martes, 12 de noviembre de 2013

476.- EDUARDO GONZALEZ, EL PEREGRINO REBELDE DE LA FOTOGRAFIA



Miguel Angel Flórez Góngora


Al fotógrafo pamplonés Eduardo González le resultaba insoportable la quietud y el sosiego. Durante sus 69 años de vida, siempre requirió  de la aventura, el peligro  y el riesgo, con la misma ansiedad  de quien necesita una droga. 

Su vida de trotamundos y andariego por la China, el Amazonas, los Estados Unidos, Los llanos orientales colombianos, Trinidad y Tobago y el Catatumbo,  lo convirtieron en un rebelde del peregrinaje y de la huída permanente para fotografiar con su cámara Hasselbald en bandolera a  viejas tribus  en extinción, brutales e insoportables tormentas de arena en desiertos asiáticos,  tristes y desesperados elefantes en cautiverio, vistosas  y extrañas aves en desbandada,  así como manadas rugientes  de micos colgantes y multicolores en entornos salvajes.

Pero la ferocidad y la prisa con la que vivió, pudo convertirla en una fuerza poética que le permitió detener el tiempo para construir imponentes imágenes con la naturaleza volátil de la luz y los inesperados detalles de luces y sombras,  en los que viven sumergidos pescadores de Taganga, mulatas laboriosas y sensuales del Caribe inglés y holandés, mujeres vestidas  de negro que entierran en silencio a sus muertos, insinuantes rostros femeninos y campesinos redimidos por el click de su cámara.   

En las fotografías de Eduardo González la vida surge a borbotones, con el mismo  frenesí con que él la vivió bajo los soles infernales de la  Amazonía y el  Orinoco,   o en las entusiastas  temporadas de caza y pesca en los llanos orientales,  organizadas por amigos legendarios como el “Loco Marcucci”, y que se convirtieron en memorables  expediciones fotográficas y ecológicas en Cúcuta durante la década de los años setenta.

El mismo Eduardo González era un niño travieso que se sorprendía con las novedades tecnológicas en la fotografía o con las experiencias extremas a las que se enfrentaba en sus múltiples viajes por los cinco continentes. “Un día me llamó emocionado contándome que iba en tren hacia Pekín y semanas después me enteré que estaba hace cuatro días preso en  la cárcel y sin comer,  por haberse atrevido a fotografiar sin permiso la Ciudad Prohibida, que albergaba el Palacio imperial chino  creado en la dinastía Ming,  y que fue la residencia durante casi 500 años   de los emperadores de la China y estaba vetado por el gobierno comunista para  registrar  imágenes  de sus objetos y colecciones de arte con cámaras fotográficas”, expresa sonriente Alba Fernández, su esposa.

Incluso, su cita con la muerte el 11 de enero de 2013 a las 10:45 de la mañana en su casa del barrio la Riviera en Cúcuta, debió resultarle un deber incómodo que truncó de tajo el deseo  profundo y vigoroso  de Eduardo González para incursionar de nuevo en el territorio del pueblo indígena Bari en la subregión del Catatumbo, publicar su libro sobre Trinidad y Tobago, y en continuar con la escritura de memorias  sobre su abuelo Ramón González Valencia, militar de las guerras civiles del siglo XIX al lado del Partido Conservador y ex Presidente de la República entre el 3 de agosto de 1909 al 7 de agosto de 1910.

A su amor irrenunciable por la fotografía, Eduardo González, había adoptado en los últimos años  la defensa justa de la flora y la fauna que circundan los  árboles de Club Tenis de Cúcuta, ante la posibilidad de urbanizar ese oasis natural de la ciudad  y profundizar su  interés por experimentar con la narrativa y la historia, en proyectos literarios que se materializaron en publicaciones como la novela corta “También se llamaba Alicia” y que a juicio de la crítica  “es un texto sobrecogedor, que derrocha ternura a través de sus personajes, de su forma de hablar propia del campo, y a través del paisaje: omnipresente como un don silencioso, un desafío, casi una maldición, que el autor describe minuciosamente sin detener el compás del relato. Sus imágenes nos agarran con una mezcla de furia y suavidad, para hacernos sentir la emoción en estado puro, genuino, sin trampas”.

