Gerardo Raynaud (La Opinión)
Habíamos
escrito en una crónica anterior que el conocido Reformatorio de Menores que
durante muchos años había estado ubicado en frente del Jardín Amelia, donde hoy
está construido un centro comercial, terreno y edificación donado por el
filántropo cucuteño Rudesindo Soto y su esposa Amelia Meoz, donación que dicho
sea de paso, estipulaba unas condiciones que han venido quebrantándose, por
cuanto su uso fue establecido con fines muy específicos y que deberían estar
cumpliéndose según las últimas voluntades de sus donantes.
Pero bueno,
esta crónica tiene por objeto mostrar la evolución que siguió la institución a
partir del momento en que se trasladó de su ubicación inicial, en el
corregimiento de San Luis, cuando empezó sus actividades en el año 1939 y
posteriormente bajo el auspicio de su principal benefactor se trasladó a
las instalaciones de la calle diez, a comienzos de la década de los años
cuarenta.
Eran tantos
los menores infractores de la época de mediados del siglo pasado, que el
establecimiento original quedó corto de espacio y por esa razón, el gobierno
seccional tuvo a bien continuar la obra con vastas perspectivas de beneficio
público.
Lo primero
que se pensó para mantener la disciplina y el espíritu de trabajo, sin socavar
la dignidad de quienes allí vivirían habitarían transitoriamente fue un cambio
en su denominación pues, consideraban los ilustres funcionarios que el grave
título de “reformatorio” contribuía muy poco en resocializar a sus moradores y
por ello se pensó en un nombre más suave, llegándose a la conclusión que lo más
adecuado era rebautizarlo como “Centro Educacional y de Trabajo”, toda vez que
la institución se reflejaba como una obra social, donde todos sus funcionarios
se desempeñaban con espíritu patriótico procurando mediante una cabal formación
enderezar aquella juventud desviada por la necesidad o por la malevolencia.
El hecho es
que, durante los primeros años en sus nuevas instalaciones, la administración
estuvo a cargo de personal civil, nombrado por las autoridades departamentales,
quienes estuvieron hasta finales de los cuarenta, pues a comienzos de los años
cincuenta, la administración seccional, tal vez por recomendación de la curia,
encargó la gestión del establecimiento a venerables sacerdotes de reconocidas
aptitudes y experiencia en la dirección de esta clase de instituciones.
Con
relación al nombre de la institución, no pudimos confirmar que se hubiera
aceptado el cambio propuesto ya que, en el frontis de la nueva construcción,
inaugurada en presencia del propio benefactor, se leía claramente la
inscripción: “Reformatorio de Menores”, así que, en honor al título de la
presente crónica, lo cierto que podemos argumentar es que el traslado también
motivó el nuevo nombre, tal como se conoció hasta su desaparición a comienzos
del siglo XXI.
Desafortunadamente
debido a los escasos recursos que se apropiaba en los presupuestos oficiales y
a las escasas contribuciones que lograban obtenerse de los particulares
generosos, la infraestructura fue deteriorándose y los enseres, así como los
demás elementos para el mantenimiento y la manutención de los inquilinos hizo
que la institución fuera cayendo en un estado de miseria y abandono que por
fortuna, pudo recuperarse con la acertada actividad del sacerdote Álvaro Arenas
Trillos, primer director religioso nombrado finales del año 1950.
El padre
Arenas desarrolló una invaluable labor en beneficio de los pequeños recluidos.
Con un bajo perfil que siempre mantuvo y tropezando con toda clase de
obstáculos se propuso recuperar las instalaciones, animado por un sentimiento
de justicia, logró en compañía del subdirector del establecimiento, don Héctor
Bautista, casi un milagro al ver las realizaciones que puede lograr un espíritu
animado del amor de Dios y del prójimo.
Para
entonces y con los auxilios que el Departamento había logrado obtener de los
recursos nacionales, se habían terminado las ampliaciones de los edificios
donde estaban los dormitorios y los servicios personales que se habían quedado
cortos y su capacidad comenzaba a colapsar.
El levita
director logró amoblar los nuevos dormitorios con donaciones de las empresas
comerciales y evitar así que la mayoría de los muchachos siguieran durmiendo en
el suelo. La disciplina era observada rigurosamente por los internos, quienes
mantenían arregladas y limpias sus camas y sus pertenencias.
Así mismo,
el comedor con sus largas mesas, mostraba un aspecto ordenado e higiénico. Las
viejas vajillas y los oxidados cubiertos habían desaparecido y ahora se veían
platos, tazas, cucharas y en general cubierto de calidad ordinaria, pero nuevos
y relucientes.
Los
talleres, en especial el de carpintería que no funcionaba desde hacía varios
años por el daño que presentaban las máquinas y herramientas, ahora era el
lugar más alegre del edificio donde los muchachos, con gran entusiasmo,
labraban la madera y fabricaban muebles que luego vendían al público.
La capilla
y el oratorio que fue abandonado meses después de su inauguración en 1943,
era ahora un amplio salón con bancos de madera bien presentados y cerca del
altar, un armonio. Una imagen de la Santísima Virgen sonriendo maternalmente
preside los actos religiosos.
El servicio
de acueducto fue instalado recientemente y se había logrado la consecución de
una planta eléctrica para el alumbrado nocturno. Pero lo más sorprendente era
el huerto. Su crecimiento era notable, pues desde que se instaló en el lugar,
plantaron frutales y adecuaron el terreno que ahora daba los frutos esperados.
También se había logrado obtener, como
donación, un molino que permitía la extracción del agua necesaria para el riego
e igualmente se pudo terminar el cerramiento sur del lote con un macizo muro en
ladrillo que a la vez, evitaba las esporádicas fugas que se presentaban.
Algo que se
perdió con el transcurso de los años fue la orquesta juvenil que con tanto
esmero había logrado conformar el maestro Benjamín Herrera, que a pesar de los
pocos instrumentos que tenía, lograba impactar con la calidad de su coro.
Finalmente,
un reconocimiento para las personas que fueron colaboradores permanentes:
Carmelo Díaz, Antonio Copello, Fernando Andrade, Alfonso Rivera y Emilio García
Carvajalino, entre los muchos que por falta de espacio lamentamos nombrarlos,
pero los agradecimientos son los mismos.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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