martes, 19 de noviembre de 2013

480.- CUCUTEÑO TESTIGO DE PRIMERA LINEA EN EL BOGOTAZO



José Luis Maldonado (Seudónimo Luis Coronado) – La Saga


El llamado “Bogotazo”, una de las revueltas urbanas más violentas del siglo XX, causó oficialmente, en sólo tres días, 2.585 muertos.

Esa mañana, un malestar estomacal me inhibió para ir a almorzar en la pensión de la señorita Araque. Dos pepitas de Yatren 105 me reparaban y con Carlos Augusto nos dirigimos al café Inca, segundo piso sobre el concurrido café El Molino, carrera 7ª,  entre calles 14 y Avda. Jiménez, exactamente frente al edificio Mejía. Era la hora trece, una de la tarde. Recién habíamos empezado a chocar los marfiles sobre el verde paño de la pesada mesa, junto a la ventana, cuando sonaron los disparos y, casi de inmediato, un desgarrador grito de “Mataron a Gaitán, hijueputas!”.

En tres zancadas bajé la escalera, crucé la calle y me junté al grupo que consternados trataban de auxiliar al caído. Yo tomé la iniciativa de sugerir en grito, pronto, a la Clínica Central, y me lancé a detener el Radio Real, taxi negro que venía detrás del tranvía. Le dije al chófer que el herido era el Dr. Jorge Eliécer Gaitán y que en contravía, se fuera hasta la calle doce para subir a la Clínica Central, la más cercana oportunidad de auxilio. Plinio Mendoza Neira y Pedro Eliseo Cruz, acompañantes del “Negro” ese día, junto a otros ocasionales transeúntes, levantamos, sí, yo también, al herido y lo introdujimos al taxi, reiterándole yo al asustado conductor la ruta y destino de su misión humanitaria. El reloj de San Francisco marcaba la una, diez minutos.



Marchado el taxi, me interesé por el individuo agarrado por dos lustrabotas en forcejeo con un policía, ahí en la esquina de la Jiménez, edificio Chaux, y en medio de la algarabía de emboladores, loteros y vendedores de prensa que enardecidos vociferaban denuestos contra el presunto asesino. Súbitamente, un hombrón levantó su pesada caja de lustrar y con ferocidad la descargó sobre la cabeza del imputado homicida. Un chorro de sangre brotó de sus oídos y su cabeza se desgonzó abatida. Yo lo consideré muerto. “Caretigre” llamaron al hombrón que no permitió vivir a Roa Sierra.

Llegados otros policías, que por esos días estrenaban uniforme de color carmelito, quisieron rescatar al hombre golpeado y, a la brava, fueron retrocediendo hacia la calle 14. En el camino el café “’El Gato Negro” y seguidamente la droguería Granada de los hermanos Villabona, mis paisanos. Ahí, los policías buscaron librarse de la multitud que se crecía y, con dificultad, lograron introducirse en la farmacia con el cuerpo de Roa Sierra. Yo logré colarme al interior antes que los Villabona bajaran las cortinas metálicas y, conocidos como éramos, intercambiamos comentarios sobre los terribles momentos que estábamos pasando y eso fue todo. La enardecida multitud derribó la cortina y se apoderaron del cuerpo del ya fallecido acusado del magnicidio y a los gritos de “A palacio, a palacio…”, salieron de la droguería y tomaron la séptima hacia la plaza de Bolívar. Era la una, veinte minutos de la tarde y el tráfico de tranvías y otros vehículos se había paralizado entre la Avenida Jiménez y la Plaza de Bolívar. Al llegar a la calle doce el ominoso desfile se fundió con el que ya bajaba desde la Clínica Central con la infausta confirmación de la muerte del líder y esto aumentó la creciente rabia del populacho enardecido. El cuerpo de Roa Sierra era arrastrado de su corbata, único adminículo sobre su desnudo cadáver.



El asesino intenta escapar. Los lustrabotas enfurecidos gritan: ¡Mataron al doctor Gaitán, mataron al doctor Gaitán! ¡Cojan al asesino!

