Ciro A. Ramírez Dávila
Verano, sol, calor, sofoco, sed, días brillantes,
cielo despejado, Horizontes largos, montañas borrosas, ventiscas y polvaredas,
todo porque ahora es agosto, el mes del estío, del bochorno, de la canícula, de
las
cometas.
Ah…las cometas, las cometas……con sus colores, sus
múltiples formas, sus piolas o cordeles, sus largas colas, sus enredos. Todo
esto es un devenir de recuerdos, de nostalgias, de vivencias, infantiles y
juveniles. Cómo esperábamos la aparición de los vientos agosteños, para
preparar primeramente, en el primer domingo una caminata hacia las riveras de
nuestro Pamplonita, donde estaban las haciendas paneleras cucuteñas, cultivadas
de cañaduzales, proveedoras de la materia prima para la construcción de
nuestras cometas, pues de la flor de la caña, se obtiene la verada, que es el
esqueleto o marco de las mismas.
Esas salidas, desde las diferentes barriadas
cucuteñas, se constituían en excursiones, con baño en el río, degustación de
caña madura, mangos, mamones, naranjas y otras frutas, que para la época eran
variadas y abundantes.
Esas correrías, de la muchachada cucuteña, con el
pretexto cierto de recolectar las veradas para la construcción de cometas,
provocaba otros ingredientes, saturados de aventuras, escaramuzas y demás
hechos sucedidos en los albores de la adolescencia. Era una forma para algunos
de evidenciar sus conocimientos de natación, durante el baño en el río; otros
por el contrario dejaban ver su temor, sólo quedándose en la orillita,
envidiando a los expertos.
El achaque, de las cometas, ameritaba atravesar por el
entorno rural inmediato de una ciudad que apenas
comenzaba su desenvolvimiento como tal, puesto que sus
linderos urbanos llegaban en el oriente, hasta La Playa y Los Sauces, hoy
barrio Popular; por el sur, hasta la Cabrera y Puente Barco; por el norte se
llegaba hasta Sevilla, más concretamente a la X Roja y por el occidente el
Contento, el Llano, Callejón y Carora: esa, y no más, esa era la Cúcuta de los
años cincuenta.
Nosotros, callejoneros y caroreños, con el pretexto de
las cometas, salíamos por el costado sur del ferrocarril, atravesábamos a caño
picho, hoy puente de las tirantas, pasábamos por el estadio General Santander y
nos adentrábamos en una secuencia de potreros, plataneras, y cañaduzales, hasta
desembocar a las haciendas la Rivera y Guaimaral, que tenían su ajuar panelero y
colindaban con el río Pamplonita. Todo esto, era un verdadero paseo, con
ingredientes como asoleada; baño en el río; correteada de los perros guardines
de las fincas, quienes nos salían, por sustraer a hurtadillas frutos de sus
huertos; cacería de torcazas e iguanas, puesto que cada quien tenía su
respectiva cauchera. Cuando coincidíamos, con la molienda, gorreábamos miel y
boronas de panela, en los trapiches.
Esa misma noche, nos asesorábamos de algún vecino
ducho en fabricar cometas y comenzábamos su elaboración; previamente, nuestras
mamás nos habían comprado el papel vejiga o celofán de diversos colores, la
piola y los retazos de ropa vieja para las colas. No hay que olvidar, el
engrudo de almidón, como pegante; las tijeras; el cartabón para las medidas; y una
navaja filosa para dejar muy liviano el marco. Las había de diferentes tamaños,
según la capacidad física del “elevador”, sobra decir que después que la
cometa, se encumbra, se vuelve indómita y a veces incontrolable.
También existen diversas formas, recordamos las
tradicionales hexagonales, las hachas, las panelas, las estrellas, los
papagayos y muchas más; cada quien quería ponerle su estilo, cómo no recordar de
las “bramaderas”, cuyo sonido se podía confundir con un monomotor y los
festones de múltiples colores. La confección de la cola, tiene su misterio,
pues debe equilibrarse con el tamaño dela cometa, si es muy pesada, no despega,
si es muy liviana ”caracolea” pero no
eleva, ni se “duerme”.
Hoy esta costumbre, dejó ser sólo una “goma” o
pasatiempo, para convertirse, casi en un deporte profesional, con verdaderos
expertos en esta técnica; admiramos la cantidad de estilos, modas y modos de su
práctica.
Como no recordar en esa vieja Cúcuta, los sitios
propios para elevar cometas, los cuales eran colmados en
esas temporadas, por vecinos de todas las edades y
condiciones, para divertirse, con el multicolor espectáculo.
Así, los playeros y cabrereños, iban a Cristo Rey; los
contenteros a King Kong o a la Columna de Padilla; los callejoneros, al
Paraíso; los caroreños al Alto de las Pavas; los sevillanos, al Cerro de la Cruz;
los llaneros, al Patio del Gol o a la Loma de Bolívar. El ambiente era lúdico, pero
se presentaban enfrentamientos entre
contendores de diferentes barriadas, por la competencia
o rivalidad ante la vistosidad, colorido, tamaño, confección o alcance, de la
mejor cometa.
No faltaban entre los cometeros, personas mal
intencionadas, que en la cola colocaban “crucetas”, hechas con trozos pequeños
de veradas con cuchillas de afeitar, para trozar en pleno vuelo otra cometa. Esto
generalmente se hacía desde un sitio diferente y ocasionó disputas
desagradables.
Qué bueno es recordar, los momentos intensos de los
años juveniles, con la picaresca de la época, las costumbres, las tradiciones,
el vecindario, la barriada, pero sobre todo la alegría con que nos levantamos,
porque había paz, seguridad, y convivencia entre las gentes, así era nuestra
Cúcuta.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
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