viernes, 31 de enero de 2020

1626.- KUKU-TA, LA CASA DEL DUENDE



Rafael Humberto Guerrero


El primer nombre de San José de Cúcuta fue Kuku-ta, en honor a los indios que en la región residían, y significaba La Casa del Duende. La ciudad encerraba un toque mágico. Progresó muy rápido y ya en 1875 era una prospera urbe, con marcada influencia alemana e italiana, además de la propia raza mestiza de sus pobladores.

Tenía bancos, su orquesta filarmónica, florecientes tiendas multitemáticas y un marcado comercio con Europa a través de la vía rio Zulia-rio Catatumbo-lago de Maracaibo y océano Atlántico. Es así como en el palacio de Buckingham se tomaba chocolate cucuteño.

Años más tarde la propia reina de Victoria sería benefactora en la nueva Cúcuta. Pero algo salió mal. Muy mal. El 18 de mayo de 1875, la ciudad fue destruida por un pavoroso terremoto. Murieron la mitad de sus pobladores, seis mil habitantes. Sin embargo la ciudad fue reconstruida tres años más tarde.

Los bardos venezolanos con maravillosos cantos y poemas rindieron su tributo a la ciudad destruida. Uno de ellos Arístides Garbiras, expresó sus sentimientos en una maravillosa prosa  “La Colombiana Encantada”. Y así cita:
  
“Pocas millas más allá de nuestra frontera occidental, Colombia la ilustrada, la prudente Colombia, nuestra hermana en las glorias y en el infortunio, contaba entre todas sus maravillas un alcázar de esmeraldas.

Dentro de aquel recinto moraba como nuncio de pasional esplendor una hermosa matrona de arrobador talante, de hechicero y dulcísimo rostro, de seductores modales, de nobles y benéficas aspiraciones.

Su frente límpida y serena, como el sueño de las vírgenes y su mirada llena de sonrisas y de halagos, encantaba a quienes la veían, y aprisionaba todas las voluntades, todas las afecciones.

Su flotante y rizada cabellera estaba constantemente acariciada por las brisas del Pamplonita y del Táchira y sobre las espirales de aquellos rizos caían a millares los diamantes de las cordilleras….

… Corría el tiempo lleno de ilusiones para los moradores, que formaban la custodia de aquel placentero recinto, y cuentan que un día lleno de luz vivificadora apareció sobre una de las eminencias más cercanas un anciano de torvo aspecto, de gigantescas formas, encanecida barba y nevada cabellera. Vestía un negro ropaje y llevaba en su derecha una vara en forma de tridente.

Miró con severidad todos aquellos valles, movió la vara con señal cabalística y al punto se estremeció la tierra con violencia. Un ruido aterrador y siniestro dejose oír repercutido en varias direcciones, y en medio de una nube de polvos y vapores, desapareció por completo aquel alcázar y en sus ruinas se hundió la colombiana.

Aquel anciano fue el destino. Aquella colombiana fue Cúcuta.

Empero los espíritus aficionados a creer en lo maravilloso y en las narraciones cabalísticas, dicen que la colombiana Cúcuta está solo encantada; que a través de los cristales del Pamplonita, en las noches en que la luna los ilumina con luz de perla, se la descubre enterrada a poca distancia, bella, alegre y adorable, como en sus mejores días ; dicen que aquel anciano que apareció en sus cercanías y a cuyas señas surgió la fatalidad, fue un mágico resentido que volverá no tarde, y que al tocar el suelo con la punta de su tridente aparecerá de nuevo y llena de vida y de porvenir la colombiana encantada.

Las flores que en ella perecieron, embellecen hoy los jardines del cielo”.

-Arístides Garbiras. San Cristóbal 1876.

Y el mágico resentido de torvo aspecto no regresó, pero más tarde se escuchó el eco de una formidable voz  y se rompió el hechizo: “Surge et ambula”,  y  San José de Cúcuta logró aquello que parecía imposible: su reconstrucción.

Se levantó como el ave fénix de sus cenizas (ruinas), alzó el vuelo hacia mejores horizontes, plena de ilusión, de nuevos sueños, también de esperanzas, para encontrar caminos de progreso para sus nuevas generaciones.

