Manuel
Ancízar (1812 – 1882)
Al salir de Salazar para la
capital de la provincia encontramos al gobernador que andaba visitando sus
pueblos. Nombrarlo es designar el tipo de la honradez y del patriotismo ingenuo
e infatigable. Hombre de edad provecta, el señor Isidro Villamizar cuenta sus
días por los servicios que ha hecho a la república desde el origen de ésta, y
sin duda los finalizará legando nuevos beneficios a sus conciudadanos, porque
tal es su carácter, leal, sencillo y bondadoso. Tomamos por el camino nuevo con
el objeto de inspeccionar la obra del puente. En la penosa faena de pasar el
río nos sobrecogió la noche, y hubimos de alojarnos en un rancho rodeado de
monte y árboles de cacao descuidados, que entristecían el ánimo con el
espectáculo de la ruina y desolación donde antes fue una floreciente hacienda:
ahora pertenecía a las monjas de Pamplona, es decir a manos muertas, que
marchitaron las labores del antiguo propietario.
Después de los riscos y barrancos
del mal trazado camino, del peligroso paso del río y de la estrecha posada en
el bosque, siguieron las llanuras y potreros sombreados por cujíes de ancha y
aplanada copa que anunciaban la proximidad de los valles cucuteños. Por último,
al subir el espinazo de una pequeña serranía se vio al oriente el solar de San
José cubierto de árboles, y en el fondo las casas blanqueando al abrigo del
multiplicado ramaje.
San José, capital de la provincia
de Santander, por los años de 1734 formó curato separado con el nombre de San
José del Guasimal, y en 1792 se hallaba tan próspera que obtuvo el título de
villa, dejando el apelativo Guasimal por el de Cúcuta, en memoria de su origen.
Finalmente, la legislatura de 1850 creó esta provincia y designó la villa de
San José para centro de la Gobernación. Encuéntrase a 294 metros de altura con
respecto al nivel del mar, sobre la ribera izquierda del Pamplonita y en un
llano arenoso rodeado por colinas estériles. La temperatura oscila entre 21°
centígrados, que es la de noviembre a febrero, y 32° cuando la estación
calurosa, de julio a octubre; fuertes vientos del S.-E. producidos por el
enrarecimiento del aire en la gran cuenca del Lago de Maracaibo, agitan la
atmósfera durante los otros meses y hacen bajar a 25° la temperatura, que
habiendo calma sube a 31°, mientras el índice del higrómetro de Sausure se
mueve desde 0° hasta 10°. Por tanto, el clima es bien ardiente, y sería malsano
sin dichos vientos que alejan los miasmas levantados en las márgenes montuosas de
los ríos Táchira y Zulia, lugares mortíferos aun para las gentes aclimatadas.
Las de la villa han tenido el buen
juicio de conservar en las plazuelas y patios frondosos cujíes y mamones
gigantescos, cuyo benéfico ramaje resguarda las casas del ímpetu de los
vientos, mitiga los ardores del sol e impide la reverberación del suelo, que
sin aquella sombra estaría convertido en arenal insufrible, pues la formación
de los valles se debe al acarreo fluvial y a las planicies septentrionales,
cubiertas de selvas que hacen horizonte mirándolas desde el cerro Tasajera,
estuvieron dominadas por un mar dulce, ahora reducido al Lago de Maracaibo; así
es que la tierra vegetal reposa inmediatamente sobre lechos de arena y
guijarros próximos a manifestarse desde que a la costra superior le falta el
abrigo del bosque.
Es San José plaza de comercio y
centro de un movimiento mercantil que en el año económico del 19 de septiembre
de 1850 a 31 de agosto de 1851, alcanzó a 10.720.627 reales en exportaciones e
importaciones registradas por la aduana. Sumó la exportación 5.404.667 reales,
valor de artículos suministrados por trece ramos de agricultura y diez de
manufacturas nacionales. Entre los primeros figuran 551.416 libras de cacao,
4.302.750 libras de café, 497.204 de panela, 48.675 de azúcar blanco, 281.580
de quinas, y 318.300 de tabaco; entre los segundos 1,080.540 reales, valor
manifestado de sombreros de jipijapa, 32.482 reales en artículos de fique, y
61.828 reales en lienzos y mantas del país. La importación ascendió a 4,515.969
reales en monedas de oro y plata, y 800.000 reales en mercancías europeas y sal
venezolana, según confesión tímida de varios comerciantes, asistiéndome a la
persuasión de que llegó por lo menos a tres millones de reales con el correspondiente aumento en artículos
exportados sin conocerlo la aduana. El tráfico entre San José y Puerto de Los
Cachos formó un total de 39.500 cargas de a diez arrobas, que transportadas a
10 reales carga, dejaron 395.000 reales en manos de los arrieros. Agregando a esto
las ganancias de los bogas y el movimiento de cargas y valores en el comercio
interno recíproco de los cantones y con las provincias limítrofes, se puede
calcular la suma de riquezas que circulan en Santander, cuya población no pasa
de 21.282 habitantes, y se concibe cuán holgada será la vida en lugares tan
felices por la situación mercantil y la incansable fecundidad de la mayor parte
de las tierras.
