Oscar Peña
Granados
Haciéndole un escape a los sucesos en nuestra
´Locombia´, los ya vistos y los por venir, quería contarles los recuerdos que
me despertaron la crónica sobre los papelones cucuteños de la periodista Mary
Stapper.
En primer lugar con respecto a su nombre de ´papelón´,
tengo una hipótesis, sin ninguna base para confirmarla diferente a la de mi
imaginación y es que atribuyo el origen de ese nombre, en lugar al de
´raspado´, a la figura de cono del recipiente plástico en que se colocaba el
hielo, al cual posteriormente se añadían los demás componentes. Esta es la
forma que tenía también la panela en Venezuela, diferente a la cuadrada en
nuestro país, y se le conocía como ´papelón´. ¿Será cierta mi teoría?
En mi caso la erudición sobre los ´papelones´ nace de
la experiencia con el señor que los vendía cerca al colegio Calasanz, allá por
los años 66´ al 68´. Era el propietario de un carrito de madera pintado de
blanco con bordes rojos; en la parte superior bien alineadas hacia los bordes,
estaban las botellas que contenían las esencias de diferentes colores y sabores
que luego se usarían en la preparación; y en el centro el bloque de hielo, un
poco más abajo, para poderlo proteger del inclemente sol cucuteño de manera que
aguantara la jornada de trabajo. Lo raspaba y de ahí sospecho nace el otro
nombre, ´raspado´, con un instrumento metálico y luego vertía ese hielo raspado
en los conos. Otros vendedores más elegantes tenían un aparato especial que
pulverizaba al hielo, pero en el caso de mi experto era más manual la cosa.
Consultando fuentes de alta fidelidad, radicadas en el
vecino país, me informan que los ´maracuchos´ de tierra cálida como la nuestra,
le llaman cepillados, sospecho que debido al uso del mismo instrumento con el
cual se raspa o cepilla el hielo.
En el país de al lado, más elegantes y en épocas de
bonanza económica, el carro era halado por un burro inicialmente
(transformándolos en vehículos de un burro de fuerza) y luego se pasó a utilizar
una bicicleta; pero en el caso de mi proveedor era él quien se encargaba de
empujarlo por las calles gritando ¡¡¡ papelones!!!, hasta llegar cerca al
colegio.
Era rara la tarde que no me comía un ´papelón´ gracias
a la tal vez primera experiencia con el crédito personal que me brindaba el
señor, permitiéndome quedarle debiendo cuando las finanzas personales o el
genio de mi papá andaban mal, afortunadamente sin ninguna tasa de interés.
Gracias a esta oportunidad mi preferido era el más
caro, el más grande, con abundante cantidad de esencia roja mi preferida y de
otra con color amarillo, coronado su tope con un charco de leche condensada y
miel, que formaban un delicioso pegoste que aún hoy en día imito, eso sí
añadiéndole unos deditos de ron buscando un sabor parecido al del ponche
venezolano.
No sé si los vendedores de ´papelones´ hayan
desaparecido de las calles cucuteñas, pero en otros lugares evolucionaron a
negocios con un local fijo como los que he encontrado en las ciudades
turísticas de Cundinamarca y los que me reporta mi informante en la ciudad de
Maracaibo.
Junto a este señor se hacía el vendedor de otra de las
delicias callejeras cucuteñas, los posicles y ese nombre si seguro que se
deriva del término gringo popsicle: paleta de hielo. La figura icónica para mí
del vendedor de esta clase de helados fue ´Pinocho´ cuyo nombre de pila era al
parecer Antonio; aún lo veo con sus termos llenos de helados de curuba, de
mantecado, de guanábana, riquísimos. Tenía la costumbre de apostar el helado a
un carisellazo y según los dictados de la suerte podía uno tener el helado
gratis o quedar con el antojo y el saborcito en la boca de lo que pudo ser y no
fue.
´Pinocho´ fue vetado por los padres escolapios debido a
que cayó en el pecado del adulterio, siendo sorprendido por su cónyuge cuando
disfrutaba de la agradable visita de su concubina en una de sus jornadas de
trabajo, formándose tremendo escándalo con golpes, piedra, etc, etc, lo cual
obligó a la intervención de los sacerdotes para que la cosa no pasara a mayores.
Y claro que habían otras ofertas gastronómicas
alrededor del colegio, si me permite nombrar algunas estaban los pasteles de
garbanzo de España, con su picante sabrosito, el ponche que salía de una llave
conectada a un recipiente igualmente adosado a un carrito de madera, los
coquitos que vendía un señor que tocaba una campanita similar a la usada en
la misa y que pregonaba su producto con un acento singular: coquitoos y
también el de las solteritas con su crema sabrosísima y la base de
hojaldre.
Y en cuanto a la higiene pues a Dios gracias no sufrí
ninguna intoxicación alimentaria, lo cual no quiere decir que este tipo de
alimento fuera inocuo, era cuestión de suerte pues un chuzo de carne de los que
venden en el parque Santander casi me manda al hospital.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
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