Guillermo
Maldonado Pérez
Hay una foto familiar con don José Gregorio en el
rincón predilecto de su casa, junto al escritorio donde cada día cumplía con
vocación inquebrantable su quehacer periodístico. Allí se ve su vieja Olivetti,
verde pálido, como un destroyer encallado en el maremágnum de periódicos y
papeles: su instrumento en el diario trajinar con las palabras, las ideas, los
hechos del acontecer de su ciudad, durante medio siglo.
El tecleo ruidoso se disparaba rápidamente en la
mañana; redactaba con facilidad extraordinaria, igual a como hablaba; tenía el don
de palabra y grandes dotes de orador. De un tirón escribía los editoriales que
debía leer al mediodía en su radio periódico Cúcuta al Día, informativo que
mantuvo al aire durante veinte años; escribía artículos y columnas que lo
identificaron entre las figuras patriarcales de la prensa y la radiodifusión
local.
Cumplió a cabalidad su cometido, en una ciudad que
dispone de una rica tradición en la historia del periodismo hablado y escrito. Ejerciendo
este noble y riesgoso oficio transcurrió su vida; dedicó muchos años al
registro cotidiano de la crónica de la ciudad, de sus anhelos colectivos, de
los triunfos o fracasos de sus gentes, registrando lo nimio o lo solemne, lo
trivial o lo impactante, lo banal o trascendente, lo fugaz o lo histórico, del
diario acontecer de la vida de su pueblo.
¿Qué mayor significado puede tener el oficio que hace
la crónica de los días de un pueblo - “los días que uno tras otro son la vida”-
y al ciudadano que la cumple, con honestidad, profesionalismo y valentía?
Don José Gregorio emprendió duras luchas por el bien
común; las libró con altura, en la elegancia de su lenguaje, con talante cívico
y postura ética. Una vida íntegra que propicia una reflexión sobre el significado
del ejercicio de informar y opinar limpiamente, en una sociedad que lo exige, y
que necesita de la palabra que guía, orienta, denuncia y construye.
Redactor y director de Sagitario y Bronce, entre otros
míticos hebdomadarios liberales; porque fue liberal de racamandaca, no podía
serlo menos, como hijo de una ciudad liberal hasta la médula; sus mayores
habían luchado en las guerras civiles, en especial en la de los Mil Días, la
emblemática contienda que determinó el siglo XX; creció bajo su sombra, y fue
fiel a esas ideas, nada fáciles de sobrellevar en una época de violento
sectarismo; actuó y expresó su pensamiento, alentado por estas convicciones, y
lo hizo con acendrado sentido civilista y democrático. En años de actividad
política fue dos veces secretario del Concejo Municipal, de la Asamblea, de la
Gobernación de Norte de Santander. Corresponsal de El Espectador, miembro de la
Academia de Historia, fundador y director de radio-periódicos en La Voz de
Cúcuta, y en Radio Tasajero.
Al final de sus días, cuando el ave errante de la
decepción busca su nido, nunca dejó que la alada oscura se posara en su alma;
se mantuvo fiel a sí mismo, sereno, diáfano, lejos de toda sombra de rencor;
nunca obró a cambio, y al expresar sus convicciones lo hizo con respeto por su
prójimo, por contrario que fuese a sus ideas.
Era hombre bueno, alegre, íntegro; su gentileza en el
trato, sus modos de caballero irreductible, suavizaban al más áspero o cerrero.
De conversación fácil, amena, matizada con humor, tenía el poder de la
seducción que solo poseen los sabios de la vida; de natural tranquilo, su
bonohomía, sin embargo, no ocultaba al hombre recio que había en él, de armas tomar
llegado el caso.
En la foto, junto al escritorio, se le ve en franela
de entrecasa, en sus manos fresco el periódico del día; el pelo blanquísimo de
nube, y a esa edad -los años postreros- exhibiendo todavía su pinta varonil de galán
de antigua película de tango.
En las lejanas veladas de su casa cantaba tangos de
Gardel, y doña Ana Francisca, su mujer, lo acompañaba al piano como lo había
acompañado toda la vida, con amorosa sincronía.
Al fondo, en las paredes de la foto, cuelga la
iconografía más cara a sus afectos: los hijos, los nietos. Margarita, su hija,
bailarina clásica desde sus tempranos años, discípula del bailarín ruso
Vladimir Volsky; con el amor por su arte y su ciudad, ella ha dedicado su vida
a la enseñanza; cientos de jóvenes, de niñas, han pasado por su academia de
ballet y, sin duda, guardan el maravilloso recuerdo del contacto que tuvieron
con la danza en un momento de su infancia y juventud; algunos de sus discípulos
figuran en prestigiosas agrupaciones del país y de Europa. En la foto también
está Beatriz, su hija pianista, egresada del conservatorio de la Universidad Nacional,
de larga trayectoria como concertista y pedagoga; siguen Manuel y Emilio, y
Enrique, virtuoso del piano y connotado arquitecto, con obras notables
nacionalmente,
muchas de ellas realizadas en colaboración con el famoso
arquitecto Fernando Martínez Sanabria.
Quienes hace mucho tiempo se marcharon suelen cumplir
años en silencio, de modo que nos sorprenden con la noticia de sus fechas
imposibles; pero la sorpresa no es más que un reflejo de nosotros mismos, del
paso fugaz de nuestro propio tiempo; así, este 28 de julio, se cumplieron
treinta años de su partida; suma insignificante para el tiempo de la eternidad,
y más que suficiente para que de este lado se haya levantado una generación
completa y otra vaya en marcha ahora.
Al final don José Gregorio se consagró a vivir en
plenitud su condición de abuelo; rodeado del amor de los pequeños, en paz consigo
y con sus semejantes, terminó sus días. Hermosa lección la de un hombre cuya
vida se recuerda ante todo con gratitud y afecto, pese al numeroso paso de los
años. Paz en su última morada.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
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