Gerardo Raynaud (La Opinión)
En los
primeros años de la década de los cuarenta, las noticias que se comentaban en
la apacible Cúcuta, giraban en torno a la guerra que se libraba en el viejo
continente. Sin embargo, los sucesos nacionales o regionales seguían siendo del
interés del común de los mortales residentes de la ciudad y para ello, lo más
interesante se comentaba en los salones de los grandes cafés que para el
momento eran los sitios donde, digamos que la población culta, se reunía.
Esos
lugares de reunión eran más bien tertuliaderos, donde se convocaban para
hablar, durante horas, alrededor de un tinto y un vaso de agua, razón para que
muchos de éstos tuvieran que cerrar ante la inminente quiebra, debido a los
pocos ingresos que esta tan agradable actividad le generaba al negocio. Así
fueron desapareciendo el Rialto, el Astoria, años más tarde, el Centenario, el
Cordobés y la Araña de Oro de la avenida quinta.
Para esta
ocasión, en la crónica vamos a reproducir una tarde de tertulia en alguno de
los sitios de moda de 1942.
Reunido con
algunos de sus amigos y colegas, el doctor Pablo E. Casas, reconocido médico
cucuteño de la época, iniciaba sus comentarios haciendo referencia a las
novedades que se venían produciendo en la recientemente inaugurada cárcel de
Cúcuta. “… fui médico durante algún tiempo de los penados en el viejo y
antihigiénico edificio, y nuestra observación diaria, por aquellos
contornos, nos enseñó que en la dirección de ese establecimiento
predominaba el empirismo, seres olvidados de la sociedad, en promiscuidad
inmunda, sin higiene, sin ningún consuelo espiritual y sin ninguna comodidad
material, más parecido a una manada de cerdos que un conglomerado humano”, y
agregaba que hacía falta allí un hombre que estuviera dotado de cultura, con
una mejor comprensión de los problemas sociales y que enfocara las actividades
de ese centro de reclusión hacia las actividades que verdaderamente sirvieran
para transformar al recluso en personas de bien para la sociedad.
Con esta
introducción, el doctor Casas pretendía ilustrar a sus contertulios sobre la
novedad que constituía para la ciudad la apertura de una nueva cárcel, el
traslado de sus internos, pero más importante aún, el nombramiento y las
actividades emprendidas por el nuevo director, Luis Alberto Villalobos, de
quien afirmaba con orgullo, era “un hombre cultivado en la lectura de libros
instructivos, conocedor de la psicología del hombre desde niño, y de
sentimientos cristianos” y por estas mismas razones comprendió que a los
castigados había que llevarles, junto con el sustento del cuerpo, el alimento
espiritual, base de una mejor resignación en la larga y dura prueba del
presidio.
El nuevo
director, le explicaba el doctor Casas a su audiencia, estableció allí
una biblioteca, programó conferencias culturales y espectáculos selectos
que estuvieran al alcance de los recluidos, abrió una escuela para alfabetizar,
pues la mayoría era analfabeta, promovió el deporte e intensificó los
talleres para que pudieran rendirle culto al trabajo y de paso, ayudar
económicamente a sus familiares y por último, vinculó a un grupo de sacerdotes
y comunidades para que darles el aliento espiritual y moralizador que requerían
para superar su adversidades.
Después del
receso inspirador que producía un agradable sorbo de café, el doctor Casas
remataba que su experiencia como médico legista le había demostrado que la
mayoría de los convictos era gente ignorante, sin ninguna instrucción ni
formación moral, todo ello resultado del descuido en que se ha tenido al
campesino que no ha sido educado en estas materias cuando niño y que por lo
menos, se les dé estas luces ahora que sufren en el presidio las consecuencias
injustas de su ignorancia.
Después de
algunos comentarios, todos favorables a la labor del nuevo director, cambiaron
de tema para enfocarse en el profundo análisis que ameritaba la actual
situación económica de la ciudad, toda vez que ese día se había dado a conocer
el informe mensual que la Cámara de Comercio remitió al Ministerio de Fomento,
como era la costumbre impuesta por las normas de antaño.
El primer
argumento esbozado era su tardía aparición ya que hasta ahora se conocía la
información del mes de junio, cuando estaba por terminar agosto. Aunque hoy
puede parecernos rezagado el informe, debido a la tecnología existente en ese
año, era el plazo que se tenía para su presentación muy a pesar de las quejas
del público, para quienes siempre existirá una excusa que confirme su malestar,
sobre todo en épocas difíciles.
Pues bien,
los comentarios eran que “… el aspecto general de la economía del país
sigue favorable, según lo demuestra el creciente desarrollo agrícola e
industrial y el aumento de las reservas del banco emisor. Este halagador
progreso se debe al éxito de la acertada política desarrollada por el
gobierno y especialmente a la magnífica cooperación e inteligente comprensión
del pueblo colombiano que se da cuenta que su porvenir y su futuro bienestar
está en el aumento de la producción”.
Pero lo que
interesaba a los asiduos miembros del ‘club del tinto y el vaso de agua’, era
la situación local, de manera que le pedían a quien conociera la
información les explicara. Era entonces cuando los entendidos, por lo general,
comerciantes, intervenían diciendo que “… en la ciudad no existen acaparadores
mayoristas de víveres pero que en la casa de mercado el gremio de los
revendedores hábilmente trataba de sacar provecho a sus operaciones de compra
venta lo que contribuía al alza de los productos de primera necesidad y aunque
las noticias llegadas de los pueblos indicaban que las próximas cosechas
prometían ser abundantes, las esperanzas eran halagadoras para que los
campesinos pudieran aliviar la difícil situación que habían vivido en las meses
anteriores”.
Las malas
noticias, según los mismos interlocutores, era el licenciamiento de su personal
de obreros y de oficina de las compañías petroleras del Catatumbo, por una
parte y de otra, las restricciones impuestas para la exportación de empaques de
fique a Venezuela y que constituye un obstáculo para el desarrollo de esta
industria, razón por la cual, la Cámara solicitó al Ministerio del ramo,
su eliminación y evitar el colapso de millares de empleos que genera esta
actividad.
Declarados
fervientes defensores de esta propuesta y antes de terminar la tertulia, el
dato infaltable de toda reunión cucuteña, el precio de las divisas: en agosto
25 de 1942, el dólar se cotizaba en $274.75 y el bolívar: $261 para la compra y
$262.50 para la venta (?).
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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