domingo, 10 de marzo de 2013

345.- ASI ERA CUCUTA EN 1.850


Manuel Ancízar (1812 – 1882)


Al salir de Salazar para la capital de la provincia encontramos al gobernador que andaba visitando sus pueblos. Nombrarlo es designar el tipo de la honradez y del patriotismo ingenuo e infatigable. Hombre de edad provecta, el señor Isidro Villamizar cuenta sus días por los servicios que ha hecho a la república desde el origen de ésta, y sin duda los finalizará legando nuevos beneficios a sus conciudadanos, porque tal es su carácter, leal, sencillo y bondadoso. Tomamos por el camino nuevo con el objeto de inspeccionar la obra del puente. En la penosa faena de pasar el río nos sobrecogió la noche, y hubimos de alojarnos en un rancho rodeado de monte y árboles de cacao descuidados, que entristecían el ánimo con el espectáculo de la ruina y desolación donde antes fue una floreciente hacienda: ahora pertenecía a las monjas de Pamplona, es decir a manos muertas, que marchitaron las labores del antiguo propietario.

Después de los riscos y barrancos del mal trazado camino, del peligroso paso del río y de la estrecha posada en el bosque, siguieron las llanuras y potreros sombreados por cujíes de ancha y aplanada copa que anunciaban la proximidad de los valles cucuteños. Por último, al subir el espinazo de una pequeña serranía se vio al oriente el solar de San José cubierto de árboles, y en el fondo las casas blanqueando al abrigo del multiplicado ramaje.

San José, capital de la provincia de Santander, por los años de 1734 formó curato separado con el nombre de San José del Guasimal, y en 1792 se hallaba tan próspera que obtuvo el título de villa, dejando el apelativo Guasimal por el de Cúcuta, en memoria de su origen. Finalmente, la legislatura de 1850 creó esta provincia y designó la villa de San José para centro de la Gobernación. Encuéntrase a 294 metros de altura con respecto al nivel del mar, sobre la ribera izquierda del Pamplonita y en un llano arenoso rodeado por colinas estériles. La temperatura oscila entre 21° centígrados, que es la de noviembre a febrero, y 32° cuando la estación calurosa, de julio a octubre; fuertes vientos del S.-E. producidos por el enrarecimiento del aire en la gran cuenca del Lago de Maracaibo, agitan la atmósfera durante los otros meses y hacen bajar a 25° la temperatura, que habiendo calma sube a 31°, mientras el índice del higrómetro de Sausure se mueve desde 0° hasta 10°. Por tanto, el clima es bien ardiente, y sería malsano sin dichos vientos que alejan los miasmas levantados en las márgenes montuosas de los ríos Táchira y Zulia, lugares mortíferos aun para las gentes aclimatadas.

Las de la villa han tenido el buen juicio de conservar en las plazuelas y patios frondosos cujíes y mamones gigantescos, cuyo benéfico ramaje resguarda las casas del ímpetu de los vientos, mitiga los ardores del sol e impide la reverberación del suelo, que sin aquella sombra estaría convertido en arenal insufrible, pues la formación de los valles se debe al acarreo fluvial y a las planicies septentrionales, cubiertas de selvas que hacen horizonte mirándolas desde el cerro Tasajera, estuvieron dominadas por un mar dulce, ahora reducido al Lago de Maracaibo; así es que la tierra vegetal reposa inmediatamente sobre lechos de arena y guijarros próximos a manifestarse desde que a la costra superior le falta el abrigo del bosque.

Es San José plaza de comercio y centro de un movimiento mercantil que en el año económico del 19 de septiembre de 1850 a 31 de agosto de 1851, alcanzó a 10.720.627 reales en exportaciones e importaciones registradas por la aduana. Sumó la exportación 5.404.667 reales, valor de artículos suministrados por trece ramos de agricultura y diez de manufacturas nacionales. Entre los primeros figuran 551.416 libras de cacao, 4.302.750 libras de café, 497.204 de panela, 48.675 de azúcar blanco, 281.580 de quinas, y 318.300 de tabaco; entre los segundos 1,080.540 reales, valor manifestado de sombreros de jipijapa, 32.482 reales en artículos de fique, y 61.828 reales en lienzos y mantas del país. La importación ascendió a 4,515.969 reales en monedas de oro y plata, y 800.000 reales en mercancías europeas y sal venezolana, según confesión tímida de varios comerciantes, asistiéndome a la persuasión de que llegó por lo menos a tres millones de reales  con el correspondiente aumento en artículos exportados sin conocerlo la aduana. El tráfico entre San José y Puerto de Los Cachos formó un total de 39.500 cargas de a diez arrobas, que transportadas a 10 reales carga, dejaron 395.000 reales en manos de los arrieros. Agregando a esto las ganancias de los bogas y el movimiento de cargas y valores en el comercio interno recíproco de los cantones y con las provincias limítrofes, se puede calcular la suma de riquezas que circulan en Santander, cuya población no pasa de 21.282 habitantes, y se concibe cuán holgada será la vida en lugares tan felices por la situación mercantil y la incansable fecundidad de la mayor parte de las tierras.

