jueves, 29 de octubre de 2020

1774.- CUENTO DEL DR. LUIS ALEJANDRO BUSTOS


Luis Alejandro Bustos Soto  (Imágenes)



Mi querido Juan:

A mi edad a veces pienso en lo que me hubiera gustado hacer en contra de lo que la caprichosa vida me obligó a hacer. Si de verdad libremente, y libremente en el sentido más amplio, hubiera escogido sensatamente el ocio, únicamente habría sido futbolista, cocinero, escritor y acaso músico y además cantante de música mexicana y de salsa.

Jamás habría pasado la vida detrás de memoriales y juzgados y rodeado de tinterillos enredadores formados para torcer procesos interpretando la ley de modo sospechoso y delincuencial. Pero la vida hace un camino y tercamente nos obliga a seguirlo sin permitirnos hacer observaciones ni mucho menos desviarlo.

Sin embargo y a pesar de todo he hecho algunas cosas que resultaron gratificantes y que guardo en el morral con afecto. Debo advertir que muchas de ellas ocurrieron gracias a mi indudable buena fortuna y no por mis merecimientos. Tuve y tengo por ejemplo unos amigos que me quisieron y me quieren sin que yo haya aportado mucho para ello. Unos y otros son simplemente generosos.

Pues bien, mi querido Juan, cuánto me hubiera gustado escribir a mi manera cuentos sobre mis experiencias y nunca lo tomé en serio. Ahora y por un momento voy a retomar esa idea y le voy a contar un cuento que llevo desde siempre.

Resulta que descubrí que soy hispanólo – se dirá así de los que quieren a España y sus manifestaciones políticas, culturales – y además me encanta serlo. Si, la España y la hispanidad las llevo desde siempre y le voy a contar como.

Resulta que 1952 o 53, da lo mismo, me encontró acabando los ciclos de los colegios de doña Trina y de las señoritas Cortés y por supuesto con la necesidad de entrar a estudiar en un colegio de grandes.

Mi pueblo, el mejor de todos, debía tener 40 o 50.000 habitantes, 3 o 4 parroquias, algunos parques, y un par de barrios de tolerancia que atendían las necesidades de los señores decentes de la ciudad y de la frontera, y un colegio de bachillerato. Es decir, era una ciudad con toda la barba.

La urbe la manejaban entre todos bajo la dirección del padre Jordán, una especie de arzobispo medioeval que no tenía el morado solideo, que ejercía el poder político y administrativo regional y que además cuando el tiempo se lo permitía el poder espiritual, todos porque los lugareños lo reconocían como amigo de Laureano. Todos entre ellos mi padre, por supuesto con el jefe a la cabeza resolvieron adelantar gestiones para traer a la ciudad una comunidad, católica naturalmente, que impartiera educación moderna como lo exigían los nuevos tiempos.

Así se encontraron con la congregación de los escolapios que además tenían colegios en Bogotá y Medellín y estaban dando buenos resultados. Así y como por arte de magia aparecieron unos españoles con negra sotana y negra capa, clérigos casi todos, unos nacionalistas y otros republicanos, que venían a encargarse de la educación de niños y jóvenes de la ciudad y que manejaban un extraño idioma español que hasta entonces había sido exclusivo de López Lucas y de Monturiol.

De cabeza me metieron al Colegio Calasanz y pronto empezaron las clases en un edificio en donde antes estuvo la cervecería. Mi profesor era el padre Miguel, rollizo y rubicundo, ansioso para no llamarlo cascarrabias, que trataba con relativo éxito ser amable con sus alumnos y a quien todos considerábamos como un buen docente.

