lunes, 20 de enero de 2014

511.- EN LA CUCUTA DE 1942



Gerardo Raynaud




Amanecía el tercer año de la Segunda Guerra Mundial y las noticias que se leían y escuchaban en las tranquilas calles de la ciudad no eran otras que los sucesos que acontecían en la atormentada Europa y los avances de Alemanes y Aliados tratando de ganar posiciones y conquistar territorio no eran más que el ‘pan de cada día’ para los escasos lectores y ‘escuchas’ de una población que apenas rondaba los sesenta mil parroquianos. Incluso, muchas de las noticias se parecen a las de hoy. Se hablaba mucho de Timochenko. De lo que hacía, de las órdenes que impartía, parecido a lo que vemos y leemos ahora, solo que no se trata del mismo personaje. Aquel a diferencia de este, no era un guerrillero común, sino el Mariscal de la Unión Soviética que en ese entonces estaba a cargo de la defensa de Moscú, pues en ese año era atacada por los ejércitos alemanes en busca de ampliar su dominio en los vastos terrenos allende los Urales. De esa desastrosa aventura, los alemanes no lograron recuperarse y se dice que fue el comienzo del fin de la guerra en Europa.


Pues bien, esta introducción me hace rememorar una anécdota personal de cuando era estudiante en la Universidad Industrial de Santander, pues un grupo importante de profesores era alemán y en particular había uno muy renombrado y de mucha fama a mediados de los años sesenta; era de profesión ingeniero electricista de nombre Wilhem Spajowsky. La ‘pinta’ de alemán era notoria, su casa frente al Instituto Técnico Dámaso Zapata, vecino de la UIS, estaba fortificada al estilo de un ‘bunker’ germano y sus estudiantes lo veíamos como un notable experto y que realmente lo era, toda vez que había servido en el ejército alemán, no como soldado sino como científico, en esos laboratorios que Hitler había creado para desarrollar inventos y tecnologías que le permitiera ganar la contienda de manera rápida y efectiva.


Nos contaba, a raíz de la invasión a Rusia, que su equipo de investigación, le aconsejó a Hitler y a su estado mayor, que los vehículos terrestres utilizaran baterías o acumuladores de plomo (como las baterías que se utilizan hoy) en lugar de las baterías alcalinas tradicionales entonces. El argumento esgrimido era que si el invierno los alcanzaba –como efectivamente sucedió- los acumuladores alcalinos se congelarían y se paralizaría toda función de los vehículos. Siempre decíamos, sus alumnos, que la guerra se perdió por no haberle hecho caso al profesor Spajowsky y él solo se sonreía socarronamente pensando que realmente había tenido la razón, mientras que nosotros a la vez, nos congratulábamos de que los alemanes no hubieran ganado la guerra.

Pero, mientras ¿qué pasaba en la Cúcuta de ese año 42? Revisando la historia de los acontecimientos, es poco lo que realmente ha cambiado. La mayor actividad mercantil se centraba en la comercialización del café. Como reinaba la ‘economía de guerra’, pocos eran los productos que se podían exportar y menos aquellos que lograban importarse, especialmente desde los Estados Unidos, ya que el comercio con Europa estaba totalmente suspendido.

También es necesario recordar que la economía colombiana se fundamentaba en la exportación del café, a tal punto que era la única fuente de divisas significativas que tenía el país y que se resguardaba sigilosamente de las garras de los contrabandistas que hoy llamarían los venezolanos ‘de extracción’. Uno de los puertos de exportación del grano, más importante era precisamente Cúcuta, que lo remitía por la vía del Lago de Maracaibo, utilizando el Ferrocarril de Cúcuta, el cual, no solo lo trasportaba hasta el puerto de Encontrados, sino que lo recogía en la puerta de los principales comerciantes en la ciudad, con la ayuda del tranvía que había habilitado el tránsito por las calles más importantes. Exportadores como Tito Abbo y Antonio Copello entre los mayores empresarios, utilizaban este servicio, pues además, recibían las mercaderías importadas en el mismo trasporte que se llevaba el preciado grano.