Asimismo, fiel a su temperamento sanguíneo y soñador, durante los días radiantes de diciembre en Cúcuta, Eduardo estaba entusiasmado por la reciente popularización de nuevo de papel fotográfico y la salida al mercado de una cámara digital Leica,  monocromática, y cuyo costo oscila entre  los  8 y 9 mil dólares. Con la testarudez eterna que lo llevó a emprender  aventuras y empresas intelectuales, le expresó a sus hijos a finales del año 2012: “Ya he hecho las cuentas, si salgo de esta, viajo a Nueva York a vender todo mi equipo Hasselblad y me compro con eso la Leica Monochrom”.

La vida no le permitió ese lujo de rebelde con causa. Y ahora, Alba Fernández, su esposa y cómplice de las múltiples correrías  emprendidas por Eduardo González  a través del mundo, evoca en forma entrañable los sobresaltos del fotógrafo en su indeclinable pasión por atrapar con su cámara espectáculos naturales  y comunidades alejadas de la civilización, confesando que la suerte, el carisma y el número 11,  acompañaron siempre la vida azarosa y aventurera de su esposo.

La prueba de ello, según Alba, es que el número 11 y  la  buena estrella de Eduardo, lo persiguieron como un perro fiel para salvarle la vida en momentos cruciales  de  su labor de reportero gráfico y en despedirlo también de ella,  el pasado 11 de enero, bajo el cielo azul de Cúcuta.

Alba no sale de su asombro cuando rememora la suma de casualidades que la vincularon al alboroto vital de Eduardo, y confiesa que el número 11 se convirtió para la pareja en un vínculo mágico. Se enamoraron un día 11 de octubre y su  noviazgo duró 11 meses.  También les llamó la atención que  la fecha de nacimiento del fotógrafo  fuera  un 11 de julio y su matrimonio se llevará a cabo en  esa fecha.  “Me regaló 11 rosas en el primer año de nuestro matrimonio y el pasado 11 de julio tuvimos el último adiós junto a él. Fueron muchas las experiencias y los recuerdos que nos dejo a mí  y a su familia,  un hombre tan excepcional como Eduardo. Pero en particular, la lección de que cuando vives con un ser humano  de la sensibilidad y pasión con la que vivió él, aprendes a comprenderlo y aceptarlo de manera íntegra”.

EL ARTISTA DEL TRAPECIO

La primera vez que entrevisté a Eduardo González, corroboré  como decían sus memorables amigos Guillermo Maldonado, Pedro Espinel Ruiz y Pedro Cote, con quienes el fotógrafo sostenía infinitas conversaciones sobre arte y literatura, que estaba poseído por  el humor, la agitación y el movimiento.

 Lo cierto es que la personalidad temeraria y  la inclinación por la irreverencia  de Eduardo González, sigue sorprendiendo al círculo de sus amigos cercanos. “Los momentos vividos con Eduardo fueron memorables y no me olvido de su sorpresa  cuando Eduardo tomabas unas fotografías en Kenya y un grupo de avestruces lo persiguieron y el corría con  su cámara corriendo para esconderse detrás de un árbol. Fue un momento de pánico, terrible, y que luego él contaba con mucha gracia, como si nada hubiera grave pasado,  lo cual revelaba el talante temerario de mi amigo”, señala el escultor colombiano Pedro Espinel Ruiz, quien vive en Canadá.

Consciente de su tendencia cucuteña de tomar el pelo a sus invitados y de su incapacidad para quedarse quieto, tuve que seguirle con un vaso de whisky en la mano por los salones de su casa, mientras Eduardo me iba señalando con su dedo índice, paredes tapizadas de artesanías y obras de arte,  como huellas y trofeos de sus numerosos y prolongados viajes por el mundo. También abría afanosamente cajas y escritorios de los que extraía afiches, fotografías o recortes de prensa que habían impactado  su sensibilidad.

En otras visitas a su casa del barrio La Riviera, Eduardo se detenía en una imagen captada en cualquiera de sus frenéticos viajes, se la mostraba a su interlocutor, meditaba sobre ella y uno concluía que el hombre que movía las manos como aspas y alzaba la voz para enfatizar y destacar un detalle de una estampa, era el mismo que sus amigos cercanos definían con olfato de gato para la fotografía.

Porque además de saber cómo se hacía la fotografía, Eduardo sabía dónde estaba la imagen. “Si pareciera, que hacia donde él dirija su mirada hay fotografía, es, porque a diferencia de nosotros o del espectador involuntario, sobre los ojos de Eduardo González está corriendo una cinta de cine que nosotros no vemos”, me advirtió lucidamente  un día el pintor y escultor  cucuteño, Jaime Calderón.  