Como debió ocurrir en todos los otros colegios de la zona, el primer día de clase se entregó a todos los alumnos la lista de los libros. Pues no. A nosotros no y punto. A nosotros se nos entregó un libro gordo compuesto por partes de cada una de una materia del curso. Es decir, la primera correspondía a lenguaje, el segundo a historia, geografía, matemáticas etc. Y de contera se nos dio un libro que serviría para la clase de lectura: una edición escolar del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

La Enciclopedia parecía maravillosa y aparte de su contenido tenía la ventaja de que al colegio solo llevaba un libro, así fuera más pesado y mi mamá no tenía que recoger textos por todas partes. Pero no todo era encanto. Los curas como solíamos decirle con alguna clase de descaro, no tenían idea ni conocimiento del país donde había recalado y la enciclopedia se refería a la historia y a la geografía española y no hacía mención alguna sobre las colombianas. Pero como los españoles somos así y se obedece, pero no se cumple, echaron por la calle del medio y empezaron olímpicamente a dictar clase de historia y de geografía españolas haciendo caso omiso de lo nuestro.

Desde luego esto nunca me pareció muy grave porque además como al mejor estilo tomista guarda el orden y el orden te guardará a ti, conocí primero a los reyes de Castilla y de Aragón que a Bolívar o Santander y me informé primero de la longitud del Guadalquivir o del Ebro que del Magdalena.

Fue mi primer encuentro con la que llamábamos la Madre Patria y dentro de mi lógica de mi niño mi aprendida condición religiosa empecé a disfrutar de las más deliciosas y heroicas historias. Le voy a contar sin ninguna clase de rigor histórico lo que me contaron en las aulas y lo que recogí en las tertulias que mis profesores amablemente generaban.

El cuento empieza por allá en año 200 a. C. cuando aparecieron los romanos en lo que más tarde resolvimos llamar la Hispania Romana y que duraron en la península por ocho siglos. En la colonia no solamente asentaron sus costumbres y su legislación, sino que permitieron que los lugareños hablaran a partir de su latín una jerigonza que terminó siendo nuestro golpeado idioma castellano. Pero además se dedicaron a establecer villas y ciudades y a realizar caminos, acueductos y toda clase de obras monumentales. Tan contentos estaban en la provincia que un montón de gente importante de la metrópoli se vino a vivir aquí y aquí nacieron dos muchachos que pronto serían emperadores romanos: Adriano y Trajano.

En el siglo tercero (más o menos) los germanos resolvieron hostigarlos y nuestra hispania empezó un proceso de debilitamiento de las ciudades y con ello de las instituciones.

Un poco más adelante, a principio del cuatrocientos, seguramente cansados por el acoso de los suevos y otras tribus autorizaron a sus aliados los visigodos para aposentarse en el norte y para que expulsaran a los invasores. Aquellos y ellos encabezados por Roerik resolvieron que lo más conveniente era irse a vivir al territorio vecino y así cruzaron los pirineos.

Pero como quien se va de Sevilla pierde su silla, la caída del Imperio Romano y otras circunstancias facilitaron a los visigodos quedarse en la casa de sus generosos anfitriones. Fundaron algunas ciudades y convirtieron a Toloza en su capital.

Convivieron más o menos pací­ficamente hasta los ochocientos con la salvedad de que un siglo después y durante un siglo, sus parientes los ostrogodos les arrebataron el poder. Quiero confesarle que no tuve mayor información sobre la actividad de los visigodos en España, pero quedé encantado con los nombres de sus reyes, Ataúlfo, Sigerico, Teodorico, Turismundo, Teudiselo, Atanagildo, Leovigildo entre otros.

Pero llegó el siglo octavo y muy temprano, en el 711 los árabes (árabes, sirios y bereberes de religión musulmana) resolvieron invadir a Hispania y por supuesto entraron por el estrecho de Gibraltar. Relativamente cerca el invasor, las fuerzas del Califato Omeya comandadas por un general de nombre impronunciable derrotaron a las fuerzas godas en la batalla de Guadalete en una victoria tan contundente que significó el ­ final del Estado visigodo en la península.

Nota.- Artículo completo ESPAÑA, UN CUENTO QUE LLEVO DESDE SIEMPRE… por Luis Alejandro Bustos Soto, La Opinión, suplemento cultural Imágenes, domingo 22 de marzo de 2020.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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