Gerardo Raynaud (La
Opinión)
Si consideramos infortunada la situación de la frontera después del cierre
del 21 de agosto de 2015, no menos nefasta sino más, fue la sucedida 1903, no
solamente por efecto de las decisiones políticas de los gobiernos de turno,
sino como consecuencia de las guerras civiles, que como todas las guerras sólo
perdedores dejan, y en ese entonces con el ingrediente adicional del movimiento
separatista que se gestó en el departamento de Panamá, con el trágico saldo que
todos conocemos, para los intereses del país. En esta ocasión, fueron
damnificados los pobladores y empresas de la ciudad, que tras sufrir el
descalabro que produjo el desastroso cerco, apenas comenzaban a reponerse y la
ciudad a reconstruirse lentamente.
Antes de la Guerra de los Mil Días, el entonces departamento de Santander,
que comprendía el Sur y el Norte, se había convertido en el principal fortín
político del partido liberal, a la sazón en la oposición. Su ubicación
geográfica, limítrofe con Venezuela, le concedía desplegar una gran
actividad comercial, pero también desarrollar otras que permitían liderar
movimientos insurgentes que supieron aprovechar para apertrecharse comprando
armas en el exterior que eran introducidas al territorio nacional por la
frontera con Venezuela.
A mediados de 1899 no dieron resultado los acuerdos entre partidos y la
guerra comenzó oficialmente el 17 de octubre. Aunque el levantamiento fue de
carácter nacional, las operaciones bélicas se centraron principalmente en
Santander. También de manera oficial, se terminó el 21 de noviembre de 1902 con
la firma del tratado de Wisconsin, llamado así por el acorazado gringo
fondeado en Panamá, a bordo del cual lo firmaron los representantes de
las partes. La tan anhelada paz se firmó después de unas agotadoras reuniones,
en las que se concluyó que ninguno de los dos bandos podía asegurar el triunfo
y con una economía en ruinas que no conduciría a nada.
Cúcuta, en ese tiempo capital de la Provincia del mismo nombre, había
tenido una época de bonanza finalizando el siglo XIX, que se vio reflejada en
las cifras que se muestran a continuación. Las haciendas del valle de Cúcuta
que cebaban entre 14 y 16 mil reses anuales, por valores cercanos al
millón de dólares (la cotización era de $2.16 aprox.) ahora están en su mayor
parte abandonadas y “no alcanzan a producir para sostenerlas” era la
apreciación que se leía en las noticias periódicas.
La aduana de Cúcuta, una de las más activas del país, llegó a producir en
promedio, 60 mil dólares mensuales y desde hacía tres años estaba clausurada y
su riqueza había sido desviada, en parte, hacia las aduanas de Venezuela.
El ferrocarril, que tuvo un producido bruto, antes de la guerra, de $1.945.676
plata (unos 900 mil dólares) correspondientes a las 63.863 toneladas de
mercancías de importación y exportación, tuvo que suspender su movimiento a la
frontera, eliminar el servicio urbano de tranvía y reducir a sus más mínimas
proporciones el movimiento de trenes a El Zulia.
La empresa de luz eléctrica, los aserríos de madera, las fábricas de velas
y velones, las de hielo, las fundiciones, etc., desaparecieron o las que
quedaron se sostenían a costa de grandes sacrificios, esperando mejores tiempos
que tardarían en llegar. Los cafetales, los sembradíos de caña, los de cacao,
sufrieron la influencia desastrosa de la época; las embarcaciones del rio Zulia
que antes desarrollaban un activísimo movimiento local, ahora se pudrían, las
que no emigraron para aguas venezolanas.
Quedaban entonces quienes no habían podido emigrar. Una nota publicada por
el Nuevo Tiempo decía, “de su antigua riqueza no queda sino las obras
materiales, las inmensas plantaciones ya invadidas por el rastrojo, y la
laboriosidad y el valor para las luchas del trabajo de sus habitantes que aún
esperan rehabilitación para esa región tan próspera antes hoy tan desolada”.
Se sabe que la guerra ha sido siempre causa de efecto transitorio y sus
desastres se han visto compensados con nuevo vigor y prosperidad después del
restablecimiento de la paz, tal como sucedió en las guerras anteriores (las de
1877, 1885 y 1895), aún con la crisis del café que afectaba ostensiblemente la
economía regional, así mismo sucedía con resto de las regiones cafeteras del
país.
Pero en resumidas cuentas, ¿cuál era la causa de esta situación calificada
de catástrofe por los entendidos?
La respuesta fue presentada escuetamente en un documento publicado en el
periódico El Trabajo, en noviembre de 1903, y que aún hoy sigue vigente, a
pesar de los adelantos y del progreso que significa y que se puede resumirse en
un concepto, por todos conocido pero que más de un siglo después, sigue siendo
el principal obstáculo al que se ve enfrentada la ciudad y la región.
La principal falencia son las vías de comunicación incipientes e ineficaces
que permitan el acceso a los mercados y que contrarresten su condición de
mediterraneidad, problema que ha sido suficientemente identificado pero nunca
atendido prioritariamente. Veamos cómo demostraron estas causas:
“…la causa evidente, las más activa, la más poderosa es el bloqueo a que
está sometida como consecuencia de la suspensión de las relaciones comerciales
entre Colombia y Venezuela; porque ciertamente no se puede esperar que una
región consumidora y fuertemente productora pueda vivir sin comunicación con
las plazas que producen lo que consume o que consuman lo que produzcan.
Y fuera de la vía Zulia–Catatumbo, ¿qué otra puerta de comunicación nos
queda? Tres años de dolorosa experiencia nos enseña que la vía
Ocaña-Barranquilla no es vía comercial; en cuanto a la vía Tamalameque, es la
gran vía estratégica y comercial del porvenir pero cuando llegue, ya la región
comercial estará destruida y el ferrocarril al Magdalena, o será inútil o
inmensamente costoso e improductivo, y en un país de finanzas averiadas y
de dudoso crédito en el exterior no puede acometer una empresa de tal magnitud;
pudo haberlo hecho hace diez años, en esa época de fabulosa prosperidad de las
regiones, tal como se propuso y no se hizo.
Lo que nos interesa es no dejar desaparecer ese emporio de riqueza
nacional, es no dejar derruir ese baluarte de nuestra frontera norte, buscarle
un Modus Vivendi local que impida que los rastrojos de San Faustino y la
Arenosa invadan las fértiles dehesas y ahoguen para siempre sus plantaciones”.
Situación que hoy vemos, con
tristeza reflejada en nuestro vecino, sin que se permita intervención externa y
sin solución a la vista en el corto plazo.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
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