Alicia Pepe
Desde el cierre de la frontera, el
19 de agosto de 2015, muchas personas han tenido que atravesar la frontera por
el río Táchira.
Llegué con la aurora al puente internacional Simón Bolívar el lunes 4 de
enero. Un efectivo de la Guardia Nacional Bolivariana, con su verbo tosco, me
ordenó acelerar el paso para la revisión de documentos.
Otro militar de mayor rango solicitó mi cédula venezolana. Preguntó: ¿Qué
va a hacer a Colombia? “A trabajar”,
contesté, enseñándole mi carta y carné laboral. “Ciudadana pase al lado derecho
y espere”, se limitó a decir.
Cinco minutos después, la fila
crecía con más de 30 personas esperando para cruzar hacia Colombia.
Tras una breve caminata, nos detuvimos
en otro punto de control improvisado con una mesa, tres sillas de plástico y unas
hojas rayadas. Cuatro representantes del Servicio Administrativo de
Identificación, Migración y Extranjería (Saime) pedían de nuevo cédulas,
pasaportes, etc…
“No puede pasar. Devuélvase”, fue la
frase brusca que soltó el malgeniado funcionario, un hombre moreno, alto y
robusto. Desobedecí y me acerqué a una de sus colegas que permanecía sentada,
repitiéndole que necesitaba cruzar. Sin mirarme a la cara, dijo que no podía
ayudarme pues mi nombre no aparecía en la lista (que nunca mostró) de
trabajadores fronterizos aprobada por el general Carlos Martínez, jefe de
seguridad en la zona de excepción en la frontera. Me envía a la oficina
habilitada en el aeropuerto Juan Vicente Gómez, en el municipio Pedro María
Ureña.
En busca del permiso
Ya el reloj marcaba las 8:00 am. Tomé un taxi rumbo al aeropuerto, el
primer terminal aéreo fundado en Venezuela (en 1928) y que dejó de funcionar en
el 2014 por la crisis económica del país con mayor reservas de petróleo del
mundo.
En la entrada, cuatro funcionarios de la guardia respondieron al unísono
“Buenos días”. Al lado izquierdo y sentados, 15 personas esperaban. Algunos
iban a solicitar permiso para comprar medicinas y otros para asistir a una
consulta médica.
Sólo escuchaba: “Eso no es por aquí’ o “Debe ir al CDI (Centro de Atención
Integral) de Ureña para que un médico apruebe su salida”.
Por fin, al llegar a la ventanilla le relato mi caso al funcionario, le
muestro mis documentos y le insisto que debo llegar a Cúcuta. “No te podemos
ayudar. No estamos autorizados para agregar a nadie a la lista de trabajadores.
Eso está hecho desde septiembre y el general Martínez no está. Si tienes
suerte, quizá por Ureña te dejen pasar”.
Me retiro con el ánimo por el subsuelo, sintiéndome presa en mi propio
país, objetando en mi mente la manera tan errática e inhumana que tienen los
organismos públicos del Estado venezolano de tratar a sus ciudadanos.
(Quienes cruzan por la trocha lo
hacen bajo la mirada silente de los funcionarios de la Guardia Nacional
Bolivariana.)
Última opción: la trocha
Un Malibú blanco con la franja de taxi se detuvo en frente de mí. Abordé el
asiento de copiloto y le pedí al hombre que me trasladara al puente Simón
Bolívar.
En el camino hago del chofer mi confesor, le narro mi travesía en busca de
consejo. “Hoy están muy ‘popis’ (quisquillosos). Imagínese que la señora que
dejé en el aeropuerto viene del Saime porque no sellan pasaporte sino muestra
boleto aéreo saliendo desde Cúcuta”, explicó.
De nuevo me inquieto. Sólo había dos alternativas: devolverme a
Maracaibo (mi ciudad natal, capital del estado Zulia, región que limita
por el sur con el estado Táchira) o cruzar de forma ilegal.
“¿Es peligroso cruzar?”, pregunto. “No señorita, los mismos militares están
pendientes de la gente que cruza para pedir su tajada (su comisión). Eso sí,
están cobrando como 10 mil bolívares (equivalente a un sueldo mínimo
venezolano) por dejarla pasar el río”, me advierte.
Revela que la trocha más cercana al Puente, –de las 50 que existen en Norte
de Santander, de acuerdo con el general Gustavo Moreno, director de la Policía
Fiscal y Aduanera de Colombia–, está a sólo tres cuadras de distancia. La
llaman La Pared.