La ciudad, favorecida con la concurrencia y vecindario de muchos extranjeros laboriosos, cuenta 5.000 moradores aposentados en buenas casas de teja situadas en el centro, y multitud de casitas que forman los arrabales, esparcidas sin demarcación de calles, en amplios espacios como plazuelas, y sombreadas por los protectores cujíes. Vagos no hay, ni beatas, ni el desaseo en las personas y habitaciones que mancha y degrada la generalidad de nuestros pueblos de la cordillera. En San José todos son negociantes, mercaderes o agricultores, y acaso pudiera enrostrárseles la excesiva consagración a los intereses materiales al ver la pobreza y pequeñez de la única iglesia y el descuido con que miran la educación de las niñas, para las cuales no hay escuela pública, pues solo existe una de varones a que concurren 147, quedándose 914 niñas y 798 niños sin la preciosa luz de la instrucción primaria. La población se compone del 33 por 100 de blancos, en quienes residen la ilustración y cultura, el 27 por 100 de mestizos, que forman escalón intermediario, y el 40 por 100 de africanos, cuyo lote es el trabajo físico, y su patrimonio la inalterable salud en medio de las ciénagas y ríos, sean cuales fueren las intemperies que sufran. El tipo masculino de los primeros es el joven voluble, vestido a la ligera con chupetín o chaqueta de lienzo y casaca los domingos, dedicado al comercio, atento, despejado, bailador y poco instruido, salvo en requiebros y galanteos; el femenino es la damita de proporciones delgadas, aspecto débil, modales pulcros, talle flexible y profusa cabellera, en el vestir muy aseada y elegante siguiendo las modas francesas, en el trato llena de amabilidad e ingenio, sobremanera sociable y cariñosa, pero siempre recatada. La música y el baile son su vocación, y rara es la casa donde al caer la noche no suene un piano con las marcadas cadencias del vals, o una harpa maracaibera, o por ventura dos voces de timbre juvenil unidas para cantar trovas de amor. En los mestizos se manifiesta el tipo local, completamente criollo desde el traje hasta el alma: los hombres de mediana estatura, sueltos y ágiles, vistiendo pantalón de dril y camisa blanca, sombrero de nacuma excesivamente pequeño y nada de ruana; zapateadores, tipleros y enamorados, un tanto afectos a la botella y al juego, pero trabajadores y de índole buena, sin modales ni lenguaje descompuestos, como los del boga que tripula los bongos en el Zulia; las mujeres pequeñas, sabiendo que son bonitas y procurando lucir y ejercitar este don de gentes, el cuerpo bien repartido, limpio y ondulante, alegres y listas para cualquier lance y respuesta. Entre ellas, como entre los hombres, hay bastantes de piel blanca en que a primera vista no se percibe la mezcla de sangre africana; constituyen la porción selecta de su tribu, y gastan lujo por vanidad y cortesanía por instinto.

