanova, todas parte de mi historia.

De vuelta había que pasar por el Colegio Santo Angel con la esperanza de un tímido saludito femenino desde sus ventanas, que entre otras era lo máximo que obteníamos. Alcanzábamos la avenida quinta en el Parque Santander, subíamos por El Ley hasta la Sexta y antes de llegar a casa pasábamos por el almacén de los Blanco, donde doña Aurita nos consentía. Decía Kiko Blanco que él no tenía la culpa de haber nacido frente a las oficinas de cerveza Aguila.
  
Castigada por la indiferencia de los dirigentes y la pasividad de quienes crecieron sin conocer su historia, mi Cúcuta sigue rebozante de cucuteños afectuosos, nobles y calurosos como el clima en que viven. Un pueblo generoso que recibe y consuela a quienes huyen de la tragedia transfronteriza.

El cucuteño es tímido y sencillo con el consecuente entorpecimiento de sus canales de comunicación, proyectando así una imagen equivocada. Pasamos por ser malgeniados, de “malas pulgas” y hasta poco sociables. La imagen que proyectamos ha sido distorsionada, pero la docilidad y la entrega cuando brindamos amistad, nadie nos las puede quitar.

En la época de la bonanza recibimos compatriotas de todas las latitudes; muchos acogidos hospitalariamente continuaron viviendo entre nosotros, otros se fueron agradecidos después de haber hecho fortuna y, por último, muchos se fueron sin tener tiempo ni voluntad para pagar los arriendos que debían. A nosotros nos quedó el problema de la mala situación, y claro está, una imagen desdibujada.

Recientemente nos invadieron pasivamente los hermanos venezolanos; algunos dicen que no fueron precisamente los de mostrar y que en nada ayudarán a una posible recuperación. Curioso, hoy está de moda en los medios decir que estamos  pagando el favor que nos hicieron hace tiempo al recibirnos en momentos de violencia y hambruna colombiana.

La verdad es que fuimos a trabajar, unos  como profesionales, otros como simples obreros y otros muchos como domésticos; entre otras porque había que tener visa para pasar más allá de San Cristobal.  Pero Jamás vivimos esa espantosa situación actual venezolana y antes bien recibimos siempre a los refugiados de las varias dictaduras vecinas del siglo XX.

Ese es el problema de no conocer nuestra historia y no sentir nuestro terruño. Pero un pueblo generoso no repara en esas pequeñeces históricas y recibe con los brazos abiertos a quienes torturan al otro lado de una frontera donde solo un río separa a hermanos con idéntico origen.

En el último medio siglo hemos pasado siempre por ser una ciudad comercial que amanecía preguntando por el precio del bolívar y anochecía soñando con la devaluación del peso. La verdad es que por la “buena situación”, ni siquiera nos preocupamos por exigirles a quienes venían a vender sus productos la localización de sus fábricas en nuestra ciudad para garantizar en el futuro un renglón distinto de subsistencia.

Lo cierto es que la “bonanza” no permitió que hubiera un verdadero sentido de comunidad; ese sentido que permite programar organizadamente el futuro con base en el anhelo de un mañana mejor para las generaciones venideras. El manejo de la cosa pública no le importaba a una gran mayoría de la población que contribuía económicamente con la misma cantidad para apoyar dos y hasta tres ideologías completamente diferentes.

Así se obtuvo una clase política consecuente con la pasividad contemplativa. La dirigencia se llenó de forasteros que venían por lo suyo y se iban con lo suyo, hasta el punto de escuchar que la ciudad está ahora férreamente manejada por alguien que no es cucuteño y ni siquiera vive en ella.

Las comunidades religiosas que formaron tantas generaciones en el respeto por la Ley y en el temor a Dios, hoy tienen que rogar para que les permitan seguir cumpliendo su misión. El Conservatorio  que formó varias generaciones musicales, desapareció ante la indiferencia ciudadana. Los muy valiosos grupos que luchan por cambiar la conciencia comunal, son vistos con indiferencia y abandono.

Las nuevas generaciones ignoran la historia de su patria chica y no pueden imaginar que hubo un pasado de grandeza forjado a punta de coraje, civismo y honestidad; por el contrario, asumen que la situación que les tocó vivir es una prolongación de un pasado del cual no son culpables.
   
Se nos fue la tranquilidad y se nos escapó de las manos el manejo de lo nuestro en este pedacito de patria que arrogantemente consideramos exclusivo. Hoy la violencia penetró hondo en nuestros hogares, recordándonos que aún somos parte de Colombia y que compartimos sus pesares con mayor indefensión que los demás.

Pero los sucesos no vienen solos. Hace 470 años Etienne de la Boetie, decía en su discurso sobre la servidumbre voluntaria:

“…Cómo puede tener tantas manos para golpearlo a usted, si no es usted quien ha dejado que utilice las suyas?...

…Cómo puede disponer de un tal poder sobre usted si no es usted mismo quien se lo ha otorgado?...

…Qué cuentas podría finalmente ajustarle, si resulta que usted es encubridor del ladrón, que lo roba, cómplice del asesino que lo mata y traidor que se traiciona a sí mismo?...”

Los que no tenemos ni el poder ni la fuerza, solo disponemos de un arma: la educación. Cambiar la imagen que proyectamos solo se logra enseñando a quienes se están formando que la Ley no se negocia, que tienen una historia de la cual enorgullecerse y que están obligados a defenderla y a continuarla.

No hay forma de querer lo propio si no se conoce. Tal vez así logremos además una clase dirigente que no sea inferior a su pueblo.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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