sábado, 23 de febrero de 2013

337.- LA RUMBA DE PASCUA DE ENTONCES


Gustavo Gómez Ardila

Nazareno con matraca

Había que esperar hasta las 12 de la noche del Sábado Santo, para volver a escuchar música, suspendida en la radio desde el Jueves Santo, lo mismo que los repiques de campanas en las iglesias y cualquier otra manifestación de alegría.

El mundo estaba triste. El jueves aprehendían a Jesús y debíamos solidarizarnos con él, visitando monumentos y orando por su agonía en el Huerto. El viernes le daban muerte, en la más cruel infamia de todos los tiempos, y los creyentes debíamos llevar luto en el cuerpo y en el alma. En lo posible debíamos vestir prendas blancas u oscuras, y las muchachas debían abstenerse de llevar blusas de colorines. Les eran prohibidos los escotes y la falda arriba de la rodilla.

Para llamar a los fieles a las ceremonias religiosas, durante los días santos, se usaban  matracas en lugar de campanas. Las imágenes de los santos en los templos estaban cubiertos con velos morados.

Los nazarenos, con túnica larga y un capirote que les cubría la cara y la cabeza, se tomaban los templos y las calles, imponiendo disciplina de creyentes e invitando a la oración y el sacrificio.

Para los muchachos de entonces, las procesiones eran la única distracción de aquellos días y en ellas encontrábamos el pretexto preciso para acercarnos a la novia o a la amiguita, sin que la suegra se interpusiera.

El jueves acompañábamos el ‘paso’ de la Oración en el huerto, seguidos de otras ‘andas’: San Pedro con el manojo de llaves; san Juan, de bigotico incipiente y una pinta hasta rara; la Verónica con su paño sagrado y la Magdalena con su jarrita de agua y los perfumes, y Jesús, atado a una columna, y el Ecce homo, y detrás, cerrando aquel desfile de tristeza, la Dolorosa.

El sábado era día de luto y de silencio. Los curas nos invitaban a solidarizarnos con la soledad y la infinita tristeza de María. Hablábamos en voz baja, casi que a señas. Pero casi que a señas, los muchachos nos dábamos nuestras mañas para organizar la rumba con la cual celebraríamos, a partir del canto de gloria, la resurrección del Señor.

Era el triunfo de la vida sobre la muerte, decían en las iglesias, y nosotros decíamos que era el triunfo de la fiesta y el coqueteo y el rebusque de novia y el amacice, sobre la prohibición de pasarla sabroso en esos días de vacaciones silenciosas.

El gloria de Resurrección lo cantaban a la media noche en las iglesias, y de inmediato venían la polvorada, los repiques de campanas, los abrazos de “felices pascuas”, la risa, el hablar recio, la alegría, la música en la radio. Desde el canto de gloria se formaba el despiporre.

A partir de ese momento, armábamos la fiesta en la casa de alguna de las muchachas del parche. Allí nos desquitábamos, durante unas cuantas horas, del sacrificio impuesto durante los días anteriores.

 Lo más sabroso de la Semana Mayor era la fiesta de Resurrección. En eso también estábamos de acuerdo con la Iglesia.

Todo aquello fue antes del Concilio Vaticano Segundo. Para bien o para mal, las costumbres se suavizaron, se acabaron el ayuno y la abstinencia, ya no hay matracas ni campanas, las imágenes se acabaron, los santos se mermaron, y la Semana Santa, en muchas partes, se volvió una semana de fiesta, parranda y jartadera. Ahora pienso que en ciertas cosas se le fue la mano al Concilio. Ahora no hay necesidad de esperar al Sábado de gloria, para armar la rumba después de la media noche. La Semana Santa, para la gente joven de hoy, y para muchos viejos, es una sola gozadera.



Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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