Miguel Angel Flórez Góngora
Al fotógrafo pamplonés Eduardo González le resultaba
insoportable la quietud y el sosiego. Durante sus 69 años de vida, siempre
requirió de la aventura, el peligro y el riesgo, con la misma ansiedad de quien necesita una droga.
Su vida de trotamundos y andariego por la China, el
Amazonas, los Estados Unidos, Los llanos orientales colombianos, Trinidad y
Tobago y el Catatumbo, lo convirtieron
en un rebelde del peregrinaje y de la huída permanente para fotografiar con su
cámara Hasselbald en bandolera a viejas
tribus en extinción, brutales e
insoportables tormentas de arena en desiertos asiáticos, tristes y desesperados elefantes en
cautiverio, vistosas y extrañas aves en
desbandada, así como manadas
rugientes de micos colgantes y
multicolores en entornos salvajes.
Pero la ferocidad y la prisa con la que vivió, pudo
convertirla en una fuerza poética que le permitió detener el tiempo para
construir imponentes imágenes con la naturaleza volátil de la luz y los
inesperados detalles de luces y sombras,
en los que viven sumergidos pescadores de Taganga, mulatas laboriosas y
sensuales del Caribe inglés y holandés, mujeres vestidas de negro que entierran en silencio a sus
muertos, insinuantes rostros femeninos y campesinos redimidos por el click de
su cámara.
En las fotografías de Eduardo González la vida surge a
borbotones, con el mismo frenesí con que
él la vivió bajo los soles infernales de la
Amazonía y el Orinoco, o en las entusiastas temporadas de caza y pesca en los llanos
orientales, organizadas por amigos
legendarios como el “Loco Marcucci”, y que se convirtieron en memorables expediciones fotográficas y ecológicas en
Cúcuta durante la década de los años setenta.
El mismo Eduardo González era un niño travieso que se
sorprendía con las novedades tecnológicas en la fotografía o con las
experiencias extremas a las que se enfrentaba en sus múltiples viajes por los
cinco continentes. “Un día me llamó emocionado contándome que iba en tren hacia
Pekín y semanas después me enteré que estaba hace cuatro días preso en la cárcel y sin comer, por haberse atrevido a fotografiar sin
permiso la Ciudad Prohibida, que albergaba el Palacio imperial chino creado en la dinastía Ming, y que fue la residencia durante casi 500
años de los emperadores de la China y
estaba vetado por el gobierno comunista para
registrar imágenes de sus objetos y colecciones de arte con
cámaras fotográficas”, expresa sonriente Alba Fernández, su esposa.
Incluso, su cita con la muerte el 11 de enero de 2013
a las 10:45 de la mañana en su casa del barrio la Riviera en Cúcuta, debió
resultarle un deber incómodo que truncó de tajo el deseo profundo y vigoroso de Eduardo González para incursionar de nuevo
en el territorio del pueblo indígena Bari en la subregión del Catatumbo,
publicar su libro sobre Trinidad y Tobago, y en continuar con la escritura de
memorias sobre su abuelo Ramón González Valencia,
militar de las guerras civiles del siglo XIX al lado del Partido Conservador y
ex Presidente de la República entre el 3 de agosto de 1909 al 7 de agosto de
1910.
A su amor irrenunciable por la fotografía, Eduardo
González, había adoptado en los últimos años
la defensa justa de la flora y la fauna que circundan los árboles de Club Tenis de Cúcuta, ante la
posibilidad de urbanizar ese oasis natural de la ciudad y profundizar su interés por experimentar con la narrativa y
la historia, en proyectos literarios que se materializaron en publicaciones
como la novela corta “También se llamaba Alicia” y que a juicio de la
crítica “es un texto sobrecogedor, que
derrocha ternura a través de sus personajes, de su forma de hablar propia del
campo, y a través del paisaje: omnipresente como un don silencioso, un desafío,
casi una maldición, que el autor describe minuciosamente sin detener el compás
del relato. Sus imágenes nos agarran con una mezcla de furia y suavidad, para
hacernos sentir la emoción en estado puro, genuino, sin trampas”.
