Leopoldo Jorge Vera Cristo
Bachilleres 1965, colegio La
Salle-Cúcuta.
Al Hermano Benildo Jesús le prestó la
rectoría inaugural el Hermano Rodulfo Eloy, gestor del Colegio La Salle y
gigante de la pedagogía lasallista.
El Colegio había empezado a funcionar en
1.953 y corría el año de 1.956. A mí, el Hermano Benildo me
pareció un anciano venerable cuando nos recibió y hasta recuerdo que ya no le
cabía una cana.
Pero hace un par de meses me sorprendió cuando al llamarlo por su cumpleaños número
noventa me aclaró que entonces apenas si acababa de pasar los treinta. Por
cierto me preguntó por el “niño” y demoré un poco en entender que me estaba
confundiendo con mi hermano mayor, de manera que terminé explicándole que el niño
era yo; es la gran ventaja de tener diez años menos que mi hermano.
Hoy en día el Hermano Benildo sigue siendo
un ser privilegiado con el aura propia de quienes están por encima de lo
terrenal, alguien que inspira
tranquilidad y confianza con cada palabra que regala.
Me estrenaba yo en las lides escolares
cucuteñas porque hacía poco habíamos llegado del exterior y no imaginaba que
empezaba a recorrer el camino maravilloso de la amistad con aquellos hermanos
que uno sí escoge, los amigos, las únicas personas que cuando preguntan cómo
estás, se esperan a oír la contestación.
De la mano del Hermano Antonio Carlos,
trágicamente fallecido después, un monito simpático Edgar Pérez, un delgadito
Gustavo Marcucci, un pequeñísimo César Castrillón, un Corcito, un asustado Vera
Cristo y tantos otros entrañables, aprendimos a escribir, a redactar, a rezar y
sobre todo a ser hombrecitos.
Y a la sombra del Hermano Mariano, que por
su figura apostolar parecía tener las marcas de los clavos de Cristo en sus
manos, aprendimos a cantar “Questa Piccolissima Serenata” que más tarde
convertimos en un éxito generacional en el Teatro Guzmán Berti.
Ambos nos prepararon para la Primera
Comunión, aquella “…!Fiesta a que me llevó la madre mía!/ cuyo recuerdo, en
medio de la bruma,/ ya en horas de tormenta, ora en la calma,/ es un bosque de
lirios que perfuma/ y abre un surco de auroras en mi alma…”, de Aurelio Martínez Mutis, que se
incrusta en el armario de los recuerdos indeleblemente.
Aparecieron luego los profesores Gelves y
Santos para tratar de pulir a punta de perfil-palote esa espantosa letra con
que mi Dios nos había mandado al mundo.
Ya más grandecitos, los profesores
Desiderio y Elberto Mora, la imagen férrea de Luis Palacios, el profesor Castro
y uno que otro religioso, nos llevaron a formar parte de esa generación que
redactaba correctamente y hablaba sin errores de ortografía.
Bajo la dirección del Hermano Julio Lucas
no se quedó entonces nadie sin entender el funcionamiento de nuestro sistema
político ni las condiciones muy estrictas que debía tener quien aspirara a los
cargos importantes de los tres poderes de nuestro Estado de Derecho.
Pero además conocimos cantando el folklor
colombiano en toda su dimensión y así aprendimos a querer entrañablemente a
Colombia, en particular a nuestro Norte de Santander.
Va a ser muy difícil que con el
desprendimiento que actualmente muestran nuestras juventudes por su terruño, con
la ausencia de un propósito académico de transmitir nuestra historia y con el
desapego viral a las tradición históricas,
salgamos de este marasmo en que naufragamos hace algunas generaciones.
Los años que vinieron superaron todas mis
expectativas porque aparecieron Kiko Blanco, Oscar Lemus, Jairo Fuentes, Alvaro
Suárez, César Marín, Humberto Villamizar, Ramón Vargas, Humberto Carrillo, Iván
Hernández, Raimundo López, y se colaron por etapas en nuestras vidas figuras
inefables como Libardo Mojica, Carlos Figueredo, Argenis Contreras, Pedro
Medina, Jairo Slebi, sin mencionar aquellos que el vapor de los años esconde
ahora de mis recuerdos.