Esos cucuteños de entonces, no eran extraterrestres, simplemente era una generación, que conoció el dolor, en medio de la felicidad. Sin esperar un solo instante se lanzaron a enfrentar su reto contemporáneo. Y lo lograron. 

Cómo nos hace falta a los cucuteños de este nuevo milenio, la fuerza interior de esos emprendedores y ejecutivos antepasados. Vale la pena, colocar a veces el espejo retrovisor, para reconocer nuestra propia fuerza. El ADN colectivo no se pierde.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

martes, 28 de enero de 2020

1625.- TERTULIA EN EL CAFE



Gerardo Raynaud  (La Opinión)

Al fondo se  aprecia el tipo de construcción (aula de clase) que se efectuó en el colegio Sagrado Corazón. La fotografía corresponde a un acto imitando a Los Beatles, el 15 de mayo de 1966, día del maestro, 23 años después al año mencionado en esta crónica sobre la construcción. En primer plano Isaías Guillermo Toscano Fuentes, Jos Leconte Kade, Carlos Edgardo Rodríguez y Gastón Bermúdez Vargas.

Una costumbre local, que aún perdura a pesar del avance de las nuevas tecnologías, es el encuentro con las amistades en alguna cafetería para intercambiar opiniones y discutir de lo divino y lo humano, en torno a un pocillo de buen y aromático café, que en nuestro medio se llama ‘tinto’.

“Arreglar el país”, era una de las excusas que convocaba a los parroquianos en una de las mesas de los conocidos cafés de la época, como el Rialto, el Centenario, y más recientemente el Cordobés o la Araña de Oro; dicen las “malas lenguas” que esa fue una de las razones por la cuales tuvieron que cerrar, pues durante horas permanecían allí sentados, sin consumir prácticamente nada a excepción del consabido ‘tinto’ que les duraba toda la jornada, esto es, toda la tarde, hasta entrada la noche cuando, por fuerza mayor, debían retirarse pues la cena no daba espera y “la patrona”, no permitía demoras ni menos ausencias injustificadas que apoyaran ganarse una bien merecida cantaleta con todo y corte de servicios.

En este 1943, se aproximaba el fin de año y las controversias giraban esencialmente en torno a dos temas, uno estructural para las familias, el cual preocupaba evidentemente a los más jóvenes, debido a la proximidad de la terminación de sus estudios y por ende, a la presentación de sus exámenes finales.

Era entonces, un acto que involucraba una alta dosis de seriedad, con la presencia de los inspectores de la Secretaría de Instrucción Pública, quienes supervisaban su ejecución y no permitían el mínimo desliz de quienes se presentaban a tan importantes pruebas.

En esas tertulias no se hablaba tanto del desarrollo de esas actividades sino de los resultados obtenidos, de los triunfos y fracasos de los muchachos, los cuales eran reconocidos como buenos y malos estudiantes y de lo que les auguraba el futuro.

El otro tema, un poco más coyuntural, reflejaba la preocupación que representaba la cercanía de las festividades de fin de año; la preparación de los tradicionales eventos que congregaba a la familia entera, en especial el juego de los ‘aguinaldos’, que entusiasmaba a todos, desde los mayores hasta los más jóvenes.

La preparación de las ‘novenas’ que se programaban sobre todo en las parroquias, pero especialmente en la mayoría de los clubes y de las instituciones sociales, ocasión que aprovechaban para departir sanamente al son de los acordes bailables que proveía Discos Fuentes. Estaban de moda el Currimbí fandango, y los porros, “El Matador”, “El Aguador”, “El Capitán Mandola” y “El Gallo no Murió”.

Los más pudientes se reunían en la casona del afamado Club del Comercio, en la esquina de Nariño con Venezuela, esto es, en el cruce de la calle 11 con avenida cuarta.

Pero en estas tertulias, que repito, se sucedían todos los días al caer de la tarde, se comentaban los hechos cotidianos, en especial los sucedidos durante el día, muchos de ellos ampliados y hasta exagerados, según quién los contara. Lo más asombroso es que nadie ignoraba esos acontecimientos y es como si todos hubieran estado presentes en el momento del suceso, cada cual haciendo sus aportes y enriqueciendo las acciones.