Asimismo, fiel a su temperamento sanguíneo y soñador,
durante los días radiantes de diciembre en Cúcuta, Eduardo estaba entusiasmado
por la reciente popularización de nuevo de papel fotográfico y la salida al
mercado de una cámara digital Leica,
monocromática, y cuyo costo oscila entre
los 8 y 9 mil dólares. Con la
testarudez eterna que lo llevó a emprender
aventuras y empresas intelectuales, le expresó a sus hijos a finales del
año 2012: “Ya he hecho las cuentas, si salgo de esta, viajo a Nueva York a
vender todo mi equipo Hasselblad y me compro con eso la Leica Monochrom”.
La vida no le permitió ese lujo de rebelde con causa.
Y ahora, Alba Fernández, su esposa y cómplice de las múltiples correrías emprendidas por Eduardo González a través del mundo, evoca en forma entrañable
los sobresaltos del fotógrafo en su indeclinable pasión por atrapar con su
cámara espectáculos naturales y
comunidades alejadas de la civilización, confesando que la suerte, el carisma y
el número 11, acompañaron siempre la
vida azarosa y aventurera de su esposo.
La prueba de ello, según Alba, es que el número 11
y la
buena estrella de Eduardo, lo persiguieron como un perro fiel para
salvarle la vida en momentos cruciales
de su labor de reportero gráfico
y en despedirlo también de ella, el
pasado 11 de enero, bajo el cielo azul de Cúcuta.
Alba no sale de su asombro cuando rememora la suma de
casualidades que la vincularon al alboroto vital de Eduardo, y confiesa que el
número 11 se convirtió para la pareja en un vínculo mágico. Se enamoraron un
día 11 de octubre y su noviazgo duró 11
meses. También les llamó la atención
que la fecha de nacimiento del fotógrafo fuera
un 11 de julio y su matrimonio se llevará a cabo en esa fecha.
“Me regaló 11 rosas en el primer año de nuestro matrimonio y el pasado
11 de julio tuvimos el último adiós junto a él. Fueron muchas las experiencias
y los recuerdos que nos dejo a mí y a su
familia, un hombre tan excepcional como
Eduardo. Pero en particular, la lección de que cuando vives con un ser
humano de la sensibilidad y pasión con
la que vivió él, aprendes a comprenderlo y aceptarlo de manera íntegra”.
EL ARTISTA DEL TRAPECIO
La primera vez que entrevisté a Eduardo González,
corroboré como decían sus memorables
amigos Guillermo Maldonado, Pedro Espinel Ruiz y Pedro Cote, con quienes el
fotógrafo sostenía infinitas conversaciones sobre arte y literatura, que estaba
poseído por el humor, la agitación y el
movimiento.
Lo cierto es
que la personalidad temeraria y la
inclinación por la irreverencia de
Eduardo González, sigue sorprendiendo al círculo de sus amigos cercanos. “Los
momentos vividos con Eduardo fueron memorables y no me olvido de su
sorpresa cuando Eduardo tomabas unas
fotografías en Kenya y un grupo de avestruces lo persiguieron y el corría
con su cámara corriendo para esconderse
detrás de un árbol. Fue un momento de pánico, terrible, y que luego él contaba
con mucha gracia, como si nada hubiera grave pasado, lo cual revelaba el talante temerario de mi
amigo”, señala el escultor colombiano Pedro Espinel Ruiz, quien vive en Canadá.
Consciente de su tendencia cucuteña de tomar el pelo a
sus invitados y de su incapacidad para quedarse quieto, tuve que seguirle con
un vaso de whisky en la mano por los salones de su casa, mientras Eduardo me
iba señalando con su dedo índice, paredes tapizadas de artesanías y obras de
arte, como huellas y trofeos de sus
numerosos y prolongados viajes por el mundo. También abría afanosamente cajas y
escritorios de los que extraía afiches, fotografías o recortes de prensa que
habían impactado su sensibilidad.
En otras visitas a su casa del barrio La Riviera,
Eduardo se detenía en una imagen captada en cualquiera de sus frenéticos
viajes, se la mostraba a su interlocutor, meditaba sobre ella y uno concluía
que el hombre que movía las manos como aspas y alzaba la voz para enfatizar y
destacar un detalle de una estampa, era el mismo que sus amigos cercanos
definían con olfato de gato para la fotografía.
Porque además de saber cómo se hacía la fotografía,
Eduardo sabía dónde estaba la imagen. “Si pareciera, que hacia donde él dirija
su mirada hay fotografía, es, porque a diferencia de nosotros o del espectador
involuntario, sobre los ojos de Eduardo González está corriendo una cinta de
cine que nosotros no vemos”, me advirtió lucidamente un día el pintor y escultor cucuteño, Jaime Calderón.