Todos los sábados y domingos hay bailes populares, a campo raso, en la plazuela del Cují o en el extenso patio de una venta de licores, afamada por estas reuniones danzantes, a las cuales concurre desde la oración la gente llana, y al son de tiples y maracas pasa la mayor parte de la noche en franco solaz nunca perturbado por riñas ni groserías, muy distantes del carácter benévolo y suave de aquel pueblo contento con su libertad y su envidiable medianía. La fiesta de San Juan la celebraron con carreras de caballos, pasando por debajo de arcos adornados de ramazón y frutas, y en el centro un desventurado pollo pendiente de una cuerda que recogían al pasar los jinetes, cuyo anhelo era pillarle la cabeza y llevárselo, con gran contentamiento de los muchachos, dispensadores de silbidos o aplausos, según la suerte del que acometía la difícil empresa. Por la noche pusieron baile extraordinario en la plazuela ya nombrada, frente a un toldo bien surtido de licores y dulces, cobijado por las tendidas ramas de los cujíes. Cuatro palos derechos con faroles de vejiga eran los candelabros, y al mismo tiempo demarcaban el espacio destinado al baile. La orquesta se hallaba en un extremo, tiple y bandola sentados gravemente, y en pie a su rededor seis revolvedores de maracas, que son calabazos de diversos tamaños con mango atravesado y granos o piedrecitas dentro, los cuales agitan al compás de los tiples, ora golpeándolos contra la mano y los muslos, ora zarandeándolos en mil direcciones con admirable entusiasmo y deleite filarmónico. Agregando a esto el continuo rascar de una caña hueca y rayada, que llaman carraca, manejada entre las piernas macarrónicamente por otro músico de airado rostro bañado en sudor, queda completa la orquesta, que suena como aguacero fuerte, monótona y siempre en la misma cadencia. Reunida en torno la gente y situadas en primera línea las bailadoras de boato y renombre, viene al medio de la rueda un galán en mangas de camisa, cruzados a la espalda los brazos, y comienza a zapatear solo, exhibiendo su persona y habilidad, en tanto que las maestras del arte le miran y juzgan. Si lo hace bien, una de ellas se adelanta, lo saluda, y emprende giros circulares rápidos sin aparecer el movimiento de los pies, abierto con ambas manos el ancho fustán de zaraza para mostrar el ruedo bordado de las enaguas blancas. A poco rato sale otra y se dirige al hombre; la que bailaba da una vuelta desdeñosa y abandona el campo; la otra se esfuerza por deslucir a su predecesora, y el hombre las deja penar y sigue muy satisfecho sirviendo de centro de atracción hasta que lo relevan del oficio. He aquí la Maromera, la Payasa o la Relámpago, que llenan el espacio con sus profusos fustanes y giran alrededor del galán, inmóviles al parecer, y como si el suelo que pisan las transportara velozmente. ¿Quién podrá competir con aquellas veteranas rebautizadas por sus admiradores? Una se presenta: es la bella en moda, la que suscita murmullos de envidia por su florida juventud, y más aún por la ostentación de sus galas. Trae camisa de tela fina con bordados y encajes, muy escotada en las espaldas y algo menos por delante, prensada y estirada por la jareta del fustán de organdí, ceñidísimo a la delgada cintura y cayendo en pliegues sobre las movientes curvas del cuerpo: calza pequeños zapatos de género, y adorna su cabeza un sombrerito nacuma con cinta lujosa, dejando ver por detrás el abundante cabello recogido y sujeto por un grueso alfiler esmaltado; largos zarcillos de oro baten sonando su cuello descubierto, pues el pañuelo tricolor de seda, puesto con cuidadoso descuido en los hombros, no tapa los bordados de la transparente camisa. Entra a bailar casi tímida y mirando al soslayo a los circunstantes, quienes la palmotean y dicen flores de no dudoso perfume, que ella recibe con indiferencia, pero no así los obsequios más sustanciosos que después la ofrecen a porfía en el toldo de los comestibles, teatro de galanteos universales continuados por grupos que toman asiento bajo la discreta oscuridad de los cujíes.

No faltan por allí mesitas de juego de azar, alumbradas con velas de sebo dentro de cartuchos de papel, y presididas por el garitero impasible como la suerte. Alrededor se congrega y estrecha una triple fila de jugadores mirando ansiosos la mesa, en tanto que las luces del centro iluminan parcialmente las cabezas más adelantadas y dejan en la sombra de la noche el resto de las personas; contraste vigoroso de claroscuro que acrecienta la expresión de las pasiones pintadas sin rebozo en la tostada fisonomía del hombre inculto, y forma interesantes cuadros, en cuya contemplación pasé largos ratos. De vez en cuando asomaba el rostro de alguna mujer ya inútil para el baile, desecho cíe otra edad más alegre y feliz, y con la boca comprimida adelantaba la rugosa mano sobre la casilla roja o negra, depositando una moneda que si hablara contaría escándalos: sordas imprecaciones seguían a la pérdida de su esperanza, y entonces un brazo torneado, el de la hija quizás, la tomaba por los vestidos y la sacaba de aquel lugar de tormento, donde nadie repara en las angustias del vecino ni escarmienta por el ejemplo de su desgracia.