En este instante, recuerdo también,  mientras escribo esta crónica para La Opinión, bebiendo un vino Cabernet Suavignon en memoria de Eduardo,  que  pesar de las dificultades que enfrentó para la publicación del libro  en Canoa del Amazonas al mar Caribe, de 600 páginas e ilustrado con 700 fotografías, fruto de  un recorrido de 9.000 kilómetros durante 8 meses a través de la cuenca del Amazonas en la década de los noventa, el fotógrafo asumió con fortaleza la dura respuesta del gobierno de Cesar Gaviria que se negaba a realizar el lanzamiento del libro, argumentando  que ese proyecto editorial se había realizado bajo la administración de Virgilio Barco.

A pesar de  esos traspiés, Eduardo no desmayó en la persistencia por su arte y continuó  aferrado a otros proyectos fotográficos que le posibilitaron premios nacionales e internacionales y por supuesto, los accidentes inevitables para un hombre que se definió así mismo como un cazador de imágenes.  “La lista de los premios que obtuvo es impresionante, a pesar de que sigue sin ser muy conocido por el público. Para el final de los 80´s ya había instalado un completo laboratorio fotográfico en la parte posterior de su casa, donde se podía, literalmente, hacer murales de cualquier tamaño. Sus fotos artísticas están dispersas en colecciones privadas, publicaciones, galerías y museos”, sostiene Víctor González, su hijo mayor y antropólogo de profesión.

La vida le ofreció plenitud  a Eduardo González y le dejó pendiente también un saldo de cosas vitales por realizar, muy propias de su personalidad excéntrica y controvertida. Sus hijos Víctor, Carlos, Susana y María José, recuerdan jocosamente que ese inventario de promesas no cumplidas incluye la  importación de un auto deportivo que obtuvo de un amigo y que abandonó en una calle de Nueva York por lo engorroso del trámite, la lucha a brazo partido por  la protección de  los  bellos y antiguos  árboles del Club Tennis de Cúcuta ante los eventuales proyectos de urbanización de esa zona de la ciudad y el trabajo de modificación digital que adelantaba  sobre sus fotografías captadas  de China, en la que armado de una cámara de 35mm recorrió a ese gigante asiático y  captó imágenes perdurables de ese país,  antes de su  apertura a Occidente.

“Eduardo González fue uno de los fotógrafos más versátiles y más destacados del país de las últimas décadas. González inventó accesorios que le permitieron captar panorámicas más amplias que las usuales y también incursionó en la fotografía abstracta,  para lo cual utilizó sencillos aditamentos que le permitieron composiciones prismáticas. Su obra ocupa un puesto de primera línea en la historia de la fotografía en Colombia”, destacó Eduardo Serrano, crítico de arte e investigador.

Lo cierto, es que concentrado por décadas de manera incansable sobre el trabajo de laboratorio de la fotografía analógica para conquistar el milagro de la luz sobre el papel fotográfico,  Eduardo González  se convirtió en  un artista autentico y universal, en un creador  incansable y en el artífice de nuestra  más íntima memoria visual con los fragmentos, retratos, acontecimientos,  personajes  e instantes que captó con su cámara, impulsado por la delicada y compasiva atención a la vida que le dictó su rebelde e insobornable corazón de artista.


Recopilado por: Gastón Bermúdez v.

2 comentarios:

  1. También se llamaba Alicia, de Eduardo González se publicó con el título, Alicia, tras un par de meses de revisión conjunta con el autor. La ilustración de la cubierta fue hecha por Eliana Pérez (Ilustradora habitual del New York Times Book Review). La edición está adornada con fotografías del álbum familiar y contiene un glosario regional. Ediciones Hederieta lo presentó en la 22 Feria Internaional del libro de Bogotá. El colofón de la publicación reza: Este libro se acabó de imprimir el sábado 5 de abril de 2008, festividad de la bajada de San Eduardo González a la Isla de los Manhattos, Nueva York. LAVS EDO ... Y la breve reseña de la solapa que figura en este artículo, fue redactada por Lourdes Martín, de la Biblioteca Nacional de Catalunya, a solicitud del editor.

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  2. La primera foto ideada por Eduardo no creo que se llegara a realizar, pero me la describió con la fuerza imaginativa que poseía y la guardo en mi recuerdo. La vista del Tequendama desde la parte alta de la séptima. Te acuerdas Alba?

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