La ciudad, favorecida con la
concurrencia y vecindario de muchos extranjeros laboriosos, cuenta 5.000
moradores aposentados en buenas casas de teja situadas en el centro, y multitud
de casitas que forman los arrabales, esparcidas sin demarcación de calles, en
amplios espacios como plazuelas, y sombreadas por los protectores cujíes. Vagos
no hay, ni beatas, ni el desaseo en las personas y habitaciones que mancha y
degrada la generalidad de nuestros pueblos de la cordillera. En San José todos
son negociantes, mercaderes o agricultores, y acaso pudiera enrostrárseles la
excesiva consagración a los intereses materiales al ver la pobreza y pequeñez
de la única iglesia y el descuido con que miran la educación de las niñas, para
las cuales no hay escuela pública, pues solo existe una de varones a que
concurren 147, quedándose 914 niñas y 798 niños sin la preciosa luz de la
instrucción primaria. La población se compone del 33 por 100 de blancos, en
quienes residen la ilustración y cultura, el 27 por 100 de mestizos, que forman
escalón intermediario, y el 40 por 100 de africanos, cuyo lote es el trabajo
físico, y su patrimonio la inalterable salud en medio de las ciénagas y ríos,
sean cuales fueren las intemperies que sufran. El tipo masculino de los
primeros es el joven voluble, vestido a la ligera con chupetín o chaqueta de
lienzo y casaca los domingos, dedicado al comercio, atento, despejado, bailador
y poco instruido, salvo en requiebros y galanteos; el femenino es la damita de
proporciones delgadas, aspecto débil, modales pulcros, talle flexible y profusa
cabellera, en el vestir muy aseada y elegante siguiendo las modas francesas, en
el trato llena de amabilidad e ingenio, sobremanera sociable y cariñosa, pero
siempre recatada. La música y el baile son su vocación, y rara es la casa donde
al caer la noche no suene un piano con las marcadas cadencias del vals, o una
harpa maracaibera, o por ventura dos voces de timbre juvenil unidas para cantar
trovas de amor. En los mestizos se manifiesta el tipo local, completamente
criollo desde el traje hasta el alma: los hombres de mediana estatura, sueltos
y ágiles, vistiendo pantalón de dril y camisa blanca, sombrero de nacuma
excesivamente pequeño y nada de ruana; zapateadores, tipleros y enamorados, un
tanto afectos a la botella y al juego, pero trabajadores y de índole buena, sin
modales ni lenguaje descompuestos, como los del boga que tripula los bongos en
el Zulia; las mujeres pequeñas, sabiendo que son bonitas y procurando lucir y
ejercitar este don de gentes, el cuerpo bien repartido, limpio y ondulante,
alegres y listas para cualquier lance y respuesta. Entre ellas, como entre los
hombres, hay bastantes de piel blanca en que a primera vista no se percibe la
mezcla de sangre africana; constituyen la porción selecta de su tribu, y gastan
lujo por vanidad y cortesanía por instinto.