El carro se detiene y un chico moreno, de 1,60 metros de estatura, con
gorra y cholas, dientes torcidos y con leve tartamudeo se me acerca. “Chama
dame 10 mil bolívares y cruzamos”. Le contesto: “Eso es mucha plata (dinero).
Tengo ocho mil si te sirve”.
“Es muy poquito flaca. Es que hay que pasarle seis mil a los militares y
después no me queda nada. Dame nueve mil”. Hacemos el trato. Al bajar del taxi
me recalca: “Si llevas contrabando es otro monto. Los guardias y dueños de la
finca (que bordea el río) te revisan y si encuentran algo te cobran o te lo
quitan”. Lo interrumpo: “No llevo nada, solo ropa sucia”.
“Tienes que correr chama. Ve que te vas a mojar los pies y el jeans”.
Cruzamos una plaza y al fondo se observa un armazón corroído de lo que en
otrora fue una pared. El chamo menudo se agacha y pasa su cuerpo por el
incómodo espacio. Imito su maniobra, pero el bolso sobre mis hombros se atasca
en un trozo de hierro. Esquivo la estructura, miro mis brazos y confirmo que
están lastimados.
Bajamos por un terreno enmontado hasta la primera “alcabala”: Cinco
hombres, que no superan los 30 años, piden 25 mil pesos por cruzar. Mi corazón
late a mil, sólo pido a Dios por mi seguridad.
El hombre que me acompaña le dice: “Tranquilo, de regreso te doy lo tuyo”.
Continuamos corriendo por un camino estrecho entre la maleza. Mientras tanto,
el chico cuenta que muchos venezolanos cruzan por la trocha para comprar
medicinas en Colombia.
Antes de llegar al río, un guardia nacional venezolano, fusil en hombros y
cigarro en mano, nos detiene: “¿En esa maleta hay mercancía?”. “No”,
contestamos.
Otro militar nos ve a lo lejos y señala con la mano que continuemos. En ese
momento como venezolana y periodista confirmo el negocio que maneja la Guardia
Nacional con el cobro por cruzar la frontera, tal como lo denunció
recientemente el diputado Gustavo Delgado, del bloque democrático del Consejo
Legislativo del Táchira.
Al pie del cauce del río Táchira subo las mangas del pantalón, el chico
sujeta mi mano y me ayuda a cruzar. Del lado contrario vienen dos hombres con
unos morrales gigantes, retando las piedras y el agua. Nos gritan: “Aceleren”.
En el camino hay una zanja de aguas servidas. El hedor es insoportable. Mi
poca pericia hace que hunda mis pies en el charco nauseabundo.
Continuamos y en el camino nos cruzamos con dos mujeres que vienen de
Colombia, dos gallos y un perro. Miro a la izquierda los armazones del puente
Simón Bolívar, que a pie se atraviesa en 3 minutos.
De este lado han transcurrido sólo 10 minutos y siento que han sido horas.
Pasamos otra cuenca y subimos una colina.
“Estamos en Cúcuta flaca, sigue derecho y llegarás a ‘La Parada”. Le pago
40 mil pesos y 500 bolívares. Pregunto su nombre, pero me ignora.
El hombre se pierde entre los puestos improvisados de cambios de divisas.
Camino hasta una fila de taxis agradeciendo a Dios por haber superado el
viacrucis que se ha transformado cruzar la frontera hacia Colombia.
LA CORRUPCION Y EL SOBORNO SE MANTIENEN EN LAS TROCHAS
“Estamos convencidos de las expresiones del comandante
Chávez, cuando dijo que no vinimos a ponerle 'carantoñitas' a las cosas… Por
eso debemos decirle la verdad al presidente Nicolás Maduro: en Táchira no se han acabado el
bachaqueo, el contrabando, la especulación, ni mucho menos el soborno y la
corrupción de funcionarios en las trochas, alcabalas, en la
aduana y en los pasos fronterizos”.
La afirmación es de Richard Amaya, secretario político de la Unidad Popular
Venezolana (UPV) y coordinador del Colectivo 28 de Julio, y
defensor del gobierno.
EXJEFE PARAMILITAR
HACE SEÑALAMIENTOS
El exjefe de ‘Los Urabeños’, Wilker Alexander Roa,
apodado ‘La Niña’, durante la transmisión del programa ‘Los Informantes’, hace
señalamientos muy serios contra el gobernador y altos funcionarios militares, al decir y asegurar que les quedaba 180
millones de pesos mensuales, estamos hablando de miles de millones de bolívares
al año, solo para ellos, sin contar con lo que ganan los militares que
dejan traficar con toda esa mercancía y que se supone debe ser una cantidad
mucho mayor.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
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