Carlos Luis Jácome
En
los años anteriores inmediatamente a la guerra grande de 1899, los discípulos
de Hipócrates que ejercían su noble profesión en la ciudad, no pasaban, pero ni
siquiera llegaban a la media docena: Erasmo Meoz, Félix María Hernández,
Sebastián Mantilla, Ildefonso Belloso y Carlos Rangel Garbiras, eran los cinco
galenos que atendían de día y de noche a
los numerosos pacientes que la fiebre amarilla, como azote permanente, y
periódicas epidemias de viruela, tos ferina, sarampión y disentería,
multiplicaban por varias cifras, con regularidad desesperante.
De
todos ellos, aunque por igual se esmeraban en enaltecer y hacer grato y útil el
ejercicio de su bendito apostolado, el primero disfrutaba de la mayor confianza
y de toda la simpatía del pueblo y de la sociedad y por ende, andaba siempre
literalmente acosado de clamorosas solicitudes, que no respetaban y como que
preferían, las horas nocturnas y de reposo del pacienzudísimo médico, para
hacerle acudir cerca a sus enfermos.
Erasmo
Meoz, era hombre de aspecto robusto, de cara redonda y ojos claros, algo
saltones. La naturaleza lo había marcado con un curioso desperfecto físico,
consistente en que los dedos de ambas manos eran menuditos, delgados y sin articulaciones,
lo que no suponía obstáculo, para que sirviera de ellos con mayor eficacia que
muchos de conformación normal.
En
cierta ocasión, hallándose almorzando, llegó una mujer de algún barrio, en pos
de sus servicios profesionales. Aunque oculto dentro del amplio comedor, dejaba
al descubierto las manos, que se le veían bien, por entre los baluastres de una
ventana; y como al preguntar por él, alguien le contestara: ’’el doctor no está
aquí’’, la resuelta fémina contestó al punto: -Ah sí; ¡pa qué me lo niegan! ¿No
lo toy atisbando y lo conozco por la ´jisonomía de los dedos´?
El
doctor Meoz no hacía sus visitas a pie; no habría podido. ¡Eran tantas y en tan
distintos y distanciados lugares de la población…! Montaba diariamente una sandunguera
y filosófica yegüita rosilla, mansa y tranquila como el jinete y de un ‘dos y
dos’ repiqueteado, del cual no salían ni en derrota. Cuando el pesado médico
llegaba a casa de su cliente amarraba la cachazuda ‘bucéfala’ a un clemón de la
calle o a una ventana, y haciendo sonar las diminutas espuelas al caminar,
saludaba desde el zaguán, con las mismas palabras en el ranchejo del pobre, que
en la morada del afortunado:
-A
ver qué hay por aquí?...
Hombre
de una extraña y poderosa estructura espiritual, amable, desinteresado y
profundamente enamorado de las prácticas de la caridad y del bien. Erasmo Meoz
era el genuino heraldo del consuelo y enviado autóctono de paz, de
tranquilidad, de salud y nuevos ánimos. Donde entraba florecía enseguida el
arbusto frondoso de la esperanza y se abría, inmarcesible la gratitud.
Poseía
un recio e inflexible carácter, hijo auténtico de su rectitud y de la fe en sí
mismo.
Se
peleaba en diciembre en 1899, la estupenda y misteriosa (misteriosa por su
ilógico resultado al decir de los técnicos en la ´industria guerrera´) batalla
de Peralonso, a pocos kilómetros de esta ciudad, cuando, por ahí al segundo o
tercer día de lucha, fue llamado el doctor Meoz, con suma urgencia, para que examinara y recetara al general
conservador Isaías Luján, quien se hallaba muy arropado y a oscuras, en una de
las piezas de un hotel situado hacia el costado norte del parque Santander,
poco más, poco menos, donde existe hoy una agencia de automóviles de alquiler.
El general dizque linajuda víctima de una maligna fiebre, que le hacía
titiritar y ponía en grave peligro su preciosa y necesarísima vida.
Acudió
naturalmente, con extraordinario interés, el doctor Meoz, tanto porque su deber
lo mandaba imperativamente, como porque se trataba de un compartirio (¿dijimos
ya que el doctor era un bravo conservador?), cuya presencia en el campo de
batalla podría ser decisiva en favor de las armas azules y legítimas.
Acercose
con pasos quedos hasta el lecho del ilustre paciente; hizo luz; apartó sábanas
y frazadas, que se amontonaban sobre el afiebrado militar; lo miró larga e
inquisitivamente y luego de explorar con gran cuidado párpados, lengua,
corazón, pulso, estómago, etc., volvió a cubrirlo con evidente celo y le dijo,
en presencia del general Berti, quien lo acompañaba en la emergencia:
General,
usted está bien malo, su enfermedad es grave y difícil de curar. ¡Lo que usted
tiene es miedo… y muy pocas ganas de regresar a Peralonso!
Y
volviéndose la espalda, salió sin decir nada más; ni siquiera ‘’hasta luego’’.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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