Pilar
Eugenia Ramírez Villar (Imágenes)
“La nobleza de un hombre se percibe después de su deceso,
cuando se empieza a seguir las huellas imborrables que ha dejado como guía para
quienes fueron en algún momento sus compañeros de camino”. PERC.
Si la mente nos permite en estos momentos
retroceder la imaginación a la capital nortesantandereana, San José de Cúcuta,
a finales de la segunda década del siglo XX, exactamente 92 años atrás, podremos
ver las caras iluminadas por la alegría y experimentar en lo más profundo del
corazón los sentimientos de regocijo de una familia conformada entre la unión de
dos culturas de la frontera colombovenezolana, por la llegada a este mundo de un
niño, que traería consigo la tan grata misión, que solo encomienda el altísimo
a grandes hombres, la de amar, con pasión desmedida, la preservación de la
vida, la naturaleza y el servir sin descanso, buscando siempre el bien común,
como la única forma de encontrar su satisfacción plena.
Solo la tierra que lo vio nacer pudo percibir
en el primer llanto de aquel infante la nobleza de su gran ser. En el hogar
conformado por los señores Antonio María Ramírez Ureña, de origen colombiano y
María Oliva Calderón, venezolana por nacimiento, un 15 de septiembre de 1927
terminó la tan anhelada espera, con la llegada de un niño varón a quien por
nombre en la pila bautismal le pondrían Pablo Emilio Ramírez Calderón, fruto de
la unión de dos culturas hermanas que se dieron su encuentro en una “Noble, Leal
y Valerosa Villa”, formando parte de una familia de las típicas de aquellos
años, caracterizadas por ser numerosas, apegadas a las costumbres, el respeto a
sus mayores, el amor filial, la rectitud y la disciplina como fundamento del
cumplimiento de las normas.
Caso que no fue la excepción en la de los
Ramírez Calderón, que eran 10 en total, contando a los señores padres y sus
ocho hijos, Margarita, Antonio Vicente, Juan Agustín, Carmen, Luis Felipe, Antonio
María, y Jesús María, ocupando Pablo Emilio el quinto puesto entre sus hermanos.
Desde la temprana edad sus padres le
enseñaron al entonces niño Pablo Emilio a amar la tierra que lo vio nacer, a
creer con ideales y honor, a tener un pensamiento libre, a cuidar la
naturaleza, a trabajar con esmero en el campo aprendiendo desde muy temprano el
oficio de la ganadería, a ser un hombre de bien y de palabra, a no tener
distingo de clases sociales porque para Él todos los seres humanos eran
iguales, a preservar la vida como un don sagrado, a ser bondadoso, generoso y
solidario, a defender las causas nobles, a hablar con la certeza y convicción
que solo tienen personas sabias, a luchar por la justicia como la máxima
expresión del bienestar social y a descubrir que el amor verdadero, puro y
sincero se encuentra en la familia y en algunos compañeros que la vida presenta
a los cuales se les da el nombre de amigos, siendo escasos los elegidos para
tan gran dignidad.
Enseñanzas que con el paso de los años
sirvieran al joven Pablo Emilio para forjar su carácter recio, franco, frentero
y alegre, típico de los cucuteños de antes, de los cuales pocos ya quedan.
Para descubrir su misión en este mundo como
profesional de la Salud, al dedicarse por años al estudio de la medicina y sus
avances, convirtiéndose en un gran Médico acertado y afamado, sin desmeritar el
resto, ya que con solo oír su voz y observar su presencia muchos de los
enfermos se curaban, siendo pionero junto con otros compañeros y colegas de las
nuevas prácticas de la ciencia en busca de preservar la vida en los primero
años de trabajo en el antiguo Hospital San Juan de Dios –hoy Biblioteca Publica
Julio Pérez- y en las tan acostumbradas consultas particulares a sus pacientes
en sus casas de habitación.
Para encontrar el deleite en sus grandes
pasiones: su familia la cual formó junto a doña María Elena Gómez, a quien con
amor llamaba Mariela y sus cuatro hijos Emilio, Miguel Antonio, Igor y Carlos;
la lectura y escritura hábitos que mantuvo hasta casi el final de su
existencia, compartiendo amenas tertulias con sus amigos, publicando libros y
artículos en prestigiosas revistas y periódicos.
El campo y la ganadería, teniendo afamados criaderos
de ganado cebú puro y vacas de la raza girolandas en fincas de su propiedad en Norte
de Santander y el estado Táchira -por aquello de que era hombre de frontera fruto
de la unión de dos culturas- lo cual lo llevó a ocupar los primeros puestos en
ferias regionales y nacionales.