En el Capitolio, cancilleres de veintiún países hermanos asistían a las sesiones de la octava Conferencia Panamericana. Ese día se había instituido la Organización de Estados Americanos, la OEA que nacía con la bendición del general George Marshall, representante de los Estados Unidos y los cancilleres en pleno. Tropas del ejército custodiaban el lugar y alertadas, formaron barricada para detener allí la manifestación y no permitir su paso hacia el palacio presidencial, objetivo de la multitud. En consecuencia, la plaza se fue llenando por la multitud frenética que ya manifestaba consignas partidistas y denuestos contra el partido azul y sus dirigentes. Estando a escasas dos cuadras de mi trabajo, me deslindé del lugar y me encaminé a darle parte sobre los hechos a mi jefe y a mi tío Armando. El reloj de la catedral marcaba cinco minutos para las dos de la tarde.

“Don Chepe, pasó algo terrible, mataron a Gaitán”, le dije azorado. Y la respuesta de don Chepe Godofredo fue, “uno menos…” y yo le insistí que era cierto, que yo había sido testigo y que mirara mi mano y la manga de mi camisa que era sangre del Doctor Gaitán y en ese momento ya se oían gritos por la calle afuera y vimos, desde el segundo piso en que estábamos, ríos de gente que se dirigían hacia la plaza mayor de mercado que para entonces aún operaba en la manzana de la calle 10 a la 11 y la carrera 10 a la 11, a solo una cuadra de nuestra posición. Para entonces ya don Chepe dio credibilidad a mi relato y con el Doctor Largacha, el abogado jefe, nos dirigimos al despacho del ministro que no estaba y, en su defecto, vimos al Doctor Carlos López Posada. Secretario general y les rendí pormenorizado relato de esa última hora, preñada de tragedia y agorera de días difíciles para el país. Se dio la orden de evacuar el edificio y la recomendación para que el personal se marchara directo a sus hogares. Era viernes y  se esperaba que para el siguiente lunes todo habría regresado a la normalidad. Mamola!

Media cuadra arriba, por la calle 11, en el quinto piso del hermoso edificio de la Droguería Nueva York, funcionaba el laboratorio donde se envasaban los cosméticos de la marca Max Factor. Allí laboraba una hermana de Carlos Augusto, mi compañero de trabajo. Era una chica muy linda, muy espiritual por quien mi corazón aceleraba el flujo sanguíneo. Ella lo sospechaba pero mi timidez no soltaba prenda. Mi preocupación esa tarde era sacarla pronto de ese lugar y conducirla hacia su casa, bastante distante, allá por el barrio Rio negro, adonde solo el bus rojo que se tomaba en San Victorino llegaba allí. Cuando subí a ese quinto piso, nadie allí sabía de la causa para ese barullo que se observaba y oía desde el ventanal. El gerente, don Mario Barriga, ya había sido advertido de la situación pero esperaba ampliar los detalles para determinar la acción a seguir respecto a la seguridad del personal y de las instalaciones. Yo le conté todo el rollo a la vez que le instaba a ordenar la evacuación e instruir a su gente  que se retiraran del área central. Mientras mi florecita se preparaba, me di una escapada hacia la Plaza de Bolívar preguntándome que habría sucedido con el cadáver del presunto asesino del líder.



El aspecto de la plaza era caótico, de los tranvías solo se veían estructuras aun llameantes y humaredas por doquier seguramente causadas por la quema de muebles y enseres de las oficinas saqueadas en el contorno. La tropa continuaba custodiando el capitolio y conteniendo a la creciente multitud que pugnaba por proseguir la marcha hacia el palacio de la carrera. Las arengas eran en alto calibre, proferidas por gente del montón, populacho venido de la Perseverancia, Egipto, Belén, Las cruces y barrios sureños.

Recogí a Florecita y a toda carrera nos encaminamos hacia San Victorino, anhelando encontrar servicio de transporte. El panorama era asolador, grupos energúmenos destrozaban vidrieras y asaltaban negocios de ferretería y agrarios a objeto de tomar cuanta herramienta sirviera como armamento. Así ya se veían sujetos armados de machetes, guadañas, hoces, palas, porras y otros objetos corto-punzantes y, sorprendente, botellas de licor en mano, fruto del pillaje a las cigarrerías.