Ya volantones nos enfrentamos a contrastes extremos
que iban desde la sotana blanca y transparente del hermano Fausto en 3º
bachillerato, hasta la figura pequeña y tímida del Hermano Miguel en 4º bachillerato,
enfundada en una negra sotana que le cubría las orejas.
Nos cansamos de reírnos e hicimos el doctorado en “mamadera de gallo”
que nos graduó de verdaderos cucuteños. Se atravesaron las amigas y los bailes “proseminario”
alrededor de un tonel lleno de Costeñita y bloques de hielo.
Pero a ninguno se le ocurrió reclamar que
era menor de edad (entonces menor de 21 años) y en cambio aprendimos a guardar
un equilibrio respetuoso entre esos pecados y la membresía de la Archicofradía
del Niño Jesús, de la cual fueron presidentes importantes librepensadores de la
actualidad como Jairo Slebi, Libardo Mojica y Gabriel Moure, mientras otros apenas
pudimos llegar a ser aspirante.
Pero tal vez los años que más moldearon
nuestro carácter y quedaron impresos en nuestro ADN fuero los dos últimos de
bachillerato.
No creo que hubiera podido haber un
Director que superase la figura emblemática del Hermano Rodulfo Eloy. Cucuteño
por adopción, maestro de maestros, literato y científico, escritor insuperable,
fundador y apóstol de la enseñanza, cuya vinculación a nuestra tierra desde
1.938 fue un regalo inmerecido de la Providencia.
Confieso con orgullo que en mi vida las
figuras que más influyeron en la formación de mi personalidad fueron mi madre y
el Hermano Rodulfo, con la venia de mi
padre de quien heredé tantas cosas, entre ellas mi profesión. Comunicadores
telepáticos ambos, su sola presencia llenaba el ambiente de sabiduría, afecto y
sobre todo de la autoridad propia de quienes saben lo que necesita un aprendiz.
En los
retiros espirituales de Bucaramanga. De izquierda a derecha: de pie, Sebastián
Merchán, Humberto Carrillo, Alberto Espinel, César Marín, Edgar Pérez, Víctor
Quiroga, Omar Jaimes, Humberto Villamizar, Pablo Pérez, Justo García. Hacia abajo,
primera fila sentados, Oscar Lemus, Armando Abreo, Luis Pérez, Jairo Fuentes,
Nelson Ospina, Josué Jaramillo, Carlos Ronquillo, Emigdio Ovalle. Segunda fila
hacia abajo, Ismael Acosta, Néstor Villamizar, David Villamizar, Rafael Rizo,
Hermano Antonio Camilo, Padre Holguín, Jaime Latorre, Pedro Niño, Ramón Vargas,
Gustavo Marcucci, Libardo Pinzón. Sentados en el piso, Pedro Medina, Leopoldo
Vera Cristo, Francisco Peñaloza, Raimundo López, Jaime Villamizar, David Rueda,
César Castrillón.
Pero si a la del hermano Rodulfo le
añadimos la presencia de dos titanes de la enseñanza, los Hermanos Antonio
Camilo y Uberto Miguel (su primo),
tendremos un ramillete excelso de
formadores de muchas generaciones cucuteñas en ambos colegios, La Salle y
Sagrado Corazón.
Francamente no sentía uno ninguna necesidad
de ir a Harvard porque a nuestra generación no la instruyeron, la formaron.
Capítulo final y el más importante de esta
cortísima reminiscencia que pretende abarcar medio siglo, es la amistad. Más
fácil que recordar uno a uno los bachilleres cincuentenarios es ir a ver el
mosaico en el colegio.
Pero sí quisiera rendir postrer homenaje a
quienes se fueron sin avisar antes de poder celebrar este medio siglo. Algunos
tampoco nos acompañaron el día del grado pero nunca salieron del círculo
fraternal.
Kiko Blanco, mi hermano desde la niñez,
hace poco nos llenó de tristeza yéndose sin pedir permiso; Josué Jaramillo
Canal, mi amigo y compañero de estudios juveniles, Orlando Colmenares, Víctor
Quiroga, Luis Fernando Gil, Gabriel Lara, Gustavo Ríos.
En palabras de García Márquez, “Yo
vivo de mis amigos/ los necesito y reservo mis horas para ellos/ como si
tuviera un turno con el dentista./ Porque sin amigos, ya no queda nada más./
Los llamo, los busco y nos encontramos para la más formidable de las
aventuras:/ hablar, hablar, hablar…”
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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