En un día cualquiera se escuchaba a los contertulios, renegar de quienes se bañaban en el ‘pozo de la canoa’, bajo el puente de San Luis, pues era considerado una afrenta al pudor  y la moralidad pública hacerlo sin ropas apropiadas. El padre Rubio, a la sazón cura párroco de San Luis, abogaba continuamente ante las autoridades para que dictaran normas que prohibieran el baño debajo del puente, sin que sus peticiones tuvieran eco, ni siquiera le ‘paraban bolas’ a las razones que exponía en el púlpito y menos aún en la publicación del órgano oficial de la parroquia “Alerta”. La noticia servía para que los más ‘mamadores de gallo’ recrearan sus apuntes, de los cuales ninguno salía bien librado.

Otros comentarios menos triviales se escuchaban, cuando en una oportunidad se presentó una afluencia de monedas falsificadas, de veinte centavos. Los más perjudicados eran los tenderos, pues a pesar de su experiencia, las falsificaciones eran de tan buena calidad que las diferencias eran mínimas, razón por la cual, muchos habían sido defraudados y engañados, pero lo que más preocupaba era la inacción de las autoridades para remediar el problema. Incluso, hubo quien llevó las monedas falsas para enseñarlas a sus compañeros de corrillo, hecho que sirvió más de burla por haberse dejado engañar, que de ilustración del ilícito.

En una oportunidad, la tertulia destapó una agria discusión por la presentación de un proyecto en el Congreso, por parte de los representantes del departamento. Es preciso anotar que el círculo de asistentes a los tradicionales coloquios, eran amigos y conocidos de tiempo atrás. No los reunía ningún fin en particular, salvo el intercambio esporádico de noticias y sucesos del diario acontecer de la ciudad; esto a pesar de las diferencias ideológicas, que de ninguna manera afloraban en las conversaciones, pues era de amplio conocimiento las diferencias político partidistas de la época.

Sin embargo, ante una proposición presentada en la Cámara de Representantes, para que se autorizara una partida para auxiliar la construcción de un edificio a los Hermanos Cristianos y ampliar las instalaciones del Colegio Sagrado Corazón, se desató entre los concurrentes una áspera desavenencia, pues algunos que eran afiliados a la Sociedad de Artesanos Gremios Unidos, por demás liberales y masones, los representantes políticos nunca habían querido gestionar una partida que les permitiera ampliar sus instalaciones.

Aunque la discusión amainó con la llegada de la noche y la despedida de sus miembros, la controversia se extendió a los medios posteriormente.

Algunos comentarios de prensa sobre este caso, en el cual se defiende la postura de los políticos solicitantes del auxilio, se aprecian en el fragmento de esta columna, “…se trata de un auxilio para construir un edificio que va a quedar en Cúcuta, y no es plata para la Comunidad. Dicho edificio no se lo van cargar, ese queda haciendo parte de los haberes de las obras a favor de la ciudad y con esas razones no se va ninguna parte, no se puede adelantar el progreso de un pueblo, porque existen mezquindades que de civismo no entienden ni jota”.

Finalmente el auxilio se aprobó y con él se construyó la batería de aulas y el laboratorio de química, ubicado en la acera norte de la calle 16 entre avenidas tercera y cuarta de la ciudad.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

domingo, 26 de enero de 2020

1624.- JORGE HERNANDEZ VEGA, ARTISTA Y GESTOR EN LA FRONTERA



Eduardo Rozo (La Opinión)

Jorge Hernández Vega tiene 46 años en el sector cultural.

La espigada figura de Jorge Enrique Hernández Vega no pasa desapercibida en los salones de arte cucuteños. Él, tiene 46 años como gestor y artista en la frontera, donde goza del reconocimiento en el gremio.

Sus travesías en otras culturas le dieron otra visión del mundo artístico. Nacido en Cúcuta partió de las tierras de Juan Rangel de Cuellar cuando cumplió un año con destino a Bogotá. 

En la capital estudió la primaria y el bachillerato y luego se fue a Israel dos años, aprendiendo el idioma y la técnica de batik, antiguo procedimiento para estampar en tela.

“El batik surgió en la isla de Java y como técnica entró en Europa en el 46, convirtiéndose en un elemento plástico”. 

