Renson
Said
Julio César Quintero
No murió de vejez porque apenas era un niño de 69 años. Ni le cayó el cielo
encima porque lo llevaba en su corazón. Ni se rompió la vida bajando una
escalera, ni sufrió naufragio, ni lo invadió la peste; ni siquiera murió porque
quisiera morirse sino porque estaba lleno de vida.
Murió para que otros pudiéramos respirar su ausencia. Julio Quintero se fue
hace algunos meses y todavía hoy, amigos y familiares, derrotados por los
murmullos de la memoria, lo evocan como lo que realmente fue: un hombre
que se hizo libre por los libros que leía. Un lector desaforado que
quiso ajustar su vida al tamaño de sus lecturas.
Muchos tendrán anécdotas, historias y fotografías con ese hombre que
parecía un patriarca bíblico.
Muchos podrán recordar el aliento volcánico de su carcajada estrepitosa y
su labia florida.
Otros, incluso, traerán a cuento sus años de bohemia, sus amores
contrariados, su conversión a la fe.
Mi recuerdo, en cambio, es simple y contradictorio y tiene varios momentos:
en la infancia lo odié, en la adolescencia discutí sus opiniones sobre Dios y
la política, y de adulto admiré su inmensa generosidad.
Julio Quintero, junto a mi padre, hizo construir un tablero de clases en el
patio de la casa. Llevaron unas cuantas sillas e improvisaron un salón de
estudio.
En las vacaciones Julio llegaba con tiza y almohadilla a darnos clases de
matemáticas, física y química.
Durante el bachillerato nos enseñó, a mis hermanos y a mí, los
principios de la filosofía antigua, nociones de teología y una laaaarga
perorata sobre la existencia de Dios.
Por eso odié con todas mis fuerzas a ese hombre que arruinaba, a las tres
de la tarde, mi programa favorito de Hanna y Barbera.
Muchos años después, cuando tomaba cursos de filosofía en la Universidad
Nacional y literatura en la Universidad Javeriana, me lucía frente a los
profesores repitiendo lo que Julio nos decía en el patio de la casa.
Julio Quintero fue el mejor amigo de mi padre. Cuando mi padre muere, Julio
pronuncia unas palabras improvisadas en el jardín del cementerio.
Julio César y el recopilador del
artículo en 2012, amigos condiscípulos en el colegio Sagrado Corazón
Dijo que mi padre no había muerto sino que se había ido de viaje y que era
mejor recordarlo con alegría. Fue una tarde irrepetible.
En el cementerio se alzaba un vapor de jazmines, y el aire parecía de
diamante y había en el cielo una luz radiante de pájaro vivo. Lo vi llorar y su
voz temblaba.
Luego del funeral Julio se convirtió en lo que siempre había sido en
secreto: el tío sabio que toda familia tiene.
Lo volví a ver hace un año y estaba transfigurado: tenía una barba blanca y
larga y espesa de profeta del Antiguo Testamento.
Su voz era más suave pero infundía autoridad. Se había vuelto ermitaño,
vivía en medio de libros de teología, descifrando códigos ocultos entre
versículos bíblicos que transcribía en un cuaderno de escolar.
Ahora, cuando Julio ha decidido viajar más allá del sol, me acuerdo de las
muchas charlas que quedaron inconclusas. De las muchas cosas que
inevitablemente se llevarán al carajo los vientos inexorables del paso del
tiempo.
No pude ir a su funeral y doy gracias al destino de que haya sido
así. De esa manera pienso que Julio no ha muerto sino que se ha ido de
viaje y es mejor recordarlo con alegría.
Estas son, para sus hijos y nietos, las palabras que me hubiera gustado
decir en el cementerio.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
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