Esta pequeña historia que afortunadamente no es muy larga, la cuento con alguna frecuencia no solo porque la disfruto, sino porque me trae buenos recuerdos y porque a pesar de la distancia se me hace parecida a casi todas de ustedes. Ello porque a pesar que soy más cucuteña que nadie, me siento un poco más caucana, payanesa y acaso de Silvia, este el pueblo por el que mi padre tuvo sus mejores afectos.
La vida, porque no existe otra consideración, se llevó a mi padre para la frontera otrora tierra de las oportunidades, allí sentó sus reales y resolvió volverla suya. Él siempre pensó que Cúcuta le había sido generosa, no solo por lo que logró, sino porque le dio oportunidad de crecer en todos los sentidos y, al final, con el esfuerzo y el trabajo que muchas de ustedes le conocieron, lo volvió uno de los suyos.
Un día y solo a nombre de su viejo partido liberal intentó ser su alcalde. Se equivocó porque creyó que las elecciones se ganaban con el trapo rojo y siendo honesto y limpio. No lo logró porque las maquinarias y las triquiñuelas lo derrotaron. Lo que pasa es que mi papá era un hombre guapo que no le tenía miedo a nada.
A título de anécdota, el ingeniero de la muy ilustre universidad del Cauca, perteneciente a una familia de gran reconocimiento, tuvo que aceptar el cargo de jefe de mecánicos de un concesionario de automóviles lo que, por supuesto, era un oficio menor para su condición. Lo que pasa es que, por encima de todo, era menester ser decente y llevar el sustento a su familia
Mi padre, para los que no lo conocieron, como ya les dije era un hombre guapo, arisco y que se enorgullecía de saber que casi todo se lo había ganado a pulso y que profesional o personalmente aceptaba con agrado las cosas que implicaban un reto.
Solo para mencionar compró y colonizó una tierra difícil, la sembró la hizo producir y se volvió un importante productor de pitaya. En oportunidades se le veía dirigiendo a sus trabajadores sin soltar el azadón, porque sentía que eso lo vinculaba a la tierra. Es que advertía que él era un campesino guambiano.
Trajo de alguna parte unas semillas de una planta que solo nace en los climas más duros, solo porque creyó, sin mucha fortuna que, los desiertos que rodean su nueva ciudad eran los adecuados para darle vida. Amaba los animales y los protegía, pero los que eran de trabajo debían ser cerreros como el amo.
Su caballo tenía el nombre de corcel de epopeya y solo se dejaba montar por su amigo el patrón. Debo contarles que más de una vez lo tiró de su montura.
Era católico sin estridencias, pero cumplidor de sus obligaciones religiosas. Alguna vez formo parte de grupos cercanos a su iglesia. Cuando tuvo alguna libertad económica porque le gustaba y porque sentía la necesidad de apoyar a su mujer, volvió su casa la casa de todos.
Allí permanentemente había gente todos los pelambres. Los amigos de sus hijos, las reinas, sus amigos, los curas, los obispos y me imagino que algún cardenal. Siempre, para todos, la mesa estaba puesta.
Intentó ser culto y lo logró en gran medida. Le interesaba la lectura, especialmente de los clásicos, la música y especialmente sus paseos por el mundo. Ahora lo recuerdo hablando deliciosamente de Madrid, Nueva York o de algún pueblo de la campiña francesa.
Fue un hombre generoso de verdad, no solo con su entorno familiar, sino fuera de él. No hace mucho tiempo me topé con alguna persona mayor que me contó agradecida que aún vivía en la casa que él le ayudó a construir.
Lo llamaron Lucio Julián, pero él tomó el Julián y lo volvió un nombre recio, trabajador, y eso le encantaba.
Al final, cuando llegó el momento aceptó la muerte con seriedad y sin temor. Supongo que porque creyó que había cumplido y porque había pagado todas las cuentas con las que comprometió.
Hasta el final, intentó ser buen ciudadano y trató de ser de ser un buen padre y un buen amigo. Quizá soy excesivamente generosa. Pero se trata de mi padre.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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