Gerardo Raynaud (La Opinión)
En la parte atrás del vehículo el General Gustavo Rojas Pinilla y
Monseñor Luis Pérez Hernández. Y
adelante entre 2 militares está el Gobernador del Norte de
Santander Gonzalo Rivera Laguado. Julio de 1953.
A mediados del siglo XX, la estructura eclesiástica se había expandido por
todo el territorio nacional y se consideraba imperativo otorgarle una
organización que permitiera un ordenamiento práctico de su feligresía.
En la región de los Santanderes, se había establecido desde los tiempos de
la Colonia, la Arquidiócesis de Nueva Pamplona, toda vez que esa población se
había erigido como el baluarte espiritual y religioso desde el mismo momento de
su fundación, y que sirvió además, de punta de lanza de la Corona Española para
la difusión, tanto de su cultura como de su religión.
Llegado el momento de tomar la decisión de otorgarle a la ciudad una
categoría que estuviera a la altura de sus realidades, la Santa Sede comenzó el
estudio de los candidatos que cumplieran con los requisitos para ser investido
como jerarca de esa nueva diócesis. En esa época no había muchos candidatos
aunque sí algunos pretendientes, que como sucede en estos casos florecen
espontáneamente.
Me contaban algunos entendidos, que entre los pocos aspirantes, sobresalía
el nombre de uno de los más prominentes sacerdotes del momento. Batallador,
ardiente defensor de los dogmas de iglesia, protector de la moral, ilustre
orador sagrado y líder que fustigaba con ahínco la inmoralidad y ensalzaba las
excelencias del sacerdocio, todas ellas repartidas entre el púlpito y los
medios de difusión, los pocos que existían pero que con visión futurista
aprovechaba para sus propósitos y los de su apostolado.
Me refiero al R.P. Daniel Jordán Contreras, párroco de la iglesia de San
José y guía espiritual de la ciudad. Pues bien, dicen las malas lenguas
que su recio carácter y su espíritu combativo no eran bien vistos en El
Vaticano y lo que se esperaba del nuevo pastor era una persona más calmada, de
modales más diplomáticos y digamos que también de familia más renombrada, que
no despertara mayores resistencias entre las élites dominantes y lo más
importante, preferiblemente oriundo de la región de sus afectos.
Fue así como el 6 de enero de 1946, día de los Santos Reyes Magos, fue
ungido con el título de Señor Obispo de Arado, -como se denominaba hasta
entonces, la futura diócesis-, por monseñor Perdomo y el Delegado Apostólico de
S.S Pío XII, el R.P. Luis Pérez Hernández, sacerdote Eudista, una de las
congregaciones que ha realizado la más gigantesca obra docente religiosa a lo
largo y ancho, no sólo de Colombia sino del mundo entero.
El merecido honor con que ha sido exaltado monseñor Pérez Hernández, es una
consagración de sus altas virtudes y envidiables capacidades que adornan y
distinguen a la mayoría del clero formado en los seminarios de los Eudistas.
En una breve síntesis biográfica, el nuevo prelado nació en la ciudad de
Cúcuta el 25 de agosto de 1894. El hogar católico, el seno patriarcal en que
fue orientado y modelada su juventud antes de su incorporación a la comunidad
religiosa, en la que fue un sacerdote modelo y una ilustrada inteligencia, tuvo
por tronco la meritoria vida de una madre ejemplar y de un padre que fue uno de
los más ilustres ciudadanos del Norte de Santander, don Julio Pérez Ferrero y
doña Ana Hernández de Pérez.
Fueron catorce hijos entre mujeres ejemplares y hombres destacados, entre
quienes merecen especial remembranza, tres de ellos; el teniente José María
Pérez Hernández, quien murió al servicio de la patria en la selvas del
Catatumbo, el ilustre abogado, político y exgobernador Ramón Pérez Hernández y
el distinguido hombre de negocios Domingo Pérez H., ciudadano progresista y
ejemplar, dueño de grandes condiciones de civilidad y filantropía.
Realizó sus primeros estudios en su ciudad natal, trasladándose
posteriormente a la ciudad de Pamplona donde estudió Filosofía y Letras en el
famoso Seminario Conciliar.
Entre 1914 y 1918, en plena Primera Guerra Mundial, desarrolló cursos
especiales en la Pontificia Universidad Gregoriana, de donde regresó a Colombia
para recibir su solemne ordenación sacerdotal en la capital diocesana en donde
residían sus padres.
El 10 de marzo de 1918, fue ordenado sacerdote en la Catedral de Santa Ana,
de manos de monseñor Rafael Afanador y Cadena. En esta misma población y en el
mismo seminario, continuó como profesor durante los siguientes diez años, en
cátedras de filosofía, matemáticas y griego.
Al término de este primer periodo de docencia, viajó a Bélgica para
especializarse en ciencias sociales y en los patrióticos basamentos de la
Acción Católica. De regreso a su patria, en 1928, fue encargado de la rectoría
del Seminario Conciliar de Cartagena, pasando luego, a desempeñarse en el mismo
cargo en el Seminario de Santa Rosa de Osos.
De allí pasó a ejercer el Vicariato de la Diócesis de Barranquilla y
posteriormente nombrado secretario privado de monseñor Juan Manuel González
Arbeláez, una de las figuras más controvertidas del clero colombiano.
Continuando su misión, fue nombrado en la rectoría del Seminario
Universitario de Usaquén, y poco tiempo después, nombrado Capellán de la nueva
Ciudad Universitaria, en los peores años de la reforma del Concordato, cuando
el gobierno del presidente López Pumarejo revolucionó la educación, cediéndole
al Estado el poder de otorgar los grados y títulos profesionales, que
anteriormente eran concedidos por la Iglesia.
En ese tiempo dictaba simultáneamente cátedras de Historia y Filosofía en
varias universidades y colegios de Bogotá y dirigía un periódico hablado en la
Radiodifusora Nacional de gran fama e influencia entre la intelectualidad y el
pueblo católico.
Con la sagrada mitra, fue así honrada la frente meritoria de uno de los más
grandes valores del clero colombiano. Con su designación, la Iglesia de los
Santanderes se regocijó, porque dentro del número plural de ella, que ofrece
personajes dignos de ese honor, la fortuna, la gloria y la buena estrella,
llamaron esta vez a las puertas de un varón ilustre que representa con dignidad
el orgullo del Norte de Santander y de Colombia, como fue su merecida
exaltación al episcopado de su tierra natal.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
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