Luis Alejandro Bustos Soto (Imágenes)
Mi
querido Juan:
A mi
edad a veces pienso en lo que me hubiera gustado hacer en contra de lo que la
caprichosa vida me obligó a hacer. Si de verdad libremente, y libremente en el
sentido más amplio, hubiera escogido sensatamente el ocio, únicamente habría
sido futbolista, cocinero, escritor y acaso músico y además cantante de música
mexicana y de salsa.
Jamás
habría pasado la vida detrás de memoriales y juzgados y rodeado de tinterillos
enredadores formados para torcer procesos interpretando la ley de modo
sospechoso y delincuencial. Pero la vida hace un camino y tercamente nos obliga
a seguirlo sin permitirnos hacer observaciones ni mucho menos desviarlo.
Sin
embargo y a pesar de todo he hecho algunas cosas que resultaron gratificantes y
que guardo en el morral con afecto. Debo advertir que muchas de ellas
ocurrieron gracias a mi indudable buena fortuna y no por mis merecimientos.
Tuve y tengo por ejemplo unos amigos que me quisieron y me quieren sin que yo
haya aportado mucho para ello. Unos y otros son simplemente generosos.
Pues
bien, mi querido Juan, cuánto me hubiera gustado escribir a mi manera cuentos
sobre mis experiencias y nunca lo tomé en serio. Ahora y por un momento voy a
retomar esa idea y le voy a contar un cuento que llevo desde siempre.
Resulta
que descubrí que soy hispanólo – se dirá así de los que quieren a España y sus
manifestaciones políticas, culturales – y además me encanta serlo. Si, la
España y la hispanidad las llevo desde siempre y le voy a contar como.
Resulta
que 1952 o 53, da lo mismo, me encontró acabando los ciclos de los colegios de
doña Trina y de las señoritas Cortés y por supuesto con la necesidad de entrar
a estudiar en un colegio de grandes.
Mi
pueblo, el mejor de todos, debía tener 40 o 50.000 habitantes, 3 o 4
parroquias, algunos parques, y un par de barrios de tolerancia que atendían las
necesidades de los señores decentes de la ciudad y de la frontera, y un colegio
de bachillerato. Es decir, era una ciudad con toda la barba.
La
urbe la manejaban entre todos bajo la dirección del padre Jordán, una especie
de arzobispo medioeval que no tenía el morado solideo, que ejercía el poder
político y administrativo regional y que además cuando el tiempo se lo permitía
el poder espiritual, todos porque los lugareños lo reconocían como amigo de
Laureano. Todos entre ellos mi padre, por supuesto con el jefe a la cabeza
resolvieron adelantar gestiones para traer a la ciudad una comunidad, católica
naturalmente, que impartiera educación moderna como lo exigían los nuevos
tiempos.
Así
se encontraron con la congregación de los escolapios que además tenían colegios
en Bogotá y Medellín y estaban dando buenos resultados. Así y como por arte de
magia aparecieron unos españoles con negra sotana y negra capa, clérigos casi
todos, unos nacionalistas y otros republicanos, que venían a encargarse de la
educación de niños y jóvenes de la ciudad y que manejaban un extraño idioma español
que hasta entonces había sido exclusivo de López Lucas y de Monturiol.
De
cabeza me metieron al Colegio Calasanz y pronto empezaron las clases en un edificio
en donde antes estuvo la cervecería. Mi profesor era el padre Miguel, rollizo y
rubicundo, ansioso para no llamarlo cascarrabias, que trataba con relativo
éxito ser amable con sus alumnos y a quien todos considerábamos como un buen
docente.
Como
debió ocurrir en todos los otros colegios de la zona, el primer día de clase se
entregó a todos los alumnos la lista de los libros. Pues no. A nosotros no y
punto. A nosotros se nos entregó un libro gordo compuesto por partes de cada
una de una materia del curso. Es decir, la primera correspondía a lenguaje, el
segundo a historia, geografía, matemáticas etc. Y de contera se nos dio un
libro que serviría para la clase de lectura: una edición escolar del Ingenioso
hidalgo don Quijote de la Mancha.