En este instante, recuerdo también, mientras escribo esta crónica para La
Opinión, bebiendo un vino Cabernet Suavignon en memoria de Eduardo, que
pesar de las dificultades que enfrentó para la publicación del
libro en Canoa del Amazonas al mar
Caribe, de 600 páginas e ilustrado con 700 fotografías, fruto de un recorrido de 9.000 kilómetros durante 8
meses a través de la cuenca del Amazonas en la década de los noventa, el
fotógrafo asumió con fortaleza la dura respuesta del gobierno de Cesar Gaviria
que se negaba a realizar el lanzamiento del libro, argumentando que ese proyecto editorial se había realizado
bajo la administración de Virgilio Barco.
A pesar de esos
traspiés, Eduardo no desmayó en la persistencia por su arte y continuó aferrado a otros proyectos fotográficos que
le posibilitaron premios nacionales e internacionales y por supuesto, los
accidentes inevitables para un hombre que se definió así mismo como un cazador
de imágenes. “La lista de los premios
que obtuvo es impresionante, a pesar de que sigue sin ser muy conocido por el
público. Para el final de los 80´s ya había instalado un completo laboratorio
fotográfico en la parte posterior de su casa, donde se podía, literalmente,
hacer murales de cualquier tamaño. Sus fotos artísticas están dispersas en
colecciones privadas, publicaciones, galerías y museos”, sostiene Víctor
González, su hijo mayor y antropólogo de profesión.
La vida le ofreció plenitud a Eduardo González y le dejó pendiente
también un saldo de cosas vitales por realizar, muy propias de su personalidad
excéntrica y controvertida. Sus hijos Víctor, Carlos, Susana y María José, recuerdan
jocosamente que ese inventario de promesas no cumplidas incluye la importación de un auto deportivo que obtuvo
de un amigo y que abandonó en una calle de Nueva York por lo engorroso del
trámite, la lucha a brazo partido por la
protección de los bellos y antiguos árboles del Club Tennis de Cúcuta ante los
eventuales proyectos de urbanización de esa zona de la ciudad y el trabajo de
modificación digital que adelantaba
sobre sus fotografías captadas de
China, en la que armado de una cámara de 35mm recorrió a ese gigante asiático
y captó imágenes perdurables de ese
país, antes de su apertura a Occidente.
“Eduardo González fue uno de los fotógrafos más
versátiles y más destacados del país de las últimas décadas. González inventó
accesorios que le permitieron captar panorámicas más amplias que las usuales y
también incursionó en la fotografía abstracta,
para lo cual utilizó sencillos aditamentos que le permitieron
composiciones prismáticas. Su obra ocupa un puesto de primera línea en la
historia de la fotografía en Colombia”, destacó Eduardo Serrano, crítico de
arte e investigador.
Lo cierto, es que concentrado por décadas de manera
incansable sobre el trabajo de laboratorio de la fotografía analógica para
conquistar el milagro de la luz sobre el papel fotográfico, Eduardo González se convirtió en un artista autentico y universal, en un
creador incansable y en el artífice de
nuestra más íntima memoria visual con
los fragmentos, retratos, acontecimientos,
personajes e instantes que captó
con su cámara, impulsado por la delicada y compasiva atención a la vida que le
dictó su rebelde e insobornable corazón de artista.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez v.
También se llamaba Alicia, de Eduardo González se publicó con el título, Alicia, tras un par de meses de revisión conjunta con el autor. La ilustración de la cubierta fue hecha por Eliana Pérez (Ilustradora habitual del New York Times Book Review). La edición está adornada con fotografías del álbum familiar y contiene un glosario regional. Ediciones Hederieta lo presentó en la 22 Feria Internaional del libro de Bogotá. El colofón de la publicación reza: Este libro se acabó de imprimir el sábado 5 de abril de 2008, festividad de la bajada de San Eduardo González a la Isla de los Manhattos, Nueva York. LAVS EDO ... Y la breve reseña de la solapa que figura en este artículo, fue redactada por Lourdes Martín, de la Biblioteca Nacional de Catalunya, a solicitud del editor.
ResponderEliminarLa primera foto ideada por Eduardo no creo que se llegara a realizar, pero me la describió con la fuerza imaginativa que poseía y la guardo en mi recuerdo. La vista del Tequendama desde la parte alta de la séptima. Te acuerdas Alba?
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