Claro que esta dicha no duró mucho, pues el gobierno nacional, algunos años más tarde, restringió o más bien prohibió, la exportación del grano por esta ciudad, sembrando como fue el pánico económico y favoreciendo la extracción ilegal por el vecino país y beneficiando, como sucede siempre en estos casos, las finanzas de unos pocos reconocidos al margen de la ley. Además, en ese año, se produjo una serie de decomisos, por parte de la Guardia Nacional a los compradores venezolanos que venían a la ciudad en busca de economía y calidad, lo cual como siempre ha sucedido, se calmó cuando intervinieron los mandos centrales de ambos países y ordenaron restablecer el ‘statu quo’ que tradicionalmente se ha mantenido en esta línea limítrofe.

De resto, el diario transcurrir no dista mucho de parecerse a lo que vemos hoy en día, salvo por la frecuencia y magnitud propia de la evolución demográfica y de los cambios que se han presentado con la aplicación de normas, especialmente referentes al manejo de la salud pública y de la preservación de los derechos fundamentales de las personas y las instituciones. Se presentaban casi que calcados de las crónicas rojas de los periódicos actuales, hechos similares, sólo que su publicación en los medios era más descarnada y escueta. No puedo asegurar que el morbo con el que se presentaban o narraban los hechos, gustara a quienes los leían o escuchaban, sencillamente porque era la forma natural de mostrar los hechos y pocos, en realidad, se escandalizaban por las noticias, más no por los hechos que muchas veces provocaba la indignación ciudadana que se manifestaba eventualmente degenerando en hechos violentos, como sucedió en el caso del crimen del padre Obeso y en el conocido y recordado asesinato de Gaitán. Aunque otros de menor relevancia también congregaban al público enardecido, siempre hubo alguien –gobernante o cura- que interviniera para calmar los ánimos y regresar a la normalidad.

En ese año se presentaron varios casos, pocos por cierto, que llenaron páginas de periódicos y horas de radio, tal vez el de mayor repercusión entre los tranquilos cucuteños fue el denominado por la opinión pública ‘la odisea de Mesela’.
 
Mientras la guerra se desarrollaba en Europa, en la tranquila Cúcuta del 42 otras aventuras se tejían en torno a sus calles, calurosas y polvorientas, como esperando alguna diversión, de esas que son tan frecuentes en esta ciudad, donde la ‘mamadera de gallo’ ha sido una tradición arraigada, al punto tal que todavía existe el monumento en su honor, en algún punto de su geografía que invito a recordar.

 En esta ocasión, la crónica versará sobre los principales hechos relevantes que sucedieron a mediados del año del título y que fueron temas de discusión en los principales corrillos y sitios de reunión.

 Lo primero que debo destacar es la diligencia con la que los funcionarios originarios de este terruño se preocupaban por el bienestar y la mejora de las condiciones de vida de sus conciudadanos. Es necesario recordar que por entonces, la ciudad carecía de los principales servicios públicos, existía la toma pública de donde se obtenía el preciado líquido para asegurar la subsistencia, pero no había  acueducto; el alcantarillado solo fue pensado años más tarde pues la norma urbanística incluía los llamados ‘pozos sépticos’, que solamente se exigía a las construcciones de la gente adinerada y en la zonas de desarrollo y crecimiento hacia las cuales la ciudad iba expandiéndose; no hablemos del servicio de aseo, pues las basuras eran por lo general, quemadas las que se podían, enterradas otras y las demás, por lo general, convertidas en ‘masaguas’ para alimentar los animales domésticos que muchos mantenían en los solares de sus casas o sus ranchos. Extrañamente, los servicios más eficientes de la época eran aquellos que entrañaban los adelantos tecnológicos más representativos de ese entonces, la telefonía (que hoy debemos distinguir como ‘fija’), la energía eléctrica y el transporte masivo, que dicho sea de paso, era uno de los más eficientes del país, el tranvía integrado con el ferrocarril, lo cual le permitía a un ciudadano común, subirse prácticamente en la puerta de su casa y dirigirse a su destino, sin necesidad de apearse o de transbordarse.  

 Pues bien, aprovechando las influencias del ministro de Comunicaciones del gobierno del presidente Eduardo Santos, nuestro coterráneo el doctor Luis Buenahora a quien distinguían por su ‘admirable revelación de capacidad y de inteligencia’ al frente de la cartera a su cargo, había venido a la ciudad en compañía del ilustre Germán Arciniegas para inaugurar una obra que, según los documentos, constituía ‘un monumento de eficacia administrativa y motivo de profundo reconocimiento y orgullo de la comarca fronteriza con Venezuela’; se trataba del establecimiento de la línea telefónica Cúcuta-Bogotá que representaba un gran adelanto, tal como lo pregonaban los medios, pues se destacaba ‘nuestra posición como centro comercial, como fuerte político y por sobre todo, como amplio sendero donde se cruzan los afectos de dos pueblos hermanos en el pasado, el presente, en su historia de grandeza’.

 Esa era una de las buenas noticias; otras no tan agradables son las que pasaré a narrarles. Durante el primer cuarto de siglo hubo un individuo, ya olvidado por el tiempo y las circunstancias y cuyo nombre, o más bien su apodo, era un verdadero ‘personaje’ en esa remota época. Justo Ramírez, más conocido por su alias como ‘Mesela’ había sido un joven valiente y lleno de vida, que en sus años mozos se había dedicado a participar de los espectáculos taurinos que se desarrollaban donde hoy se levanta el Parque Nacional y que sin ser torero ni vaquero, se daba el lujo de cabalgar sobre el lomo de los novillos, al mejor estilo de los rodeos norteamericanos, por unas cuantas monedas que le arrojaban admirados los asistentes, desde los palcos hasta los tendidos de sol. Trabajaba como hortelano y era un ejemplar padre y esposo hasta cuando el siniestro atajo del alcohol y la bebida lo desviaron de su camino. Por esa misma situación fue condenado por su familia y ya entregado a la perdición, conoció a una mujer de la cual se enamoró perdida y locamente. El hecho es que durante una de esas ‘peas’ que el tal ‘Meselas’ acostumbraba a cultivar  los fines de semana, tal vez aupado por alguno de sus compinches de tragos que le llenaron la cabeza de chismes de su mujer, exasperado de los celos, llegó a su humilde vivienda del barrio San Miguel y ‘arremetió a puñaladas a su amante, dejándola muerta’, así aparecieron las noticias en la prensa; noticia que se supo solamente al día siguiente, cuando los vecinos notaron la ausencia de la mujer. Mientras tanto, ‘Mesela’ había ido a su antigua casa, la de su legítima esposa, a dormir la borrachera y a prepararse para huir, como parecía que lo había decidido. La noticia se regó como pólvora y la policía, -en ese entonces municipal- encabezados por los agentes Ramírez, Olivares y Durán, en compañía del detective Omaña, fueron a detener al homicida a eso del atardecer, quien se entregó sin oponer resistencia y a pesar del alboroto que su detención produjo entre los pobladores de los alrededores del barrio, no se produjeron disturbios ni alborotos, pues ya lo conocían lo suficiente como para evitar ser sorprendidos, como había sucedido algunos meses antes, cuando en una situación similar atacó a cuchilladas a un agente de la policía municipal y este a su vez, le descargó una andanada de plomo en la barriga, pero como ‘yerba mala nunca muere’ logró sobrevivir aunque con una bala en el estómago, la que no le pudieron extraer. Esta vez, lo único que causó entre los residentes de los barrios occidentales fue una sensación de tranquilidad por haberse librado de un sujeto  reconocido por sus libaciones y pendencias.



Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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