La
Enciclopedia parecía maravillosa y aparte de su contenido tenía la ventaja de
que al colegio solo llevaba un libro, así fuera más pesado y mi mamá no tenía
que recoger textos por todas partes. Pero no todo era encanto. Los curas como
solíamos decirle con alguna clase de descaro, no tenían idea ni conocimiento
del país donde había recalado y la enciclopedia se refería a la historia y a la
geografía española y no hacía mención alguna sobre las colombianas. Pero como
los españoles somos así y se obedece, pero no se cumple, echaron por la calle
del medio y empezaron olímpicamente a dictar clase de historia y de geografía
españolas haciendo caso omiso de lo nuestro.
Desde
luego esto nunca me pareció muy grave porque además como al mejor estilo
tomista guarda el orden y el orden te guardará a ti, conocí primero a los reyes
de Castilla y de Aragón que a Bolívar o Santander y me informé primero de la
longitud del Guadalquivir o del Ebro que del Magdalena.
Fue
mi primer encuentro con la que llamábamos la Madre Patria y dentro de mi lógica
de mi niño mi aprendida condición religiosa empecé a disfrutar de las más deliciosas
y heroicas historias. Le voy a contar sin ninguna clase de rigor histórico lo
que me contaron en las aulas y lo que recogí en las tertulias que mis
profesores amablemente generaban.
El
cuento empieza por allá en año 200 a. C. cuando aparecieron los romanos en lo
que más tarde resolvimos llamar la Hispania Romana y que duraron en la
península por ocho siglos. En la colonia no solamente asentaron sus costumbres
y su legislación, sino que permitieron que los lugareños hablaran a partir de
su latín una jerigonza que terminó siendo nuestro golpeado idioma castellano.
Pero además se dedicaron a establecer villas y ciudades y a realizar caminos,
acueductos y toda clase de obras monumentales. Tan contentos estaban en la
provincia que un montón de gente importante de la metrópoli se vino a vivir
aquí y aquí nacieron dos muchachos que pronto serían emperadores romanos:
Adriano y Trajano.
En el
siglo tercero (más o menos) los germanos resolvieron hostigarlos y nuestra
hispania empezó un proceso de debilitamiento de las ciudades y con ello de las
instituciones.
Un
poco más adelante, a principio del cuatrocientos, seguramente cansados por el
acoso de los suevos y otras tribus autorizaron a sus aliados los visigodos para
aposentarse en el norte y para que expulsaran a los invasores. Aquellos y ellos
encabezados por Roerik resolvieron que lo más conveniente era irse a vivir al
territorio vecino y así cruzaron los pirineos.
Pero
como quien se va de Sevilla pierde su silla, la caída del Imperio Romano y
otras circunstancias facilitaron a los visigodos quedarse en la casa de sus
generosos anfitriones. Fundaron algunas ciudades y convirtieron a Toloza en su
capital.
Convivieron
más o menos pacíficamente hasta los ochocientos con la salvedad de que un
siglo después y durante un siglo, sus parientes los ostrogodos les arrebataron
el poder. Quiero confesarle que no tuve mayor información sobre la actividad de
los visigodos en España, pero quedé encantado con los nombres de sus reyes,
Ataúlfo, Sigerico, Teodorico, Turismundo, Teudiselo, Atanagildo, Leovigildo
entre otros.
Pero llegó el siglo
octavo y muy temprano, en el 711 los árabes (árabes, sirios y bereberes de
religión musulmana) resolvieron invadir a Hispania y por supuesto entraron por
el estrecho de Gibraltar. Relativamente cerca el invasor, las fuerzas del
Califato Omeya comandadas por un general de nombre impronunciable derrotaron a
las fuerzas godas en la batalla de Guadalete en una victoria tan contundente
que significó el final del Estado visigodo en la península.
Nota.- Artículo
completo ESPAÑA, UN CUENTO QUE LLEVO
DESDE SIEMPRE… por Luis Alejandro Bustos Soto, La
Opinión, suplemento cultural Imágenes, domingo 22 de marzo de 2020.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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