Eduardo Yáñez Canal
Llegó la invitación. Nuestro colegio cumple
60 años y este día es la oportunidad propicia para recordarlo, sentirlo y
disfrutarlo.
Tres verbos para una gran verdad: Colegio Calasanz de Cúcuta, identificado con los padres escolapios que un
día llegaron de España para acompañarnos en nuestro proceso formativo y
ayudarnos a crecer, sentir y disfrutar
la vida.
En primer lugar, están los recuerdos. Todo empezó en la calle 13 y allí llegaba el
bus, oloroso al cuero de nuestros maletines, lápices, colores, cuadernos con
imágenes de héroes infantiles, que atravesaba la ciudad en medio del bullicio
de los escolares que pretendían descubrir al mundo.
Era la experiencia de salir de casa,
encontrar compañeros de generación con iguales expectativas y ser recibidos
por sacerdotes con una misión: formar
seres humanos con aquella máxima luego mencionada en organismos internacionales
alrededor de la educación: ser, saber y
saber hacer.
Mis hermanos y yo – seis en total –
llegamos al Calasanz en 1956 con la llegada del mayor y salimos veinte años
después cuando el último de nosotros
viajó a la capital del país a iniciar una carrera universitaria.
Aquí sería tarea imposible escribir todo lo
que experimentamos, las alegrías que tuvimos, las tristezas que a veces
acudían, los logros alcanzados y, sobre todo, las amistades infinitas que
logramos en las aulas y en todos sus espacios.
Con el riesgo de que alguien se me escape,
cómo no recordar a “Morsa” Conde, a Antonio Mojica y su hermano Rafael, a
Hernando Suárez, ahora gerente en México, a Tristancho, Cogollo, Uribe
Pacheco, Yáñez Carvajal, Morales, aquel que fuera egresado y luego
profesor de las siguientes generaciones, a “Palillo” Ortega y sus hermanos, a Fernando, Mauricio y Felipe García Silva,
Fortuna, Hernando Villamizar, “Chachi” Urquijo, Sergio Forero, “Churchill”
Suárez, “Burrito” Gonzalez, Alvaro Contreras Serpa y muchos más.
Los anteriores estaban en cursos superiores
pero siempre los recuerdo. Fueron los
primeros a quienes atribuíamos en edad temprana la fuerza y las cualidades que
los hacían dignos de admiración y respeto.
Luego, estaban los compañeros de curso, Laguado,
Franco Trujillo, Alvaro Luna Conde, “Batata” Romero, los hermanos Machicado Herrera, Alvaro
Urquijo Castro, Jaime Buenahora Febres
Cordero, Alvarito Ramírez, los hermanos Paez Olivares y Alvaro Rivera Llanes
quien se marchara definitivamente hace unos meses cuando se cansó de leer en la
biblioteca Pérez Ferrero.
Allí, en el Calasanz de ayer sentimos que
podíamos. Teniendo en cuenta nuestras limitaciones, los profesores sabían cómo
desarrollar nuestras potencialidades y
lograr objetivos que nos indicaban que el camino se hacía al andar.
Cómo olvidar al hermano Antolínez, al padre
Díaz, a “ Megeto” Martínez, a Fernando Barranco Sales o al padre Tomás.
También, a don Abraham Lizcano, al profe
Castro con sus grandes anteojos y su andar cansino, al doctor Peña, profesor de
química, al padre Guerra, a Cano, el pequeño gigante de matemáticas o al
profesor Mejía quien siempre nos recordaba que tener un limón en casa era
poseer una botica entera.
Hoy, ante la imposibilidad de estar en
Cúcuta y en el colegio en esta celebración tan especial, quiero vincularme con
estas palabras. Las que hablan de recuerdos, vivencias y sentimientos que no olvidaremos
nunca.
Cierto es que ya, en nuestro caso, los
recuerdos priman y cuando volvemos la vista atrás nos parece que sesenta años
son posibles de sintetizar en un solo día: este en cual nos volvemos a abrazar,
reir, sentir y recordar.
Gracias Calasanz, contigo por siempre….
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