Su ciudad Cúcuta, teniendo gran sentido de
pertenencia como cucuteño nato comprometido con la capital y el departamento,
se forjó un líder de respeto y credibilidad en los distintos círculos sociales
a los que pertenecía, alzando su voz de protesta cuando las situaciones
injustas y deshonestas lo ameritaban, haciendo propuestas que le apostaran al
desarrollo y generando acciones de cambio social, convirtiéndose en
protagonista en el escenario político como lo demostró en su paso por el
Concejo.
Su afición por la historia, en la cual se
dedicó a estudiar grandes personajes y acontecimientos de tiempos pasados que marcaron
un hito, defensor de los ideales de Francisco de Paula Santander, definiéndose con
orgullo como un “Santanderista”, siempre dedicado a demostrar con hechos la importancia de este prócer en la independencia y en el
desarrollo del país.
Su predilección por la historia en 1990 define un momento
trascendental en su vida al ser presentado por aquel entonces por importantes
académicos de la época Laura Villalobos, Fernando Vega, José Luis Villamizar y
Julián Caicedo, a formar parte de la Academia de Historia de Norte de
Santander, quienes vieron en el nuevo miembro todas las cualidades para ocupar tan
alta dignidad, a la cual perteneció como miembro correspondiente y luego de número;
dignidad que también representó en otras academias como la de Ocaña, la de
Santander, la Nacional y la del Táchira en Venezuela.
No tardó en llegar cuando ya se empezó a destacar el
líder nato de su ser, ocupando cargos en la junta directiva, hasta que sus compañeros
decidieron otorgarle su voto de confianza al elegirlo por más de un periodo en
el cargo que reviste la mayor jerarquía en cualquier organización, el de presidente,
el cual asumió con la gallardía, sencillez, humildad, responsabilidad y disciplina
características en él; dando la apertura cambios transcendentales en el tiempo
que fueron cruciales para las futuras generaciones de académicos; siendo asesor
vitalicio de las posteriores juntas directivas a las cuales perteneció en su
mayoría y convirtiéndose en el faro que direccionó muchas de las decisiones
significativas en su tan querida academia.
Fue tanta su devoción por la Academia de Historia de
Norte de Santander; que me atrevería a decir que aún más que la medicina, la
cual siempre fue su esencia pura, que no desperdiciaba el tiempo en buscar
nuevos candidatos que presentó y que fueron aceptados como miembros correspondientes
en primera instancia de su institución.
Cómo olvidar una sesión solemne en la casa del General
Santander en Villa del Rosario, cuando acabando la toma de juramento de un
nuevo académico, se pone en pie de la silla en donde se solía sentar y voltea,
abre sus brazos y con voz enérgica me dice: “y usted cuando se va animar Dra.
Pilar”, - esto me lo dijo, porque duré asistiendo asiduamente a la Academia
como invitada aproximadamente seis años desde que había sido presidente de la
Cámara Junior de Colombia – JCI - capitulo Cúcuta en el año 2003.
Sin afán alguno, solo con el ánimo de aprender de los que
saben, como siempre lo digo, citando como ejemplo dos grandes referentes don
José Tolosa Cáceres y el Dr. José Neira Rey, académicos a quienes les tengo
respeto y gratitud infinita -, desde ese instante se convirtió en mi padrino,
palabra con la que se designa por costumbre en la JCI al junior que presenta un
nuevo miembro, quien junto a una mujer extraordinaria en todos los sentidos,
Cristina Ballén Spanochia, gran educadora nortesantandereana, presentaron mi
nombre ante la academia; y no podría tener mejores padrinos, a quienes por
respeto y admiración desde aquel entonces les pedía, con gran alegría y
orgullo, sin importar las personalidades o el acto en donde nos encontráramos
la bendición, bendición que ni en su lecho de enfermo me dejó de contestar “Mi
Padrino Pablo Emilio”.
No se podrán borrar de mi mente los buenos recuerdos de
los momentos vividos durante todo el tiempo que Dios me permitió caminar al
lado de él, como lo son los encuentros en las sesiones solemnes de la Academia
de Historia de Norte de Santander; las visitas a su casa en algunas ocasiones,
en su consultorio cuando ejercía, otras en su amplia biblioteca y algunas otras
en el patio jardinero, en donde siempre se encontraba leyendo o escribiendo,
allí solíamos reunirnos con mi madrina Cristina Ballén o con los académicos
Ernesto Collazos Serrano, Arturo Valero Martínez, Gustavo Gómez Ardila, Eduardo
Duran Gómez, los médicos Julio Coronel Becerra y Rosendo Cáceres Durán, y su
esposa e hijos cuando se encontraban presentes.