Todos los sábados y domingos hay
bailes populares, a campo raso, en la plazuela del Cují o en el extenso patio
de una venta de licores, afamada por estas reuniones danzantes, a las cuales
concurre desde la oración la gente llana, y al son de tiples y maracas pasa la
mayor parte de la noche en franco solaz nunca perturbado por riñas ni
groserías, muy distantes del carácter benévolo y suave de aquel pueblo contento
con su libertad y su envidiable medianía. La fiesta de San Juan la celebraron
con carreras de caballos, pasando por debajo de arcos adornados de ramazón y
frutas, y en el centro un desventurado pollo pendiente de una cuerda que
recogían al pasar los jinetes, cuyo anhelo era pillarle la cabeza y llevárselo,
con gran contentamiento de los muchachos, dispensadores de silbidos o aplausos,
según la suerte del que acometía la difícil empresa. Por la noche pusieron
baile extraordinario en la plazuela ya nombrada, frente a un toldo bien surtido
de licores y dulces, cobijado por las tendidas ramas de los cujíes. Cuatro
palos derechos con faroles de vejiga eran los candelabros, y al mismo tiempo
demarcaban el espacio destinado al baile. La orquesta se hallaba en un extremo,
tiple y bandola sentados gravemente, y en pie a su rededor seis revolvedores de
maracas, que son calabazos de diversos tamaños con mango atravesado y granos o
piedrecitas dentro, los cuales agitan al compás de los tiples, ora golpeándolos
contra la mano y los muslos, ora zarandeándolos en mil direcciones con
admirable entusiasmo y deleite filarmónico. Agregando a esto el continuo rascar
de una caña hueca y rayada, que llaman carraca, manejada entre las piernas
macarrónicamente por otro músico de airado rostro bañado en sudor, queda
completa la orquesta, que suena como aguacero fuerte, monótona y siempre en la
misma cadencia. Reunida en torno la gente y situadas en primera línea las
bailadoras de boato y renombre, viene al medio de la rueda un galán en mangas
de camisa, cruzados a la espalda los brazos, y comienza a zapatear solo,
exhibiendo su persona y habilidad, en tanto que las maestras del arte le miran
y juzgan. Si lo hace bien, una de ellas se adelanta, lo saluda, y emprende
giros circulares rápidos sin aparecer el movimiento de los pies, abierto con
ambas manos el ancho fustán de zaraza para mostrar el ruedo bordado de las enaguas
blancas. A poco rato sale otra y se dirige al hombre; la que bailaba da una
vuelta desdeñosa y abandona el campo; la otra se esfuerza por deslucir a su
predecesora, y el hombre las deja penar y sigue muy satisfecho sirviendo de
centro de atracción hasta que lo relevan del oficio. He aquí la Maromera, la
Payasa o la Relámpago, que llenan el espacio con sus profusos fustanes y giran
alrededor del galán, inmóviles al parecer, y como si el suelo que pisan las
transportara velozmente. ¿Quién podrá competir con aquellas veteranas
rebautizadas por sus admiradores? Una se presenta: es la bella en moda, la que
suscita murmullos de envidia por su florida juventud, y más aún por la
ostentación de sus galas. Trae camisa de tela fina con bordados y encajes, muy
escotada en las espaldas y algo menos por delante, prensada y estirada por la
jareta del fustán de organdí, ceñidísimo a la delgada cintura y cayendo en
pliegues sobre las movientes curvas del cuerpo: calza pequeños zapatos de
género, y adorna su cabeza un sombrerito nacuma con cinta lujosa, dejando ver
por detrás el abundante cabello recogido y sujeto por un grueso alfiler
esmaltado; largos zarcillos de oro baten sonando su cuello descubierto, pues el
pañuelo tricolor de seda, puesto con cuidadoso descuido en los hombros, no tapa
los bordados de la transparente camisa. Entra a bailar casi tímida y mirando al
soslayo a los circunstantes, quienes la palmotean y dicen flores de no dudoso
perfume, que ella recibe con indiferencia, pero no así los obsequios más sustanciosos
que después la ofrecen a porfía en el toldo de los comestibles, teatro de
galanteos universales continuados por grupos que toman asiento bajo la discreta
oscuridad de los cujíes.
No faltan por allí mesitas de
juego de azar, alumbradas con velas de sebo dentro de cartuchos de papel, y
presididas por el garitero impasible como la suerte. Alrededor se congrega y
estrecha una triple fila de jugadores mirando ansiosos la mesa, en tanto que
las luces del centro iluminan parcialmente las cabezas más adelantadas y dejan
en la sombra de la noche el resto de las personas; contraste vigoroso de
claroscuro que acrecienta la expresión de las pasiones pintadas sin rebozo en
la tostada fisonomía del hombre inculto, y forma interesantes cuadros, en cuya
contemplación pasé largos ratos. De vez en cuando asomaba el rostro de alguna
mujer ya inútil para el baile, desecho cíe otra edad más alegre y feliz, y con
la boca comprimida adelantaba la rugosa mano sobre la casilla roja o negra,
depositando una moneda que si hablara contaría escándalos: sordas imprecaciones
seguían a la pérdida de su esperanza, y entonces un brazo torneado, el de la
hija quizás, la tomaba por los vestidos y la sacaba de aquel lugar de tormento,
donde nadie repara en las angustias del vecino ni escarmienta por el ejemplo de
su desgracia.
