miércoles, 11 de abril de 2012

155.- LA TURRA PETRA

Pablo Chacón M.



De aquella sorpresiva noticia han corrido más de treinta años.  Recuerdo que de su muerte me enteré por un noticiero de la mañana.  Un habilidoso periodista entrevistó por la radio a varias personas, todas ellas de diferente condición social, para recoger el concepto que en vida habían tenido sobre el personaje.

Como entiendo que para la generación actual aquel deceso no debe tener ninguna importancia, he resuelto, dada su especial condición humana, ejercer el oficio de viejo cronista, para permitirme la inmensa satisfacción de devolverle, con esta breve reseña, parte de las atenciones que me deparó, desde cuando siendo un estudiante de bachillerato, culminaba mis noches de juerga, acompañado de algunos amigos, en su restaurante de la avenida quince, vía al cementerio, donde un sugestivo nombre, "AQUÍ ME QUEDO", cubría toda la pared del frente de la vieja casona.

Dudando que a ella le hubiera gustado, pero fiel a la realidad, empiezo por describirla conforme la recuerdo.  Una mujer pequeña y gorda de, aproximadamente, uno con cincuenta de estatura, que pesaba más de ochenta kilogramos.  Por ello debo advertir, antes de continuar, que debido a su protuberante estómago, resultaba más fácil saltarle por encima, que darle la vuelta.  Tenía una cabeza inmensa y una cara redonda, que resultaban demasiado grandes para su cuerpo.

Su pelo negro y lacio lo mantenía siempre recogido en una descomunal moña, que exhibía diariamente, como el kepis de un oficial de infantería.  Su nariz larga y ancha, intrusamente atravesada en medio de sus pequeños y avispados ojos, daban el toque final a su recia, como impetuosa personalidad.

A estas alturas del relato se preguntarán, quienes no tuvieron la oportunidad de conocerla, en qué consistía la gracia de la Turra Petra.  Para sacarlos de esa inquietud, a continuación, habré de decirlo.

Era la reina de las pezuñas de cochino y la emperadora de las chuletas de cerdo.  Soberana absoluta de las delicias del colesterol.  Su casa, inicialmente tenía un salón pequeño, que posteriormente amplió, cuando la convirtió en una de dos pisos.

Cuentan que sus vecinos no cenaban de noche, porque se alimentaban percibiendo el olor de su rica fritanga.  Dicen que cuando construyó el salón del segundo piso, suprimieron también el almuerzo.

Había que verla, en la mitad de la cocina, parada frente al inmenso perol hirviendo, con la barriga pegada al sofocante calor del carbón, armada de un gigantesco cucharón de palo, revolviendo con increíble precisión los condimentos, como si se tratara de un auténtico director de orquesta, que mantiene extasiado a su público, mientras dirige con batuta mágica, un concierto increíble.

Nada como observarla, parada al pie de los fogones, como tallada en piedra de cantera, hablando sin parar, contando historias callejeras y pronunciando palabras de grueso calibre, mientras su mano magistral, ablandaba, con calculadas gotas de vinagre, hasta su punto ideal, la rigidez de las pezuñas.  

Pero su verdadero encanto no estaba reducido a su simple sazón.  Estaba en su lengua y en su simpatía personal.  La gente hacía cola no sólo para entrar a comer, sino para oírla.  Por su salón nocturno desfiló todo el mundo:  gobernadores, alcaldes, congresistas, mujeres trasnochadoras, taxistas, obreros y patrones, personajes importantes y seres anónimos.

1/1


Allí, uno se enteraba de todo lo que había ocurrido en la ciudad:  a quién echaron de la casa por llegar tarde; cuál la muchacha que había dejado al marido, por irse con un serenatero; cuál el empleado municipal que había esquilmado el presupuesto el día anterior; cuál la secretaria departamental que peleó con su vecina, por exceso de confianza con su marido.  Todo por boca de ella, que a borbotones lo iba soltando.  Luego de desocupar su barriga de tanto chisme, soltaba una estruendosa carcajada, que se oía hasta el parque Santander.

Petra, la mujer que acostumbraba encabezar con los taxistas de la ciudad, el desfile de la fiesta de la Virgen del Carmen, hace muchos años dejó de hacerlo.

Al extinguirse la existencia de la salazareña Petra Ramírez, el 22 de octubre de 1973, hubo de entristecerse el inmenso perol y apagarse el fogón.  Una mano caritativa, quizá, debió hacerse cargo de las ollas, que como hijas de Petra, debieron añorar por mucho tiempo su prodigioso brazo, que, al compás del inmenso cucharón de madera, les dio a las pezuñas de cerdo un sabor a milagro.

El día de su entierro las dos filas de taxis, que por más de tres cuadras desfilaron con ella, dejaron una huella de lágrimas eternas, que aún gimen de tristeza, al recuerdo de Petra.

Era más que una amiga, madre de los taxistas.



Recopilado por : Gastón Bermúdez V.

3 comentarios: