Gerardo
Raynaud
Amanecía el tercer año de la Segunda
Guerra Mundial y las noticias que se leían y escuchaban en las tranquilas
calles de la ciudad no eran otras que los sucesos que acontecían en la
atormentada Europa y los avances de Alemanes y Aliados tratando de ganar posiciones
y conquistar territorio no eran más que el ‘pan de cada día’ para los escasos
lectores y ‘escuchas’ de una población que apenas rondaba los sesenta mil
parroquianos. Incluso, muchas de las noticias se parecen a las de hoy. Se
hablaba mucho de Timochenko. De lo que hacía, de las órdenes que impartía,
parecido a lo que vemos y leemos ahora, solo que no se trata del mismo
personaje. Aquel a diferencia de este, no era un guerrillero común, sino el
Mariscal de la Unión Soviética que en ese entonces estaba a cargo de la defensa
de Moscú, pues en ese año era atacada por los ejércitos alemanes en busca de
ampliar su dominio en los vastos terrenos allende los Urales. De esa desastrosa
aventura, los alemanes no lograron recuperarse y se dice que fue el comienzo
del fin de la guerra en Europa.
Pues bien, esta introducción me hace
rememorar una anécdota personal de cuando era estudiante en la Universidad
Industrial de Santander, pues un grupo importante de profesores era alemán y en
particular había uno muy renombrado y de mucha fama a mediados de los años
sesenta; era de profesión ingeniero electricista de nombre Wilhem Spajowsky. La
‘pinta’ de alemán era notoria, su casa frente al Instituto Técnico Dámaso
Zapata, vecino de la UIS, estaba fortificada al estilo de un ‘bunker’ germano y
sus estudiantes lo veíamos como un notable experto y que realmente lo era, toda
vez que había servido en el ejército alemán, no como soldado sino como
científico, en esos laboratorios que Hitler había creado para desarrollar inventos
y tecnologías que le permitiera ganar la contienda de manera rápida y efectiva.
Nos contaba, a raíz de la invasión a
Rusia, que su equipo de investigación, le aconsejó a Hitler y a su estado
mayor, que los vehículos terrestres utilizaran baterías o acumuladores de plomo
(como las baterías que se utilizan hoy) en lugar de las baterías alcalinas
tradicionales entonces. El argumento esgrimido era que si el invierno los
alcanzaba –como efectivamente sucedió- los acumuladores alcalinos se
congelarían y se paralizaría toda función de los vehículos. Siempre decíamos,
sus alumnos, que la guerra se perdió por no haberle hecho caso al profesor
Spajowsky y él solo se sonreía socarronamente pensando que realmente había
tenido la razón, mientras que nosotros a la vez, nos congratulábamos de que los
alemanes no hubieran ganado la guerra.
Pero, mientras ¿qué pasaba en la Cúcuta de
ese año 42? Revisando la historia de los acontecimientos, es poco lo que
realmente ha cambiado. La mayor actividad mercantil se centraba en la
comercialización del café. Como reinaba la ‘economía de guerra’, pocos eran los
productos que se podían exportar y menos aquellos que lograban importarse,
especialmente desde los Estados Unidos, ya que el comercio con Europa estaba
totalmente suspendido.
También es necesario recordar que la
economía colombiana se fundamentaba en la exportación del café, a tal punto que
era la única fuente de divisas significativas que tenía el país y que se
resguardaba sigilosamente de las garras de los contrabandistas que hoy
llamarían los venezolanos ‘de extracción’. Uno de los puertos de exportación
del grano, más importante era precisamente Cúcuta, que lo remitía por la vía
del Lago de Maracaibo, utilizando el Ferrocarril de Cúcuta, el cual, no solo lo
trasportaba hasta el puerto de Encontrados, sino que lo recogía en la puerta de
los principales comerciantes en la ciudad, con la ayuda del tranvía que había
habilitado el tránsito por las calles más importantes. Exportadores como Tito
Abbo y Antonio Copello entre los mayores empresarios, utilizaban este servicio,
pues además, recibían las mercaderías importadas en el mismo trasporte que se
llevaba el preciado grano.
Claro que esta dicha no duró mucho, pues
el gobierno nacional, algunos años más tarde, restringió o más bien prohibió,
la exportación del grano por esta ciudad, sembrando como fue el pánico
económico y favoreciendo la extracción ilegal por el vecino país y
beneficiando, como sucede siempre en estos casos, las finanzas de unos pocos
reconocidos al margen de la ley. Además, en ese año, se produjo una serie de
decomisos, por parte de la Guardia Nacional a los compradores venezolanos que
venían a la ciudad en busca de economía y calidad, lo cual como siempre ha
sucedido, se calmó cuando intervinieron los mandos centrales de ambos países y
ordenaron restablecer el ‘statu quo’ que tradicionalmente se ha mantenido en
esta línea limítrofe.
De resto, el diario transcurrir no dista
mucho de parecerse a lo que vemos hoy en día, salvo por la frecuencia y
magnitud propia de la evolución demográfica y de los cambios que se han
presentado con la aplicación de normas, especialmente referentes al manejo de
la salud pública y de la preservación de los derechos fundamentales de las
personas y las instituciones. Se presentaban casi que calcados de las crónicas
rojas de los periódicos actuales, hechos similares, sólo que su publicación en
los medios era más descarnada y escueta. No puedo asegurar que el morbo con el
que se presentaban o narraban los hechos, gustara a quienes los leían o
escuchaban, sencillamente porque era la forma natural de mostrar los hechos y
pocos, en realidad, se escandalizaban por las noticias, más no por los hechos
que muchas veces provocaba la indignación ciudadana que se manifestaba
eventualmente degenerando en hechos violentos, como sucedió en el caso del
crimen del padre Obeso y en el conocido y recordado asesinato de Gaitán. Aunque
otros de menor relevancia también congregaban al público enardecido, siempre
hubo alguien –gobernante o cura- que interviniera para calmar los ánimos y
regresar a la normalidad.
En ese año se presentaron varios casos, pocos por cierto, que llenaron páginas de periódicos y horas de radio, tal vez el de mayor repercusión entre los tranquilos cucuteños fue el denominado por la opinión pública ‘la odisea de Mesela’.
Mientras la guerra se desarrollaba en Europa, en la tranquila Cúcuta del 42 otras aventuras se tejían en torno a sus calles, calurosas y polvorientas, como esperando alguna diversión, de esas que son tan frecuentes en esta ciudad, donde la ‘mamadera de gallo’ ha sido una tradición arraigada, al punto tal que todavía existe el monumento en su honor, en algún punto de su geografía que invito a recordar.
En esta
ocasión, la crónica versará sobre los principales hechos relevantes que
sucedieron a mediados del año del título y que fueron temas de discusión en los
principales corrillos y sitios de reunión.
Lo primero que
debo destacar es la diligencia con la que los funcionarios originarios de este
terruño se preocupaban por el bienestar y la mejora de las condiciones de vida
de sus conciudadanos. Es necesario recordar que por entonces, la ciudad carecía
de los principales servicios públicos, existía la toma pública de donde se
obtenía el preciado líquido para asegurar la subsistencia, pero no había acueducto; el alcantarillado solo fue pensado
años más tarde pues la norma urbanística incluía los llamados ‘pozos sépticos’,
que solamente se exigía a las construcciones de la gente adinerada y en la
zonas de desarrollo y crecimiento hacia las cuales la ciudad iba expandiéndose;
no hablemos del servicio de aseo, pues las basuras eran por lo general,
quemadas las que se podían, enterradas otras y las demás, por lo general,
convertidas en ‘masaguas’ para alimentar los animales domésticos que muchos
mantenían en los solares de sus casas o sus ranchos. Extrañamente, los
servicios más eficientes de la época eran aquellos que entrañaban los adelantos
tecnológicos más representativos de ese entonces, la telefonía (que hoy debemos
distinguir como ‘fija’), la energía eléctrica y el transporte masivo, que dicho
sea de paso, era uno de los más eficientes del país, el tranvía integrado con
el ferrocarril, lo cual le permitía a un ciudadano común, subirse prácticamente
en la puerta de su casa y dirigirse a su destino, sin necesidad de apearse o de
transbordarse.
Pues bien,
aprovechando las influencias del ministro de Comunicaciones del gobierno del
presidente Eduardo Santos, nuestro coterráneo el doctor Luis Buenahora a quien
distinguían por su ‘admirable revelación de capacidad y de inteligencia’ al
frente de la cartera a su cargo, había venido a la ciudad en compañía del
ilustre Germán Arciniegas para inaugurar una obra que, según los documentos,
constituía ‘un monumento de eficacia administrativa y motivo de profundo
reconocimiento y orgullo de la comarca fronteriza con Venezuela’; se trataba
del establecimiento de la línea telefónica Cúcuta-Bogotá que representaba un
gran adelanto, tal como lo pregonaban los medios, pues se destacaba ‘nuestra
posición como centro comercial, como fuerte político y por sobre todo, como
amplio sendero donde se cruzan los afectos de dos pueblos hermanos en el
pasado, el presente, en su historia de grandeza’.
Esa era una de
las buenas noticias; otras no tan agradables son las que pasaré a narrarles.
Durante el primer cuarto de siglo hubo un individuo, ya olvidado por el tiempo
y las circunstancias y cuyo nombre, o más bien su apodo, era un verdadero
‘personaje’ en esa remota época. Justo Ramírez, más conocido por su alias como
‘Mesela’ había sido un joven valiente y lleno de vida, que en sus años mozos se
había dedicado a participar de los espectáculos taurinos que se desarrollaban
donde hoy se levanta el Parque Nacional y que sin ser torero ni vaquero, se
daba el lujo de cabalgar sobre el lomo de los novillos, al mejor estilo de los
rodeos norteamericanos, por unas cuantas monedas que le arrojaban admirados los
asistentes, desde los palcos hasta los tendidos de sol. Trabajaba como hortelano
y era un ejemplar padre y esposo hasta cuando el siniestro atajo del alcohol y
la bebida lo desviaron de su camino. Por esa misma situación fue condenado por
su familia y ya entregado a la perdición, conoció a una mujer de la cual se
enamoró perdida y locamente. El hecho es que durante una de esas ‘peas’ que el
tal ‘Meselas’ acostumbraba a cultivar
los fines de semana, tal vez aupado por alguno de sus compinches de
tragos que le llenaron la cabeza de chismes de su mujer, exasperado de los
celos, llegó a su humilde vivienda del barrio San Miguel y ‘arremetió a
puñaladas a su amante, dejándola muerta’, así aparecieron las noticias en la
prensa; noticia que se supo solamente al día siguiente, cuando los vecinos
notaron la ausencia de la mujer. Mientras tanto, ‘Mesela’ había ido a su
antigua casa, la de su legítima esposa, a dormir la borrachera y a prepararse
para huir, como parecía que lo había decidido. La noticia se regó como pólvora
y la policía, -en ese entonces municipal- encabezados por los agentes Ramírez,
Olivares y Durán, en compañía del detective Omaña, fueron a detener al homicida
a eso del atardecer, quien se entregó sin oponer resistencia y a pesar del
alboroto que su detención produjo entre los pobladores de los alrededores del
barrio, no se produjeron disturbios ni alborotos, pues ya lo conocían lo
suficiente como para evitar ser sorprendidos, como había sucedido algunos meses
antes, cuando en una situación similar atacó a cuchilladas a un agente de la
policía municipal y este a su vez, le descargó una andanada de plomo en la
barriga, pero como ‘yerba mala nunca muere’ logró sobrevivir aunque con una
bala en el estómago, la que no le pudieron extraer. Esta vez, lo único que
causó entre los residentes de los barrios occidentales fue una sensación de
tranquilidad por haberse librado de un sujeto
reconocido por sus libaciones y pendencias.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
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