-"Véanlo atisbando la gente
para después contar lo que hacemos", prorrumpió cerca de mi una voz de
mujer entre burlona y seria. Volvíme y encontré dos majas de bracete, que
paseaban haciendo precisamente mi oficio.
-"¿Quién te ha dicho, salero,
que yo cuento lo que veo?"
-"¡Eí!, no sólo cuenta, sino
escribe; pero aquí se llevará chasco, porque ya nos tiene advertidas un señor
que bebió cloruro, pensando que era brandy, en la montaña que usté sabe".
-"¡Ah maldito! -exclamó
acordándome del borrascoso individuo que en una excursión de mi compañero por
las selvas del Zulia, donde el gula los extravió, apremiado por el hambre y la
sed, la segunda noche cogió a tientas cierta botella y se encajó un buen
trago... de cloruro, que lo hizo berrear cuando creyó refocilarse con brandy-.
No creas tal cosa, niña: son historias de aquel hombre que desea vengarse por
no haber tenido olfato, sin embargo de usar razonables narices".
-"¡Que si creo!, pero a bien
que nosotras no tenemos coto, y andamos como Dios manda", repuso
quitándose y poniéndose el pañuelo de los hombros.
-"No me parece que Dios te
haya mandado hacer esa evolución, hijita, sino venir conmigo a refrescar en el
toldo".
-"¡Eso ya!, para hacernos
hablar, ¿no? Mire, váyase a su casa, que el sereno les hace daño a los
forasteros".
Dijo, y haciendo una pirueta
fanfarrona se alejó hacia el baile; yo seguí su saludable consejo, bien
decidido a referir estas escenas, aunque pesándome de no poder hacerlo de
manera que retrataran las costumbres, el ingenio y la elegancia natural de un
pueblo tan jovial como sociable y venturoso.
Al norte de San José y hasta el
río de La Grita, cuya ribera derecha pertenece a Venezuela desde la confluencia
del Guarumito, se extiende el territorio del cantón por espacio de 50 leguas
cuadradas cubiertas de selvas peligrosas para la salud, densas y desiertas,
pues solo hay dos pueblos: Limoncito, a orillas del Zulia en el occidente,
contando 368 habitantes su distrito, y San Faustino, cerca del Táchira, en el
oriente, con 544 moradores, desdichado resto de la ciudad que fundó el año de
1662 Antonio de los Ríos Jimeno, despoblada por las fiebres, y arruinadas sus
ricas plantaciones de cacao. Si el comercio de la provincia, escarmentado por
las averías que sufre durante el invierno en el malísimo camino al puerto de
Los Cachos, y los retardos de la penosa navegación del Zulia desde San
Buenaventura para arriba, se resuelve a construir el nuevo camino propuesto de
San José, derecho a la confluencia de los ríos Zulia y Táchira, gran parte de
los desiertos del norte se poblarán, y la riqueza de todos aumentará mucho con
esto y la mayor facilidad y rapidez del tráfico. Son incalculables los
beneficios que se derivarían de aquella empresa, para la cual sobran allí
recursos y no faltan hombres activos e inteligentes que la darían cima en poco
tiempo. Al sur de la capital quedan los distritos Bochalema y Chinácota,
últimos del cantón, en tierras magnificas y clima delicioso. Diferimos el
visitarlos para cuando regresáramos del cantón Rosario, que demora al oriente,
lindando con Venezuela por medio del Táchira.
Nuestra mansión en San José, con
ser muy detenida, nos pareció un momento. Auxilios prontos y oportunos en los
trabajos de nuestra comisión, obsequios repetidos con hidalguía y franqueza,
fino y cariñoso trato, cuanto unos amigos antiguos hubieran hecho, todo esto
hacían por nosotros diariamente los principales vecinos y el señor Isidro
Villamizar, empeñando para siempre nuestra gratitud y dejándonos en la memoria
recuerdos que jamás se borrarán. ¡ Feliz provincia, colmada de riquezas,
habitada por gentes de innata cultura y puesta bajo el gobierno de un hombre
virtuoso! Acuérdome que el día de San Juan pasaba el señor Villamizar por una
cuadra, a tiempo que desbarataban uno de los arcos erigidos para la fiesta y
tiraban frutas, ramas y cohetes sobre la muchedumbre de curiosos, que iban de
un lado para otro huyendo de la gresca: "Señores, gritó el anciano
gobernador: tengan juicio y no me descalabren". Y al instante cesó la
bulla y los más cercanos se quitaron respetuosamente los sombreros.