En San Victorino no vimos vehículo alguno, salvo un gran carro de bomberos bloqueado para evitar su camino hacia la Plaza de Bolívar. Sorteando el barullo, logramos llegar hasta la avenida Caracas donde una inmensa cantidad de gente pugnaba por embarcarse en los buses que, afortunadamente, aún continuaban en servicio. Felizmente pude lograr el bus rojo para Florecita, subirla a bordo y recomendarle reunir a todos en su familia en su casa y esperar que se superara el impase que estábamos en ese momento observando como testigos de primera línea. Ella, agradecida, me envió un beso al vuelo que yo apañé y guardé, en el cofre de mis ilusiones.

Liberado ya de la responsabilidad por Florecita y curioso o preocupado por don Abraham y su farmacia, allá en la Primera calle Real, hacia allí me encaminé debiendo atravesar otra vez la agitada plazuela de San Victorino y tomando la avenida Jiménez hacia la séptima. El panorama era un pandemónium, las hordas alebrestadas trataban de invadir los Bancos del sector financiero y el hermoso edificio de la Gobernación era presa del pillaje y ominosas nubes de humo negro presagiaban el incendio en sus interiores. Y allí a la vuelta, sobre la calle 16, una hermosa edificación de rancio estilo francés con gran escalera a la calle, dos palmeras en copones gigantes a su costado, daban la bienvenida a sus huéspedes. Era el Hotel Regina, una verdadera joya arquitectónica. Allí, el seis de mayo de mil ochocientos cuarenta, Francisco de Paula Santander, nuestro hombre de las leyes, entregaba su alma al Creador. Ahora este tesoro, verdadero patrimonio nacional, sucumbía en las llamas de la ignominia El reloj de la torre de San Francisco marcaba las cuatro y treinta minutos de esa tarde aciaga.

Hacían solo tres y media horas cuando yo regresaba al epicentro de la perturbación. Con dificultad, entre la recia multitud vociferante, me abrí paso hasta llegar a la puerta del edificio Mejía, exacto hipocentro de la tragedia, donde yacían velas encendidas alrededor del charco de sangre del inmolado y unas cuantas rezanderas elevaban sus plegarias junto a los lamentos de oportunas plañideras y, como eco a sus heridos sentimientos, los hijueputazos de la turba ya hincha, por su líder y el embriague.



Continuar el recorrido por la séptima, hacia la Plaza Mayor, me sobrecogía el observar el desorden y la destrucción que se iniciaba de tantos sitios que, a pesar de los pocos años de haber yo llegado a la capital, me eran familiares y ya acumulaban amables remembranzas en mi adolescencia. Al mirar en los altos del Café El Molino evoqué el gigantesco pizarrón en el que El Espectador, escrito con tiza blanca, publicaba como un extra las noticias más sobresalientes del momento. Recordé la tarde que leí, con sobresalto, “20.000 muertos en Cúcuta por terremoto” ay, no, no era Cúcuta, era Calcuta. Y avanzando ya por la Tercera calle Real, el café Windsor con sus billares y su excelente cocina y muy selectos en la escogencia de su personal. Allí conocí y me sonsaqué una tierna y bella mujer. Gané su cariño y favores habiéndola invitándola al Teatro Real, justo al frente del Windsor, a ver la función que presentaba a Lola Flórez, La Faraona, muy jovencita, cantando y bailando y Antonio, el guitarrista, con quien se desposaría años después. El teatro Real como cine, era el de los estrenos de las películas mexicanas y como teatro, escenario para periódicas presentaciones de artistas o grupos escénicos de paso por Bogotá. Horas más tarde esos locales serían, lamentablemente, consumidos por el fuego de la iracundia irracional.

Por la Segunda calle Real, sector de la calle 12 a la 13, las cosas empeoraban. El sagrado recinto del templo consagrado a Santo Domingo había sido profanado por la turba hostil y anticlerical, incendiándolo sin misericordia alguna. El edificio Murillo Toro, sede del Ministerio de Correos y Telégrafos, se salvó de las llamas gracias a la férrea defensa que hicieron los telegrafistas que allí laboraban.