Tras vivir 730 días en el país de oriente medio regresó a Colombia y en la Universidad de Los Andes estudió textiles manuales con Olga de Amaral. También tuvo como profesores a Carlos Rojas, Jimmy de Amaral, Enrique Grau y David Manzur.

En el país permaneció por cuatro años y volvió a partir con destino a Europa, adquiriendo conocimientos en cerámica y dibujo. Cumplida esa etapa y como parte de un programa de Artesanías de Colombia adquirió nuevas herramientas en la técnica de batik.

Las vivencias por el mundo lo regresaron a Cúcuta en 1973 y tres años después tuvo su primera exposición como artista en la Torre del Reloj. En diálogo con Hernández habló de su visión del arte local y de hechos que han marcado su vida.

¿Qué sensación despertó la Cúcuta de 1973?

Fue compleja la adaptación, me consideraba cachaco y la nota bogotana era muy diferente a la cucuteña. Acá las personas eran descomplicadas y venía de otra cultura con reglas diferentes. Ahora, soy demasiado cucuteño y toda mi labor plástica la he hecho en la ciudad.

¿Cómo era la ciudad en material cultural?
De muy bajo nivel. Había pocos artistas y existía el Instituto de Cultura y Bellas Artes, donde fui profesor ocho años. Sin embargo, no había un movimiento y 46 años después se ven interesantes planteamientos estéticos contemporáneos. Eso se les debe a artistas con quienes compartí conocimientos como Lucho Brahim (fallecido), Emilio Quintero y Nacho Cáceres, entre otros. Es importante destacar el trabajo de los hermanos Brahim Martínez, quienes insertaron a Cúcuta en la Bienal de Arte Contemporáneo de América del Sur (Bienalsur).

¿Qué ha aportado el taller El Hueco?
En Cúcuta conocí a Rosa Julia Carrillo, me enamoré y nos casamos. Ella es una gran decoradora de cerámica y excelente pintora. Juntos fundamos el taller El Hueco que cumple 40 años de estar formando a nuevas generaciones de artistas.

¿Un evento que recuerde como promotor cultural?
El IV Salón Nacional de Artistas que se cumplió en Cúcuta y me encomendaron la organización. Fue en el año 83 y se logró la participación de 350 artistas. Además, los jurados fueron Eduardo Ramírez Villamizar, Jorge Riveros y Julio Castillo, destacados artistas locales poco conocidos en su tierra. Producto del encuentro el gran escultor pamplonés Ramírez Villamizar donó la escultura Columna Flor, que permanece sin exhibirse en la Secretaría de Cultura de Norte de Santander.

¿Usted es experto en montajes de arte, cuál es el secreto? 
Un montaje requiere de un trabajo limpio y va más allá de poner una puntilla y de colgar un cuadro. En el área cultural del Banco de la República y el extinto Colcultura (hoy Ministerio de Cultura), me brindaron formación. Los montajes requieren de una museografía y de una organización de elementos plásticos para que los espectadores vean en perfecta sincronía las obras.

¿Desde el contacto con las obras cómo ve la calidad artística?
Veo evolución plástica y estamos entrando en una contemporaneidad con diversidad de conceptos que no sabemos plantear aún. Considero que Bienalsur está dando elementos para combinar perfectamente lo plástico con lo conceptual. Se tienen grandes artistas que están pidiendo pista.

¿Lo político contribuye para que los artistas despeguen?
Es difícil. Existen las secretarías de Cultura, pero los recursos se van en toda la parafernalia, en funcionamiento y es poco lo que se inyecta para el crecimiento de todos los sectores, sean  teatro, danza, pintura, plástica o cine. Casi siempre los secretarios son fichas políticas que no conocen el sector. Se necesita nombrar a personas idóneas para esos cargos.

¿Qué se debe fortalecer en la ciudad?
Darle importancia a los artistas, es inaudito que se deba hacer lobby cuando se tienen tantos años en la gestión cultural. Hay que vincular a la empresa privada, como lo hacen Aguas Kpital y la Fundación Cerámica Italia. Además, la formación en los colegios debe sensibilizar al estudiante para que vea el arte como un medio para activar la mente.






Recopilado por: Gastón Bermúdez V.