-"Véanlo atisbando la gente para después contar lo que hacemos", prorrumpió cerca de mi una voz de mujer entre burlona y seria. Volvíme y encontré dos majas de bracete, que paseaban haciendo precisamente mi oficio.

-"¿Quién te ha dicho, salero, que yo cuento lo que veo?"

-"¡Eí!, no sólo cuenta, sino escribe; pero aquí se llevará chasco, porque ya nos tiene advertidas un señor que bebió cloruro, pensando que era brandy, en la montaña que usté sabe".

-"¡Ah maldito! -exclamó acordándome del borrascoso individuo que en una excursión de mi compañero por las selvas del Zulia, donde el gula los extravió, apremiado por el hambre y la sed, la segunda noche cogió a tientas cierta botella y se encajó un buen trago... de cloruro, que lo hizo berrear cuando creyó refocilarse con brandy-. No creas tal cosa, niña: son historias de aquel hombre que desea vengarse por no haber tenido olfato, sin embargo de usar razonables narices".

-"¡Que si creo!, pero a bien que nosotras no tenemos coto, y andamos como Dios manda", repuso quitándose y poniéndose el pañuelo de los hombros.

-"No me parece que Dios te haya mandado hacer esa evolución, hijita, sino venir conmigo a refrescar en el toldo".

-"¡Eso ya!, para hacernos hablar, ¿no? Mire, váyase a su casa, que el sereno les hace daño a los forasteros".

Dijo, y haciendo una pirueta fanfarrona se alejó hacia el baile; yo seguí su saludable consejo, bien decidido a referir estas escenas, aunque pesándome de no poder hacerlo de manera que retrataran las costumbres, el ingenio y la elegancia natural de un pueblo tan jovial como sociable y venturoso.

Al norte de San José y hasta el río de La Grita, cuya ribera derecha pertenece a Venezuela desde la confluencia del Guarumito, se extiende el territorio del cantón por espacio de 50 leguas cuadradas cubiertas de selvas peligrosas para la salud, densas y desiertas, pues solo hay dos pueblos: Limoncito, a orillas del Zulia en el occidente, contando 368 habitantes su distrito, y San Faustino, cerca del Táchira, en el oriente, con 544 moradores, desdichado resto de la ciudad que fundó el año de 1662 Antonio de los Ríos Jimeno, despoblada por las fiebres, y arruinadas sus ricas plantaciones de cacao. Si el comercio de la provincia, escarmentado por las averías que sufre durante el invierno en el malísimo camino al puerto de Los Cachos, y los retardos de la penosa navegación del Zulia desde San Buenaventura para arriba, se resuelve a construir el nuevo camino propuesto de San José, derecho a la confluencia de los ríos Zulia y Táchira, gran parte de los desiertos del norte se poblarán, y la riqueza de todos aumentará mucho con esto y la mayor facilidad y rapidez del tráfico. Son incalculables los beneficios que se derivarían de aquella empresa, para la cual sobran allí recursos y no faltan hombres activos e inteligentes que la darían cima en poco tiempo. Al sur de la capital quedan los distritos Bochalema y Chinácota, últimos del cantón, en tierras magnificas y clima delicioso. Diferimos el visitarlos para cuando regresáramos del cantón Rosario, que demora al oriente, lindando con Venezuela por medio del Táchira.

Nuestra mansión en San José, con ser muy detenida, nos pareció un momento. Auxilios prontos y oportunos en los trabajos de nuestra comisión, obsequios repetidos con hidalguía y franqueza, fino y cariñoso trato, cuanto unos amigos antiguos hubieran hecho, todo esto hacían por nosotros diariamente los principales vecinos y el señor Isidro Villamizar, empeñando para siempre nuestra gratitud y dejándonos en la memoria recuerdos que jamás se borrarán. ¡ Feliz provincia, colmada de riquezas, habitada por gentes de innata cultura y puesta bajo el gobierno de un hombre virtuoso! Acuérdome que el día de San Juan pasaba el señor Villamizar por una cuadra, a tiempo que desbarataban uno de los arcos erigidos para la fiesta y tiraban frutas, ramas y cohetes sobre la muchedumbre de curiosos, que iban de un lado para otro huyendo de la gresca: "Señores, gritó el anciano gobernador: tengan juicio y no me descalabren". Y al instante cesó la bulla y los más cercanos se quitaron respetuosamente los sombreros. "Dichoso el magistrado que recibe tales demostraciones de amor", le dije. "Muy dichoso, me contestó, cuando tiene la fortuna de gobernar un pueblo como este".

