Gustavo Gómez Ardila
(La Opinión)
Banda
Departamental en un parque realizaba sus conciertos públicos.
Se acabaron las retretas. Envejecieron los músicos, las trompetas se llenaron de telarañas, el trombón sucumbió ante la invasión de cucarachas, y las partituras yacen olvidadas en cualquier caja de cartón, esperando su turno para ser lanzadas a la caneca de las basuras.
Se acabaron las retretas. Llegaban los músicos a la plaza central,
sacaban sus instrumentos, les daban una manita de trapo para limpiarles el
polvo, las cagarrutas de arácnidos y el abandono de ocho días. Sacaban
del bolsillo la boquilla y empezaban a soplar, primero con desgano, probando,
probando, y luego con más fuerza, hasta comprobar que tanto pulmones como el
instrumento estaban en buen estado y en perfecto funcionamiento.
Eran las siete de la noche. Con el llamado del bombo, a esa hora comenzaban
a llegar las gentes: marido y mujer, abuela y abuelo, hijos, nietos y sobrinos,
mujeres separadas, maridos arrejuntados y muchachas casamenteras, echando
ojo a ver dónde y con quién veían a su enamorado, que, entre otras cosas, no
podía acercarse al grupo de su novia, por razones obvias.
Se acabaron las retretas. El siguiente paso era tomarse de la mano las
parejas y comenzar a dar vueltas alrededor de la plaza o del parque, donde ya
los había. En ese preciso instante arrancaba la música. Por calles y avenidas y
aires y tierreros, se regaban las Brisas del Pamplonita, canción con la cual
comenzaba y terminaba la sesión público-musical de los sábados por la noche.
Los músicos no descansaban. Terminaba una pieza y comenzaba la otra.
Después de cada set de cinco canciones, se tomaban un respiro para jartarse un
aguardiente, de la botella que algún borrachito les pasaba con disimulo, darles
un descanso a los pulmones y a los instrumentos.
La retreta duraba dos horas. Pero se acabaron las retretas. La televisión,
la inseguridad y la tacañez de los alcaldes para asuntos de la cultura,
acabaron con la costumbre de salir la familia a disfrutar semanalmente de
bambucos, pasillos, pasodobles y porros, bien tocados y bien caminados.
Familia que salía unida a caminar, prendidos de la mano, mientras se
regodeaban con la música de los chupacobres, como llamaban los mamadores
de gallo a los músicos, era familia que permanecía unida, al estilo de la
receta de los curas: Familia que reza unida, permanece unida.
Por eso es que algunos dicen que todo tiempo pasado fue mejor. Por eso y
por muchas otras costumbres que también sucumbieron ante el paso de la
modernidad.
Me he acordado de las retretas, ahora cuando veo a algunos músicos
venezolanos, en los parques y en las puertas de los edificios públicos, echando
al aire algunos sones para recoger algunas monedas.
He visto al del saxofón, cuyas sabrosas melodías atraen público. En otra
esquina, el del clarinete, y más allá, un acordeonero tocando las viejas
melodías de Francisco El Hombre. Tocan por separado, sin conocerse, pero si se
juntaran harían un buen conjunto y hasta podrían organizar de nuevo las
retretas, que tanta falta nos hacen.
Se acabaron las retretas. Tal vez sólo nos quedan dos o tres papayeras que
hacen bulla en bazares y procesiones de barrio o en cumpleaños de alguna
empresa o de algún gerente al que le gustan las costumbres viejas.
Necesitaríamos algún milagro para que, de pronto, algún alcalde les dé
vida, de nuevo, a las retretas. De pronto se nos aparece la Virgen. La fe mueve
montañas, dicen que dice la Biblia.
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