Eduardo Cote Lamus
Detrás de su nombre se echa a andar una
leyenda porque su nombre corresponde exactamente a su cuerpo, a su alma, a sus
ejecutorias en el mundo, y aún más: a lo que el rumor de armas de su historia
ha dejado entre las gentes. Daniel Jordán es una fortaleza.
Para entrar allí se necesita pronunciar las
cuatro sílabas duras de su nombre que se dicen con fuerza para que la garganta
sea como un tambor donde el sonido se transforma en son de guerra.
Arriba, en la torre de homenaje, los altos
ojos azules; más abajo el gesto de su boca, a veces de piedra, a veces de
dulzura. Y su cabeza caída, un poco, hacia la tierra. Y sus manos que le
cuelgan de los largos brazos como desembocaduras de ríos presos en él mismo o
como murallas que vigilan.
Un poco más al centro, la plaza mayor del
corazón de la ciudad, abierta siempre bajo el sol o las estrellas, a las sombras
de cuyas arcadas transitan los grandes sentimientos y en el centro de la misma
el borbotón de su vida, igual a una fuente que a lo lejos parece un monumento que
cambia a cada instante y que a la vez conserva la estructura de su permanente
deseo.
Arriba, bien arriba, la inteligencia donde
siempre hay claridad y más abajo, las palabras que el encuentro con su voz, voz
varonil, se deja caer para convertirse en calles que dan acceso a lo que hay
detrás de las murallas, calles que son rectas, amplias avenidas, callejuelas
que vistas desde arriba tienen la forma de un látigo o del suave ondular de la
vaguada.
Pero manteniendo la torre de homenaje, los
torreones de las murallas, la plaza de armas; dando fundamento a las calles y
edificios; sosteniendo la armonía de los conceptos está su voluntad de hombre
completo.
Esa manera de ser vertical que es ya parte de
la historia de la comarca.
Esa personalidad que le hace amigos o
enemigos y que siempre define, es algo que ha impreso su cuño de fuego en el
mundo en que vive.
A favor o en contra, con razón o
equivocadamente, pero siempre con respeto, las gentes que por su lado
transcurren le ceden el paso y el corazón, porque saben que allí, en medio de
ese gran cuerpo que avanza se encuentran nada menos que todo un hombre, como
diría Unamuno.
Daniel Jordán estudió en el seminario de
Pamplona, ese antiguo claustro sobrio que tenía unos pinos en el solar como
para cambiar el frío ambiente por la esperanza de una primavera perenne y una
espadaña encima de la puerta de la iglesia que parecía hecha de la misma
materia de la niebla.
El rigor intelectual y las disciplinas del
espíritu conformaron el temple de acero de la personalidad de Daniel Jordán.
La misma geografía pamplonesa grabó para
siempre la manera de ser de este sacerdote porque se encuentra en él algo de la
tierra, algo como del cerro de Borrero, como de la laguna del Peñón.
Como de Jordán se halla la tradición santandereana en su mejor forma.
Por aquel entonces para los seminaristas de Pamplona sus
héroes eran Demetrio Mendoza, Raymundo Ordoñez Yáñez y otros más, sacerdotes
que libraban batallas diariamente y que comprendían la religión como una empresa
de apostolado permanente.
Le correspondió a Daniel Jordán vivir en sus días de
párroco rural la difícil época de los años treinta y tantos.
Desde lo alto del púlpito o de un caballo se le vio
diciendo su verdad, afirmando su verdad, desafiando las iras y siempre
protegido por su escudo personal: la reciedumbre de su espíritu.
La labor de su apostolado todavía se recuerda como gesta
y su paso por los pueblos por donde anduvo relatan a cada instante la anécdota simpática
o el hecho esforzado.
Viajero inteligente viajó por los antiguos mundos con los
ojos y el entendimiento abiertos, buscando en cada sitio su razón histórica y hallando en cada
paisaje la hermosura largamente esperada.
Por Palestina viajó, por las quemantes arenas del Tiberíades.
Por Roma cuando el señuelo de un imperio volvía a
enloquecer a los latinos, y por todos los países de Europa fue encontrando los libros
devorados, aquellos que leídos en lejanas tierras adquirían entonces realidad.
De viaje en viaje y de país en país, Daniel Jordán
acrecentó sus conocimientos e hizo más universal su espíritu.
Fruto de sus viajes es un hermoso libro, Notas de viaje, publicado en 1939 con los frescos recuerdos de sus
andanzas. El estilo, ágil y preciso, deja entrever una cultura extensa y un
gran sentido de la observación.
Los acontecimientos históricos, la política intrincada de
esos años de pre guerra, están vistos por un hombre de otro continente que
observa con agudeza los sucesos y está atento a los movimientos de sus grandes potencias,
así como de las ideologías en pugna.
Por esos años se trataba del dominio del globo y corría por la tierra un presentimiento extraño de la catástrofe que se avecinaba.
Daniel Jordán la ve venir, escucha el ruido de las
tormentas que vienen y en sus escritos se oye ese sordo rumor.
Es allí, en ese libro, donde también dedica sus páginas
acaso más importantes a la cuestión social con relación a la iglesia,
colocándose en la avanzada de una nueva situación que veinticinco años después
está al orden del día y que es el rumbo por el que se ha orientado el
cristianismo con los últimos Papas.
Un aspecto fundamental en la obra y en la vida de Daniel
Jordán, es su acendrado amor a la patria. Un nacionalismo arraigado en él, del
mismo modo que los huesos de los abuelos en la tierra, le ha hecho el defensor
de los héroes.
Bolívar, el de amplia gesta y cuya espada señala aún el
futuro colombiano, Sucre, Santander, Nariño, Anzoátegui y tantos más, exaltados
por una pluma volcánica, son la base de la nacionalidad.
Sobre ellos, sobre sus actos y sobre sus vidas, está edificada
Colombia. Pero no sólo son los cimientos, sino también la trabazón orgánica de
sus conceptos sobre el Estado y sobre el bienestar social lo que viene de atrás
y lo que hace que la tradición exista en el presente como fuerza actuante, sino
que volviendo a los libertadores encontramos lo que debemos ser al pretender
convertir en realidad sus sueños.
Daniel Jordán habla de la gesta emancipadora con cierta envidia,
como si hubiese querido ir detrás del Libertador en las batallas, como si en
las sombras de quienes nos dieron independencia hubiese el agrio dolor de la
contienda, en la que valía la pena morir o salir triunfante.
Guardián de los héroes, monta guardia al pie de sus
memorias y ha fabricado para ellos el mejor de los monumentos: sus discursos.
Hace mucho conocía al padre Daniel Jordán y el transcurso
de los años me ha afirmado más la primera impresión que tuve de él, y que es la
consignada en estos párrafos.
Su cabeza parece estar tallada en roca: la amplia frente
echada hacia atrás y siempre alta como su orgullo o su humildad y que concluye
en el desordenado bosque de las cejas, la nariz recia que cae en su rostro colocando
una vertical más en la cara larga y el cincelado de la boca, duro y dulce, por
donde sale la voz de clarín y tormenta.
Anda como un marinero, balanceándose como si estuviese
acostumbrado a caminar por sitios inseguros y al encontrarse en tierra firme le
pareciese demasiado fácil hacerlo sin problemas.
A Daniel Jordán nos hubiera gustado verlo en otra época,
en la de los Libertadores, como decía antes, o en las guerras civiles, montando
en potro de brío, dirigiendo las victorias.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
Que ladrillo
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