Guillermo Carrillo Becerra
La industria del turismo es, hoy por hoy, la empresa económica más importante del mundo, tanto por el dinero que mueve, como por los millones de puestos de trabajo que genera. Por eso, los países con un rico pasado cultural —castillos, catedrales, plazas— aunado con una infraestructura comunicacional y hotelera de primera categoría, han hecho de ese renglón su mayor fuente de ingresos; es el caso de España, Italia y Egipto.
Colombia a pesar de sus riquezas naturales, no es un destino turístico de primera línea; todos los gobiernos que han existido no se han preocupado, en debida forma, por fortalecer esta actividad que nos permitiría obtener las divisas que tanta falta nos hacen para nuestro desarrollo y así evitarnos esa actitud mendicante ante los países ricos para que nos den una limosna, luego de sufrir toda clase de humillaciones e imposiciones.
Los dirigentes de este terruño tuvieron la idea de hacer de este pedazo de frontera un atractivo turístico para los venezolanos, a través del comercio; desafortunadamente, los resultados no fueron los mejores, ya que la ciudad fue invadida por una cantidad de vagos y malandros que llegaron de todos los rincones del país a hacer de las suyas. Hoy lo que tenemos son cordones de miseria y una plaga de vendedores de baratijas que se han tomado por asalto las principales calles, convirtiéndolas en verdaderos muladares. Dentro de los negocios que fundaron los aventureros advenedizos, obviamente se encontraba la trata de blancas y el comercio sexual, que tuvo su mayor auge en un sector especial llamado: LA INSULA.
LA ÍNSULA es un barrio ubicado al norte de la ciudad, a los costados de la vía Panamericana. Hoy está conformado por distintas industrias, especialmente talleres mecánicos, que se construyeron sobre las mismas edificaciones que hasta hace unos 23 años, servían de casas de lenocinio, cuyo mayor crecimiento se dio desde 1960 hasta 1982. En ese lapso, Cúcuta vivió un boom económico, que se tradujo, entre otros aspectos, en un fuerte incremento de la oferta sexual femenina —en especial caleñas, paisas y costeñas— para satisfacción de las hordas de venezolanos que nos visitaban. Más que turistas, esos personajes con lanchas de 8 cilindros y manojos de billetes, eran tiristas que nos visitaban con el loable propósito de sacarle brillo a la bayoneta.
A pesar de la abundancia de dinero, el barrio no lucía bien en su arquitectura y en los servicios; las calles no eran pavimentadas y por ello el sector permanecía envuelto en una nube de polvos variopinta. Había una treintena de negocios de diversos estatus; antros, como “El Platanal” y “La Dama de Azul” eran el lugar preferido de lo más granado de nuestra fauna hamponil: chulos, jíbaros, pirobos y choros, que andaban con el gallinazo de la muerte en el hombro. Luego seguían los burdeles de clase media, como “Villaluz” y “La Quinta”, en donde se daban cita —los fines de semana— los empleados de rango medio, dispuestos a quedar limpios de esperma y biyuyo. Y en el estrato 6, los lugares dedicados al placer del notablato local y el pudiente tirismo venezolano, y cuyo referente por excelencia era:
EL CAMPESTRE. El rey de las mancebías de la ciudad. Era una edificación de amplios salones, de múltiples habitaciones para adorar al dios Eros, piscina, restaurante y otras comodidades dignas de una clientela exquisita y exigente. El 6 de enero de todos los años, se efectuaba un baile de gala, con epicentro en el salón principal, que era profusamente adornado para tan fastuosa ocasión. A un costado de la tarima, el árbol de Navidad aparecía grande y majestuoso. Un pino artificial en el que las esferas de colores y las luces intermitentes centelleaban y arropaban aquel pesebre que se alzaba a sus pies, construido con montañas de papel verde, ovejas y fieras de plástico, ríos de papel de aluminio y pastorcitos de barro; y el Niño Dios —en medio de los Reyes Magos— resaltaba como figura y eje de aquella celebración pagana.
El amplio salón lucía resplandeciente, totalmente iluminado y aromado con azahar y astromelia; del techo pendían guirnaldas, serpentinas y globos: todo dispuesto para celebrar un año más de felicidad y goce. Los caballeros —integrantes del cogollo social local— asistían por invitación especial; vestían de traje y corbata y se comportaban de acuerdo con los rigores de la más rancia etiqueta que se pueda imaginar. Las chicas de la casa tenían un estupendo pretexto para estrenar hermosos vestidos largos de organza, tul y samir, en distintos tonos de malva y orquídea. Mujeres de hombros desnudos y escotes generosos, de ampulosas caderas y miradas felinas, efluvios de Chanel y Anaís, muñecas de oropel que retozaban alegremente en mullidos sillones a la espera, cada una, del apuesto galán que la colmaría de mimos y atenciones en esa noche tan especial.