El pretexto de la costumbre cucuteña de invitarnos a
comer una hayaca, pero la verdad era que en esos encuentros aparte de aprender
de todo un poco, porque los temas eran variados, me divertía con las
ocurrencias, anécdotas de los asistentes.
Su alegría al recibir los diversos entes públicos y
privados, las innumerables exaltaciones, actos a los que en alguna ocasiones
cuando el trabajo me lo permitía con gusto lo acompañé; su discurso en mi
posesión como académica un octubre del 2009, esas palabras las cuales guardo
como un tesoro y que todavía resuenan en mis oídos; su conocimiento al darme el
concepto sobre las investigaciones históricas que he realizado, porque antes de
presentarlas me colocaba como requisito contar con sus sugerencias y aprobación.
Su presencia en primera fila a mis eventos de capacitación, porque siempre
conté con su respaldo absoluto.
Nuestras conversaciones sobre el campo y la ganadería; su
capacidad de captar si me sucedía algo cuando en alguna reunión me perdía en el
tiempo; sus palabras y consejos sabios y certeros.
Las visitas durante su enfermedad que al principio fueron
cada ocho días y al final se volvieron diarias, aunque solo fuera por unos
minutos, en donde lo encontraba lleno del cariño, los cuidados y las atenciones
de su esposa, hijos, nueras, nietos y familia, de sus amigos, de sus enfermeras
Mónica Delgado –quien lo acompañaba la madrugada que dio su último suspiro-
Yelitze Quintero y Milena Peña, de sus fieles colaboradoras Silia Rodríguez e
Inés Mendoza, y su secretaria por mucho tiempo María Alejandra Capacho; demostrándose
siempre optimista ya que al preguntarle ¿cómo estaba? Me respondía “bien, muy
bien”.
Las caras tristes y el lleno total durante su funeral en
la Iglesia de los Padres Carmelitas, porque las personas que asistimos no lo
hicimos por un compromiso social, sino porque en cada uno dejo una huella
imborrable, como lo diría la esposa del compañero académico Ángel Samuel Sierra
González, Fanny Márquez de Sierra, quienes lo visitaban con frecuencia y
gozaban de su gran afecto: “Pablo Emilio dejó una profunda huella en nuestros
corazones, nunca lo olvidaremos”.
Huella que dejó hasta en la naturaleza, ya que el cielo
no fue indiferente ante su partida a la eternidad, demostrándonos Dios, a
través de ella, de la mejor manera posible que era un ser humano bueno, ya que
como me lo enseñó desde pequeña mi nona Ofelia, creencia que se ha encargado de
reafirmármela mi mamá: “cuando una persona buena muere llueve”, y no fue coincidencia
o desarreglo del clima que un martes 29 de enero este año, una madrugada lluviosa
decidió el Omnipotente que partiera de este mundo Pablo Emilio Ramírez
Calderón, volviéndose a repetir aquel evento natural en su entierro, en donde
en medio del sol cucuteño, el astro se ocultó por unos momentos para dar paso a
un corto pero fuerte aguacero, que hizo que los presentes en la misa que se encontraban
el atrio de la Iglesia Carmelitas, porque dentro no cabían, tuvieran que correr
a resguardarse, volviendo en poco tiempo a brillar el sol con mayor intensidad;
lluvia que acompañó a los asistentes a la eucaristía celebrada en la capilla de
la Medalla Milagrosa en la última noche de su novenario.
Hoy el cielo está de fiesta, y si nos retiramos del
mundanal ruido, cerramos nuestros ojos, disponemos nuestros corazones, y
viajamos más allá del sol, como dice la canción, podremos presenciar la algarabía
que deberán tener sus padres, hermanos; los médicos Julio Coronel, Humberto
Faillace, Reinaldo Omaña; los académicos Don José Tolosa Cáceres, Jaime
Contreras Valero, Laurita Villalobos; entre otros familiares, médicos, académicos
y amigos, pidiendo permiso al Altísimo, y ultimando los preparativos para
iniciar la celebración de los 92 años de su querido Pablo Emilio.
Festejo al que también nosotros, los que lo llevamos en
el corazón, nos unimos, aunque nos embarga la tristeza por no contar
físicamente con su presencia, abramos nuestros brazos y fundámonos con Él,
mágicamente, en un abrazo inmenso, dando gracias a Dios por permitirnos conocer,
aprender, compartir y caminar al lado de un hombre incomparable con una vida
excepcional.
¡¡¡FELIZ CUMPLEAÑOS PADRINO PABLO
EMILIO!!!
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
El fue medico de mi bisabuela que duro 98 años, medico estudioso.
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