"Dichoso el magistrado que recibe tales demostraciones de amor", le
dije. "Muy dichoso, me contestó, cuando tiene la fortuna de gobernar un
pueblo como este".
De los primeros indios motilones que los
conquistadores pudieron someter, poco antes de fundar a San Faustino, se formó
el pueblo de Cúcuta (HOY SAN LUÍS), cerca del río Pamplonita y ocho décimos de legua al oriente de San
José. "Tiene muy buena iglesia, bien alhajada, dice Oviedo, y buena casa
cural de teja, que fabricó el maestro Zapata, cura de allí muchos años. Su
temperatura es muy cálida, pero sana. Es tierra de mucho comercio por la grande
abundancia de cacao que produce, y acuden de todas partes a comprarlo,
embarcándolo también para Maracaibo por el Zulia. Tendrá el pueblo más de cien
indios ricos en su esfera, porque son dueños de cacahuales; y aunque no tenga
vecinos blancos este curato, le basta con los indios por ser competente y haber
cofradías ricas que rentan más de 700 pesos. Hay muchas culebras, garrapatas y
otras sabandijas". En el día cuenta la parroquia 860 moradores blancos y
mestizos, habiendo desaparecido el tipo indígena, e igual suerte han corrido
las productivas plantaciones de cacao mencionadas por Oviedo; la tierra
fatigada con una sola especie de cultivo negó a los árboles el jugo necesario,
y la mancha destruyó constantemente las cosechas, tanto aquí como en San José y
el Rosario; cesó el comercio, concluyeron las cofradías y de la antigua riqueza
del pueblo no ha quedado más señal que la grande y sólida iglesia, de la cual
parecen huir los miserables ranchos de paja esparcidos por la estéril
llanura.
Cerca de Cúcuta se hallan manantiales
calientes de agua ferruginosa, cuya temperatura marcó el termómetro centígrado
en 47°, siendo la del aire libre 25°,5, y el peso del agua 12°,5. Brota en el
llano perforando la gruesa capa de sedimento lacustre que cubre el terreno
secundario. Una legua casi al oriente de estos manantiales, al pie del cerro
del Mono, hay pequeñas cavidades en forma de embudos, que varían de lugar y
arrojan borbollones de greda amarilla muy diluida, fría e inodora. Tal vez
corresponden con las fuentes de agua hirviendo que al otro lado del Táchira
arrojan las faldas occidentales de los cerros venezolanos en los sitios
llamados La Virgen y Botón, no obstante que resultaron saturadas de bisulfato
de sosa, con 61° de temperatura, siendo la del aire calentado por aquellas
hornallas 320, y el peso del agua 130. Los cerros, compuestos de arenisca
caliza, se manifiestan pedregosos y derruidos; las piedras impregnadas de
azufre sublimado, y es fama que el temblor de 1849, que arruinó a Lobatera y
sacudió al Rosario y San José, mudó también el asiento de los manantiales,
ahora situados a 471 metros de altura sobre el nivel del mar, y 140 metros
superior a la llanura de Cúcuta.
Entre aquel pueblo y la cabecera del
cantón, situada dos leguas no completas en dirección al sur, promedian vegas
poco fértiles y una cadena de cerros que son apéndices del ramal llamado
Tasajera. Rodeada por arboledas frondosas, a cuyo amparo crecen los perfumados
cacaotales, tiende la Villa del Rosario sus calles rectas, limpias y bien
empedradas, y levanta sus casas de teja y su espaciosa iglesia bajo muchos
respectos memorable. No es población ruidosa y agitada como San José, sino
quieta y con algo de solemne que sienta bien a la cuna de Colombia. Las rentas
públicas pagan la enseñanza primaria de 32 niños y 40 niñas concurrentes a dos
escuelas, cuyos beneficios morales se complementan en dos casas de educación
secundaria, la de jóvenes, dirigida por el estimable señor Pedro José Diéguez,
a que asisten 26 alumnos, y la de niñas por la señora Manuela Mutis, matrona
virtuosa que con su ejemplo y la enseñanza perfecciona el alma de 17 jóvenes,
tan modestas como entendidas. Si la concurrencia del comercio ha dado a San
José la supremacía de las riquezas, el esmero por la instrucción pública y
privada afianzará la supremacía intelectual del Rosario, más noble y duradera
que la otra.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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