La música no cesaba de retumbar; la orquesta de renombre regional, no daba a basto para cumplir las peticiones: “maestro, queremos escuchar las canciones de Daniel Santos, la Sonora Matancera, los Melódicos, la Billos”… las parejas entraban, salían, se ponían de pie, mudaban de asiento… el otoñal profesor —de porte clerical y mirada serena— estrechaba con dulzura la cintura palpitante de una beldad y, cuando inclinaba la cabeza al sonido de los compases, su mejilla reposaba sobre una tersa piel de armiño… otras parejas se movían con soltura, llevaban el compás con esmero y daban al baile los visos de deleite y erotismo que les corresponden… se oían gritos, risas y brindis… se bailaba, se tomaba, se amaba… todos se divertían, cada uno a su manera… nada importaba, la vida no se detiene; la vida con todo su bagaje de amores, llantos, celos y pasiones.
Cuando, pasada la media noche, el licor exaltaba los espíritus, aparecían los gracejos de las damas, los epigramas de los genios agudos, las cuitas tiernas de los amantes, y hasta las sandeces de los zopencos y necios; todo hacía reír, todo coronaba de alegría esa gala servida hasta el amanecer. Y como remate de la fastuosidad, los galanes cumplían efusivamente —con mayor placer que en la casa— los requerimientos eróticos de sus amadas, con la energía propia de un mancebo formado en los dulces lances del Kamasutra. ¡Eso sí era rumba! ¡Qué Club Social, ni que ocho cuartos!
LOS PERSONAJES
Como toda comunidad que se respete, La Ínsula también tenía su folclorismo típico, representado en las excentricidades de algunos de sus habitantes. Veamos unos cuantos:
LA COBRADORA. Su nombre era simplemente Toña, sin apellido conocido. Era una cincuentona que desempeñaba funciones detectivescas, ya que los dueños de los negocios la contrataban para que localizara a los firmantes de los vales morosos, y los ejecutara de inmediato. Su estilo era terrorífico porque llegaba al sitio de trabajo del paciente —Alcaldía, Gobernación,…— y de inmediato empezaba a regar el cuento por las oficinas de que “el doctor Aniceto se está haciendo el toche para cancelar una cuenta de farra, de hace 3 meses, con el bar Tolo”. Naturalmente, la llegada de Toña hacía que los morosos le entregaran de una vez el dinero, antes de que ella empezara con su parloteo. Aquí en la U, más de una vez vimos a Toña localizando a unos cuantos brillantes profesores, hoy juiciosamente en uso de buen retiro.
EL PELUQUERO. Es el único sitio que ha existido en la ciudad en que se hacía peluquería de pubis. Su propietario era el marico Amapolo, que le prestaba sus servicios de belleza a las damas del barrio. Sus tratamientos eran famosos por lo efectivos que resultaban, tales como: masajes para las de músculos pélvicos agotados; tónicos capilares para las de bigote ralo, y despunte y chiripiada para las de luenga cabellera.
LA PROFESORA. Era una trozuda negra valluna, experta en las artes amatorias y que se encargaba de entrenar a las novatas en los diversos vericuetos del ejercicio profesional. El curso tenía una duración de un mes y su propósito no era otro que el de obtener el diplomado como "Puta Todoterreno". Se graduaban con honores —en ceremonia especial— aquellas que hubieran obtenido las máximas calificaciones en las asignaturas más complejas: “Negociación de Tarifas”, “Tiempos y Movimientos” y “Aplicación de los Tres Platos”.
LOS MÉDICOS. Para el servicio de la comunidad y, dada la naturaleza de la fuerza laboral del sector, el Ministerio de Salud estableció un profiláctico para garantizar la buena salud de los habitantes. La mayoría de los médicos eran recién desempacados de las universidades, que realizaban la medicatura y les tocaba convivir con una población mayoritariamente femenina. Eso hacía que los problemas que se presentaban estuvieran relacionados más con la ginecología que con cualquiera otra rama de la medicina. Por dicha razón, las damas acogieron con mucha alegría a 2 jóvenes galenos cucuteños, de origen japonés, cuando estos fueron nombrados para el cargo. El primero de ellos, el doctor Yosimiro Zukukita, fungía como director del centro y era muy consagrado al momento de examinarlas; en cambio, su colega y colaborador, el doctor Masato Takepisha, era un alborotado que, haciéndole honor a su apellido, lo pasaba en permanente izada de bandera.
-Post Scriptum. El autor agradece a los jubilados sin oficio que, con sus anécdotas y chistes, hicieron posible este artículo fantasioso.
(Cúcuta, Agosto de 2002.)
Recopilado por : Gastón Bermúdez V.
Estimado señor Bermúdez,
ResponderEliminarActualmente estoy trabajando en un reportaje sobre de Cúcuta en los años 50 y 60 y me gustaría muchísimo hablar con usted - le escribo desde el Reino Unido - ya que veo conoce mucho sobre el tema y quizás pueda sugerir otros expertos con los que me pueda conectar para mi investigación?
Mi correo de contacto es: correo.contacto.colombia@gmail.com
Le agradecería muchísimo si me pudiera escribir y sugerir como me puedo comunicar con usted directamente.
Cordial Saludo.
Carolina