De los primeros indios motilones que los conquistadores pudieron someter, poco antes de fundar a San Faustino, se formó el pueblo de Cúcuta (HOY SAN LUÍS), cerca del río Pamplonita y ocho décimos de legua al oriente de San José. "Tiene muy buena iglesia, bien alhajada, dice Oviedo, y buena casa cural de teja, que fabricó el maestro Zapata, cura de allí muchos años. Su temperatura es muy cálida, pero sana. Es tierra de mucho comercio por la grande abundancia de cacao que produce, y acuden de todas partes a comprarlo, embarcándolo también para Maracaibo por el Zulia. Tendrá el pueblo más de cien indios ricos en su esfera, porque son dueños de cacahuales; y aunque no tenga vecinos blancos este curato, le basta con los indios por ser competente y haber cofradías ricas que rentan más de 700 pesos. Hay muchas culebras, garrapatas y otras sabandijas". En el día cuenta la parroquia 860 moradores blancos y mestizos, habiendo desaparecido el tipo indígena, e igual suerte han corrido las productivas plantaciones de cacao mencionadas por Oviedo; la tierra fatigada con una sola especie de cultivo negó a los árboles el jugo necesario, y la mancha destruyó constantemente las cosechas, tanto aquí como en San José y el Rosario; cesó el comercio, concluyeron las cofradías y de la antigua riqueza del pueblo no ha quedado más señal que la grande y sólida iglesia, de la cual parecen huir los miserables ranchos de paja esparcidos por la estéril llanura. 

Cerca de Cúcuta se hallan manantiales calientes de agua ferruginosa, cuya temperatura marcó el termómetro centígrado en 47°, siendo la del aire libre 25°,5, y el peso del agua 12°,5. Brota en el llano perforando la gruesa capa de sedimento lacustre que cubre el terreno secundario. Una legua casi al oriente de estos manantiales, al pie del cerro del Mono, hay pequeñas cavidades en forma de embudos, que varían de lugar y arrojan borbollones de greda amarilla muy diluida, fría e inodora. Tal vez corresponden con las fuentes de agua hirviendo que al otro lado del Táchira arrojan las faldas occidentales de los cerros venezolanos en los sitios llamados La Virgen y Botón, no obstante que resultaron saturadas de bisulfato de sosa, con 61° de temperatura, siendo la del aire calentado por aquellas hornallas 320, y el peso del agua 130. Los cerros, compuestos de arenisca caliza, se manifiestan pedregosos y derruidos; las piedras impregnadas de azufre sublimado, y es fama que el temblor de 1849, que arruinó a Lobatera y sacudió al Rosario y San José, mudó también el asiento de los manantiales, ahora situados a 471 metros de altura sobre el nivel del mar, y 140 metros superior a la llanura de Cúcuta. 

Entre aquel pueblo y la cabecera del cantón, situada dos leguas no completas en dirección al sur, promedian vegas poco fértiles y una cadena de cerros que son apéndices del ramal llamado Tasajera. Rodeada por arboledas frondosas, a cuyo amparo crecen los perfumados cacaotales, tiende la Villa del Rosario sus calles rectas, limpias y bien empedradas, y levanta sus casas de teja y su espaciosa iglesia bajo muchos respectos memorable. No es población ruidosa y agitada como San José, sino quieta y con algo de solemne que sienta bien a la cuna de Colombia. Las rentas públicas pagan la enseñanza primaria de 32 niños y 40 niñas concurrentes a dos escuelas, cuyos beneficios morales se complementan en dos casas de educación secundaria, la de jóvenes, dirigida por el estimable señor Pedro José Diéguez, a que asisten 26 alumnos, y la de niñas por la señora Manuela Mutis, matrona virtuosa que con su ejemplo y la enseñanza perfecciona el alma de 17 jóvenes, tan modestas como entendidas. Si la concurrencia del comercio ha dado a San José la supremacía de las riquezas, el esmero por la instrucción pública y privada afianzará la supremacía intelectual del Rosario, más noble y duradera que la otra.





Recopilado por: Gastón Bermúdez V.




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