La cuadra de la Primera calle Real era un cuadro de desolación total. Allí había establecimientos de comercio, oficinas, hoteles, cafés y apartamentos residenciales, todos en proceso de destrucción por la acción demencial de la protesta. La Perfumería París, la Foto Gaitán, El café Niza, el hotel Atlántico, El café Europa, la Emisora La Voz de la Víctor y, en sus bajos, mi amada botica, la droguería Riaño; que dolor, que pena. Alguien susurró a mi oído, “aquí comenzó el incendio de la séptima”. Y me acordé de las capsulitas fétidas con que fastidiábamos a la plebe en aquellas noches de viernes culturales…

Llegado a la esquina de la calle 11, subí hacia la carrera 6ª.. Una pedrada sobre la vitrina del viejo local de la chocolatería frente a la puerta falsa de la catedral, había dado escape a los centenares de cangrejos de las charcas del Tequendama que eran apetecible plato en ese lugar. Dentro del local, propietarios y empleados a puerta cerrada, defendían su sustento frente a la hambrienta horda. Yo también hubiera querido saborear una olorosa taza de chocolate, acompañada de una garulla y buen trozo del queso cuajada como otras veces lo había degustado allí.

Llegado a la carrera 6ª. me estremeció el incendio que devoraba el Palacio de la Justicia, austera construcción en cemento gris con gran portón de entrada, enmarcado por dos gigantescas estatuas que personalizaban la Justicia, una con la balanza de la equidad y la otra con la espada, símbolo de la Ley y el orden, elementos que, a la final, fue lo único que quedó en pie en esa esquina. Al edificio contiguo, la casa Rey, famoso almacén de juguetería, las flamas del incendio del vecino lo abrasaron y sus muñecos de celuloide contribuyeron a la intensificación de la hecatombe. El cielo empezó a encapotarse, preludio de la lluvia oportuna y como una señal celestial de conmiseración hacia la ciudad del bien y del mal.

El viernes amargo, el aguacero que empezó iniciando el anochecer se extendió hasta la madrugada. El ejército, acuartelado en Usaquén, recibió orden de tomarse la ciudad a eso de las diez de la noche. Afortunadamente, la pertinaz lluvia contribuyó a que no se presentaran mayores enfrentamientos entre la tropa y los amotinados a los que se sumaba la policía disidente. No obstante, los muertos fueron arriba de los dos mil quinientos que en la tarde del sábado se apilaban en el cementerio central y, entre ellos, un cuerpo desnudo con corbata al cuello, que la lente de un joven fotógrafo, “Manuelache”, supo captar en blanco y negro como epígrafe a su labor de periodista gráfico. Las noticias que llegaban de la provincia evidenciaban severos desmanes en ciudades y pueblos, señal agorera de tiempos de violencia por venir.

El lunes siguiente, bajo estricta ley marcial, se iba regresando a la normalidad. Las especulaciones sobre el crimen del líder iban desde culpar al partido comunista internacional, bajo los auspicios de la Unión Soviética, quienes buscaban boicotear la IX Conferencia Panamericana, donde la influencia de los Estados Unidos era tan notoria que en el transcurso de la misma se habían oído voces altisonantes de protesta y denuncia, tales como la del canciller argentino que representaba el régimen peronista y otras.

También se culpaba al régimen conservador, temeroso que Gaitán ganaría las elecciones presidenciales de mil novecientos cincuenta, cosa probable dada la creciente popularidad del “Negro” que ya había tomado la conducción del partido Liberal. Otras consejas del cotarro capitalino daban oídas a “líos de faldas”, venganza de la parte perdedora en el reciente juicio al teniente Cendales con clamoroso triunfo de Gaitán como su defensor. También se especulaba que el presunto asesino, identificado como Juan Roa Sierra, un hombre del común que había visitado en dos veces al doctor Gaitán en su oficina para solicitar su ayuda y que al no ver resultado alguno, su esquizofrenia le indujo a perpetrar el atentado. El gobierno del doctor Ospina Pérez designo como investigador especial al doctor Jordán Jiménez y pidió la colaboración a Scotland Yard de Inglaterra. Nunca se esclareció el caso.

 A muy alto costo la capital fue regresando a la normalidad mientras el país se sumergía en la ciénaga de la violencia desangrante que, a más de sesenta años, continúa lacerante.



Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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