domingo, 22 de noviembre de 2020

1786.- MIS RECUERDOS DEL TERREMOTO DE ARBOLEDAS. 1950


Timoteo Anderson

A través del perforado techo de la iglesia de Arboledas se podían observar
Las amenazantes ruinas de la torre y el cielo azul.


Me acuerdo bien esa noche.  Habíamos recibido visitas y por ese motivo estábamos alrededor de la mesa a una hora inusual cuando normalmente, como joven, ya estaría dormido.

De pronto, la vieja nevera Servel comienza a brindarnos un interesante baile saltando de lado a lado, siempre acercándose hacia nosotros, pero sin caer de lado.  Creo que el ruido que más se escuchaba fue el zapateado del nuevo bailarín

Siendo un sábado, al otro día, domingo, nos levantamos temprano de costumbre ya que mi padre oficiaba los servicios en 2 iglesias... una en español y luego un servicio en inglés para las muchas familias de los empleados de la Colombian en el auditorio del Colegio de la Colpet que estaba a diagonal de Gremios Unidos (Avenida 4, entre Calles 13 y 14). 

La respuesta de la Colombian no se hizo esperar y al otro día llegó a nuestra casa un camión lleno de sacos de granos y comidas para ayudar a los damnificados. 

En especial se quería llevar ayuda a los campesinos de la fracción de San Pablo, localizada entre Villa Sucre y Barrientos (entre Salazar-Arboledas). 

Me correspondió ayudar a empacar muchas decenas de "salchichas" con 3 clases de granos.  Con el material de los costales se amarraba bien una punta, se echaba 5 kilos de frijol, se amarraba nuevamente, se echaba 5 kilos de arroz, se amarraba bien, y la 3era bola con otro grano.  Así cada "salchicha" pesaba unos 15 kilos y era fácil de transportar. 

A los pocos días viajamos con la camioneta "panel" llena hasta el techo con las salchichas y otras ayudas no sabiendo hasta dónde llegaríamos. 

Hasta Durania todo bien, pero como ese mayo, a diferencia del mayo actual (2020), el invierno era recio, antes de llegar a Villa Sucre nos quedamos empantanados en un tremendo barrial. 

Sin embargo, como se había tenido comunicación con algunos de los campesinos de la fracción, ellos se habían dado cuenta de lo precario de esa última sección de "trocha" y creyendo que cumpliríamos ese día, habían bajado bestias hasta Villa Sucre y luego hasta estar esperándonos justo en el lugar donde sabían que nos quedaríamos estancados. 

Yo me quedé adentro pasando hacia afuera las muchas "salchichas" y otras provisiones que con agrado recibían los varios arrieros que nos esperaban. 

Con la camioneta ya bastante "aliviada" de su bienvenida carga, se pudo por fin echar hacia atrás y regresar a Cúcuta para seguir organizando más envíos. 

Años más tarde visitaba a la fracción en diferentes ocasiones, y con mis hijos, y todavía en algunas casas campesinas de tapia pisada que no se habían caído del todo en esa ocasión, se podía apreciar grietas, recuerdos de aquel 8 de julio de 1950.

COMENTARIO

Hugo Espinosa

Estado en que quedó la casa de don Agustín Hernández en Arboledas.
Muros de tapia y caballete de cañabrava.

A tu relato, C.R. Timo, quisiera aludir también el mío, no tan humanitario como el tuyo, pero con la coincidencia que anoche, 5 de mayo 2020 (día 53 de la cuarentena del Covid-19), luego de terminar de leer el libro del "Terremoto de Arboledas-Cucutilla y Salazar", en la madrugada de este miércoles 6, tuve una vivencia onírica de ese fatídico día del 8 de julio de 1950, del que ahora deseo remembrar, así:

"Antes de irme a dormir, mi madre planchó mi muda de ropa con la que a la mañana siguiente, iría a la misa dominical de las 7 a.m. en la Iglesia Catedral de San José; recuerdo que yo le ayudaba a colocar las planchas en el anafe con carbón (a la usanza, eran de hierro colado y enumeradas de acuerdo al peso para el dobles de la prenda).

Terminada la labor, a eso de las 8:30 de esa noche (o algo así) me acompañó a rezar y a acostarme.
   
Como comentario al margen, ahora hago referencia a la impresión de esos azarosos momentos los cuales quedaron en mi psiquis grabados como una impronta indeleble, creo, por dos razones: 

UNA, por el despertarme con ese sobresalto de oír los gritos de mi madre y las tribulaciones impactantes de ese mi primer momento de terror, hasta ahora desconocido, tan desafortunado y vivido a tan corta edad; y, DOS: por la novedad y algarabía, que escuchaba, tenía planeado de mi padre, de la posibilidad de tener que dormir, esa noche, en el patio de un pequeño tejar (para ladrillo de obra en arcilla) de don Pedro Nereo, colindante con la parte de atrás de la segunda salida de nuestra vivienda y con callejuela comunitaria de por medio, que tenía nuestro lote-casona situada en el barrio Cuberos Niño (nomenclatura actual comprendida entre la Av. 7A y 8 y calles 19A y 20).

A eso de las 10:30 (más o menos oí algo así), vino un segundo y fuerte remezón cuyo pánico se apoderó del vecindario y que luego de que "entrara" más la noche, decidieron mi padre y otros vecinos, el de dormir a cielo abierto en el patio de señor Nereo, decisión que para el grupo de pequeñines se convirtió más en jugarreta que de ponderar las consecuencias del acto.   
  
En mi sueño, ciertamente reviví el patio del chircal donde se acomodaban los ladrillos de arcilla para asolearlos antes de ser introducidos en el horno. Los materiales rústicos de varas de madera delgada entrelazada para conformar las cercas-linderos de algunas casas vecinas, la callejuela.

La casa de doña Virginia Morantes y de Don Lucho Garzón (compadres de mis padres), que quedaba al final de la callejuela y tenía a la entrada de su patio un inmenso árbol, no recuerdo ahora si era de mamón o de jaboncillo. Vislumbré la tienda de La Concentración (esquina de la Av. 8 con 20) y Los Tres Pitos (llaves hidráulicas donde los vecinos íbamos a proveernos de agua para ser transportada a yugo hasta las respectivas viviendas). Jugué con mi amigo German Garzón (q.e.p.d.) y otros más a quienes olvidé sus nombres. 
     
Para esa época no existía el Canal de Puente Barco y las calles eran en arenales; hacia la cuestica para empalmar con la Av. 8 (a un lado de la tienda de La Concentración), mi padre había mandado a colocar unas calzahuellas en concreto para facilitar la llegada de sus vehículos hasta el garaje de la casa que tenía entrada por la Avenida 8.   

Qué nostalgia dan esos hermosos recuerdos…




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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