‘Hay de todo como en botica’, solían decir nuestros abuelos, un refrán muy cierto porque en esos asépticos negocios impregnado a naftalina y en un ambiente casi de solemnidad, se encontraban pastilla para calmar cualquier dolencia, el ungüento que hacía desaparecer un lobanillo, pócimas mágicas para conseguir dinero o hacerse merecedor de los afectos de la mujer amada, cualquiera fuera el gusto del cliente.
En el ojo de boticario, que es un mueble lleno de cajones en el que los antiguos boticarios guardaban lejos del ojo fisgón y de manilargos las materias primas más valiosas y difíciles de conseguir, se escondían con gran celo aquellas fórmulas magistrales con componentes ocultos, refundidas entre piedras preciosas como rubí y esmeraldas, nácar y hasta estupefacientes que se usaban en la ciencia farmacéutica.
Sin embargo, en nuestros días el oficio de boticario está en vía de extinción como muchos otros que se van quedando guardados en el cuarto de San Alejo, como dijeran nuestros mayores, “ocultos en la retina del tiempo”.
No es común, como en tiempos pretéritos, verlos en sus laboratorios rodeados de cucharas de medir, morteros y mazos, tubos de ensayo, vasos de precipitado, sales minerales y sustancias químicas en frascos de diferentes colores, tamaños y grosores.
Los boticarios en sus mejores tiempos fueron los guardianes de los secretos de la alquimia, los que buscaban la piedra filosofal para lograr la inmortalidad, quienes más conocían sobre las propiedades curativas de las plantas y depositarios de fórmulas ancestrales heredadas de generación en generación.
También llegaron a ser la mano derecha del médico y en muchos casos hicieron de galenos diagnosticando con mucho acierto al paciente, que una noche cualquiera tocó a su puerta en el delirio de una fiebre alta o en el paroxismo de un cólico biliar.
Ellos de forma meticulosa y consagrada dedicaron su conocimiento a preparar los medicamentos recetados a los enfermos por aquellos impolutos profesionales de la medicina en sus consultorios, así como a suministrarlos en las dosis prescritas a fe de levantarlos de los lechos de enfermos y no enviarlos a la tumba.
Antiguas boticas de Cúcuta
La droguería San José, ubicada en sus inicios en la esquina de la avenida novena con calle 11, fue una de esas boticas en el centro de Cúcuta que tuvieron el reconocimiento popular, regentada por Marco Antonio Romero, fundador y propietario hasta que vencido por los años murió en santa paz, dejando el legado a su hijo Jorge Enrique Romero.
Este cucuteño recuerda que su papá pasaba muchas horas del día dedicado a la preparación de diferentes medicamentos, que servían para aliviar las dolencias de sus numerosos clientes, venidos especialmente de los barrios pobres de la ciudad y de la hermana Venezuela.
Este avezado boticario, muy conocido y respetado en la ciudad, preparaba en su laboratorio secreto un compuesto que se le agregaba al laxante Citromel y que contenía ruibarbo, jalapa y boldo.
Ese preparado era muy solicitado para la limpieza del hígado, que Don Marco prescribía con una estricta dieta, fórmula que le dio buenos dividendos así como fama que trascendió fronteras, porque desde el otro lado de la frontera venían a llevarla y se multiplicaban sus clientes, cuenta con nostalgia Jorge Enrique.
En el libro ‘Sucedió en Cúcuta’, editado en noviembre de 1995, de Carlos Eduardo Ordúz, se lee: “cuando no existía tanto médico, menos especialistas para cada enfermedad como hoy en día, inició su carrera brillante como farmaceuta don Marco Antonio Romero. Son más de 50 años al frente de la también famosa botica San José, quien por su trayectoria en el aspecto de la salud del pueblo cucuteño merece reconocimiento especial... trabajando fuertemente con el mortero y el mazo como buen farmaceuta”.
Don Marco Antonio murió a la edad de 90 años, el 2 de julio de 2004; una vida longeva gracias, seguramente, a las mismas bebidas medicinales con las que tanto ayudó a los cucuteños.
Sus propias marcas
En la esquina de la avenida 6 con calle 11, frente al parque Santander, está la droguería Ruiz, fundada por Víctor Manuel Ruiz Carvajal, un viejo farmaceuta que preparaba sus propios medicamentos para la amplia clientela: el popular Ali Cerebral Ruiz Neovita, una vitamina para el cerebro, fórmula que se llevó a la tumba.
Bertha Peñaranda, una de las actuales propietarias de la droguería, contó que don Manuel Ruiz preparaba en su laboratorio Leite de colonia, usado durante décadas para el cuidado facial.
Así mismo, ungüentos de su amplio portafolio de preparaciones para aplicarlos en las zonas infectadas para acción desinfectante, antiinflamatoria y astringente, al igual que loción contra los piojos, el afamado purgante ‘Las nueve mañanas’ e inciensos medicinales.
De esa vieja farmacopea aún quedan marcas que todavía preguntan los clientes de mayor edad, como Agua Florida de Murray, que es una esencia con más de doscientos años de historia indicada para el dolor de oído, el pasmo, cuidado de la piel y para eliminar los dolores de cabeza producidos por el estrés.
Agualucema Suprema y otros descontinuados como Tricofero de Barry, que tiene como ingrediente esencial el aceite de ricino y el Pantenol, “bendito para evitar la caída del cabello”, según Bertha Peñaranda.
Medicamentos que ya no están
Manuel Suárez fundó en 1965 la droguería Suárez, que todavía funciona en la calle 12 entre avenidas 8 y 9; actualmente es regentada por su hijo Manuel Suárez, quien tiene 45 como farmaceuta.
“Esos fueron los mejores años, con un comercio increíble. En nuestra farmacia para comprar la gente hacía colas hasta de dos horas, con un prestigio ganado junto a la farmacia San José y Santa Teresa”, recuerda.
El papá y el hermano, que ya fallecieron, eran autoridad y muy acertados en la prescripción de medicamentos, muchos que ya están descontinuados, como el Wampole, jarabe Pipelón ‘para el niño chiquito y barrigón’, jarabe reconstituyente Forzán, Hemoglobina jarabe, Obleas Carmen, Mejoral, entre otros, según Manuel Suárez.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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