lunes, 17 de noviembre de 2014

667.- EL PADRE DANIEL JORDAN



Eduardo Cote Lamus


Detrás de su nombre se echa a andar una leyenda porque su nombre corresponde exactamente a su cuerpo, a su alma, a sus ejecutorias en el mundo, y aún más: a lo que el rumor de armas de su historia ha dejado entre las gentes. Daniel Jordán es una fortaleza.

Para entrar allí se necesita pronunciar las cuatro sílabas duras de su nombre que se dicen con fuerza para que la garganta sea como un tambor donde el sonido se transforma en son de guerra.

Arriba, en la torre de homenaje, los altos ojos azules; más abajo el gesto de su boca, a veces de piedra, a veces de dulzura. Y su cabeza caída, un poco, hacia la tierra. Y sus manos que le cuelgan de los largos brazos como desembocaduras de ríos presos en él mismo o como murallas que vigilan.

Un poco más al centro, la plaza mayor del corazón de la ciudad, abierta siempre bajo el sol o las estrellas, a las sombras de cuyas arcadas transitan los grandes sentimientos y en el centro de la misma el borbotón de su vida, igual a una fuente que a lo lejos parece un monumento que cambia a cada instante y que a la vez conserva la estructura de su permanente deseo.

Arriba, bien arriba, la inteligencia donde siempre hay claridad y más abajo, las palabras que el encuentro con su voz, voz varonil, se deja caer para convertirse en calles que dan acceso a lo que hay detrás de las murallas, calles que son rectas, amplias avenidas, callejuelas que vistas desde arriba tienen la forma de un látigo o del suave ondular de la vaguada.

Pero manteniendo la torre de homenaje, los torreones de las murallas, la plaza de armas; dando fundamento a las calles y edificios; sosteniendo la armonía de los conceptos está su voluntad de hombre completo.

Esa manera de ser vertical que es ya parte de la historia de la comarca.

Esa personalidad que le hace amigos o enemigos y que siempre define, es algo que ha impreso su cuño de fuego en el mundo en que vive.

A favor o en contra, con razón o equivocadamente, pero siempre con respeto, las gentes que por su lado transcurren le ceden el paso y el corazón, porque saben que allí, en medio de ese gran cuerpo que avanza se encuentran nada menos que todo un hombre, como diría Unamuno.

Daniel Jordán estudió en el seminario de Pamplona, ese antiguo claustro sobrio que tenía unos pinos en el solar como para cambiar el frío ambiente por la esperanza de una primavera perenne y una espadaña encima de la puerta de la iglesia que parecía hecha de la misma materia de la niebla.

El rigor intelectual y las disciplinas del espíritu conformaron el temple de acero de la personalidad de Daniel Jordán.

La misma geografía pamplonesa grabó para siempre la manera de ser de este sacerdote porque se encuentra en él algo de la tierra, algo como del cerro de Borrero, como de la laguna del Peñón.

Como de Jordán se halla la tradición santandereana en su mejor forma.

Por aquel entonces para los seminaristas de Pamplona sus héroes eran Demetrio Mendoza, Raymundo Ordoñez Yáñez y otros más, sacerdotes que libraban batallas diariamente y que comprendían la religión como una empresa de apostolado permanente.

Le correspondió a Daniel Jordán vivir en sus días de párroco rural la difícil época de los años treinta y tantos.

Desde lo alto del púlpito o de un caballo se le vio diciendo su verdad, afirmando su verdad, desafiando las iras y siempre protegido por su escudo personal: la reciedumbre de su espíritu.

La labor de su apostolado todavía se recuerda como gesta y su paso por los pueblos por donde anduvo relatan a cada instante la anécdota simpática o el hecho esforzado.

Viajero inteligente viajó por los antiguos mundos con los ojos y el entendimiento abiertos, buscando en cada sitio su razón histórica y hallando en cada paisaje la hermosura largamente esperada.

Por Palestina viajó, por las quemantes arenas del Tiberíades.

Por Roma cuando el señuelo de un imperio volvía a enloquecer a los latinos, y por todos los países de Europa fue encontrando los libros devorados, aquellos que leídos en lejanas tierras adquirían entonces realidad.

De viaje en viaje y de país en país, Daniel Jordán acrecentó sus conocimientos e hizo más universal su espíritu.

Fruto de sus viajes es un hermoso libro, Notas de viaje, publicado en 1939 con los frescos recuerdos de sus andanzas. El estilo, ágil y preciso, deja entrever una cultura extensa y un gran sentido de la observación.

Los acontecimientos históricos, la política intrincada de esos años de pre guerra, están vistos por un hombre de otro continente que observa con agudeza los sucesos y está atento a los movimientos de sus grandes potencias, así como de las ideologías en pugna.

Por esos años se trataba del dominio del globo y corría por la tierra un presentimiento extraño de la catástrofe que se avecinaba. 

Daniel Jordán la ve venir, escucha el ruido de las tormentas que vienen y en sus escritos se oye ese sordo rumor.

Es allí, en ese libro, donde también dedica sus páginas acaso más importantes a la cuestión social con relación a la iglesia, colocándose en la avanzada de una nueva situación que veinticinco años después está al orden del día y que es el rumbo por el que se ha orientado el cristianismo con los últimos Papas.

Un aspecto fundamental en la obra y en la vida de Daniel Jordán, es su acendrado amor a la patria. Un nacionalismo arraigado en él, del mismo modo que los huesos de los abuelos en la tierra, le ha hecho el defensor de los héroes.

Bolívar, el de amplia gesta y cuya espada señala aún el futuro colombiano, Sucre, Santander, Nariño, Anzoátegui y tantos más, exaltados por una pluma volcánica, son la base de la nacionalidad.

Sobre ellos, sobre sus actos y sobre sus vidas, está edificada Colombia. Pero no sólo son los cimientos, sino también la trabazón orgánica de sus conceptos sobre el Estado y sobre el bienestar social lo que viene de atrás y lo que hace que la tradición exista en el presente como fuerza actuante, sino que volviendo a los libertadores encontramos lo que debemos ser al pretender convertir en realidad sus sueños.

Daniel Jordán habla de la gesta emancipadora con cierta envidia, como si hubiese querido ir detrás del Libertador en las batallas, como si en las sombras de quienes nos dieron independencia hubiese el agrio dolor de la contienda, en la que valía la pena morir o salir triunfante.

Guardián de los héroes, monta guardia al pie de sus memorias y ha fabricado para ellos el mejor de los monumentos: sus discursos.

Hace mucho conocía al padre Daniel Jordán y el transcurso de los años me ha afirmado más la primera impresión que tuve de él, y que es la consignada en estos párrafos.

Su cabeza parece estar tallada en roca: la amplia frente echada hacia atrás y siempre alta como su orgullo o su humildad y que concluye en el desordenado bosque de las cejas, la nariz recia que cae en su rostro colocando una vertical más en la cara larga y el cincelado de la boca, duro y dulce, por donde sale la voz de clarín y tormenta.

Anda como un marinero, balanceándose como si estuviese acostumbrado a caminar por sitios inseguros y al encontrarse en tierra firme le pareciese demasiado fácil hacerlo sin problemas.

A Daniel Jordán nos hubiera gustado verlo en otra época, en la de los Libertadores, como decía antes, o en las guerras civiles, montando en potro de brío, dirigiendo las victorias.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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