viernes, 18 de marzo de 2016

906.- CALVARIO DE NIÑOS Y ENFERMOS DEL TACHIRA PARA IR A CUCUTA



El Nacional/La Opinión

 




LOS NIÑOS


Las madres de Ureña y San Antonio, en el estado Táchira, confiesan vivir un verdadero calvario para llevar a sus hijos a estudiar a Colombia desde que el gobierno de Venezuela anunció el cierre de la frontera en sus respectivos municipios.

Los controles que los funcionarios de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana tienen actualmente sobre los puentes que conectan con Cúcuta, departamento Norte de Santander, perjudican los estudios de los más pequeños y condiciona el tiempo de los representantes que cruzan como acompañante.

Levantar al niño es un proceso traumático cuando se piensa en la cola que los espera en el Puente Internacional Francisco de Paula Santander. Se tienen que ir a las 5 de la mañana para hacer cola.

Los buses no dan abasto para tantísimo niño y representante que llegan a plena hora pico. Los niños mayores de 12 años de edad no necesitan cruzar la frontera acompañados.

El traslado de un lado a otro se hace en vehículos facilitados por ambos países porque no los dejan pasar a pie.

Aunque este proceso es de lunes a viernes y los involucrados son los mismos de cada semana, no hay contemplaciones por parte de los militares: Si no tienen la verificación, no los dejan pasar.

Las madres de niños menores de 12 años de edad deben presentar todos los días su cédula de identidad, constancia de que es representante  de un menor inscrito y pasaporte.

Ellos piensan que es bueno que pidan los papeles como forma de control, pero a veces piensan en las trochas, donde están pasando mucho mercado sin inconvenientes.

Aunque algunos acompañantes no hacen “nada” en Cúcuta mientras su hijo estudia, prefieren permanecer allí hasta que terminen las clases de sus hijos, porque si regresan, muchas veces no los dejan entrar.

Otros acompañantes quienes llevan a sus familiares a una escuela del lado colombiano, sí van y vienen durante las horas de estudio de los pequeños, pero a veces el control para el regreso a Venezuela es tan férreo que prefieren esperar en Cúcuta por los pequeños.

Si por el hecho de permanecer en Cúcuta aprovechan para comprar algo de comida, sabiendo que en Venezuela no se consigue, siempre les dicen que no la pueden pasar.

Para completar, los retrasos diarios que sufren representantes y alumnos para cruzar la frontera están perjudicando considerablemente sus clases porque todos los días los niños llegan una hora tarde.

Las colas suman siempre horas extras a la jornada académica. A las cinco de la mañana están llegando a la alcabala y son las siete y todavía están esperando para pasar.

Ese es el sacrificio que sufren padres o representantes y niños para poder garantizar su educación.



Un voluntario de la Cruz Roja Colombiana ayuda a un paciente a regresar a Venezuela.


LOS ENFERMOS

Se juntan de a cientos en los puentes de la frontera antes del amanecer, en sillas de ruedas o con máscaras quirúrgicas en sus rostros. Llevan consigo copias de rayos X o historiales médicos con la esperanza de convencer a las autoridades venezolanas de que los dejen sumarse a los pocos que reciben permiso para cruzar la frontera hacia Colombia todos los días.

Seis meses después de que el gobierno socialista de Venezuela cerrase la frontera con Colombia para combatir el contrabando, miles de pacientes deben cruzar a pie para recibir tratamiento en hospitales de Colombia, y evitar así tener que acudir al sistema de salud venezolano, que está acabado.

El cierre ha trastornado la rutina diaria de todos los que viven a lo largo de la frontera, pero las consecuencias han sido más traumáticas todavía, y a veces mortales, para los venezolanos enfermos.

Dany Cubides, un hombre de 33 años que necesita una diálisis, se desmayó en el puente que conecta al municipio venezolano de Ureña con la ciudad colombiana de Cúcuta cuando regresaba de recibir el tratamiento.

Antes del cierre fronterizo, el viaje le tomaba media hora en motocicleta. Pero los vehículos ya no pueden cruzar la frontera y los pacientes tienen que conseguir permisos especiales para hacerlo a pie.

Sus viajes a un centro que ofrece diálisis en Cúcuta se convirtieron en recorridos de horas, que dejaban a Cubides demasiado cansado como para cenar. No pudo seguir trabajando como jardinero. Hasta que una tarde calurosa, poco antes del Año Nuevo, tropezó y se cayó en el puente. Llegó muerto a un hospital de Cúcuta, según su certificado de defunción y su historial médico.

“Esto no hubiera pasado de no haber sido por el cierre. Día tras día de cansancio”, se lamentó su madre, Elvira Cubides, mientras se secaba las lágrimas. “El país se quedó sin corazón”.

Tal vez lo único peor que hacer el recorrido hacia una clínica en Colombia es aventurarse en el sistema de salud venezolano. En los hospitales públicos ya no hay agua corriente ni electricidad continua, y los suministros médicos escasean. El país dispone del 20% de las medicinas que necesita, de acuerdo con la asociación farmacéutica, una organización alineada con la oposición.

En la ciudad montañosa de San Cristóbal, la localidad urbana venezolana más cerca de Ureña, seis menores fallecieron a lo largo de una semana en febrero porque no había respiradores artificiales.
Este mes, un legislador acusó al hospital más grande de la ciudad de usar medicinas vencidas. Clínicas privadas tienen tres turnos de diálisis para acomodar a la mayor cantidad de gente posible, pero de todos modos no pueden admitir pacientes nuevos.

Noel Leal, un chofer de taxis de 66 años de Ureña con fallas renales, no va a los caóticos hospitales de San Cristóbal y prefiere lidiar con los problemas de la frontera tres veces por semana para recibir tratamiento en Cúcuta.

Se despierta con sus gallos antes del amanecer y se prepara para los interrogatorios en el puesto fronterizo, a pesar de que tiene sus papeles en orden. Luego cruza a pie el puente de 320 metros sobre el río Táchira.

“Sientes que estás lleno de líquido y tus piernas no se quieren mover. Pero tienes que caminar porque de lo contrario no recibirás tratamiento”, dijo.

La enfermedad de Leal es terminal, por lo que se le dio permiso indefinido para hacer el cruce. La mayoría de los venezolanos tienen que conseguir pases diarios en la mañana.

En Ureña, una ciudad de 40.000 habitantes con casuchas de metal pintadas de colores brillantes, las autoridades entregan 200 pases diarios.

Los pacientes hicieron cola por horas un día reciente, solo para encontrarse con que la Guardia Nacional tenía nuevos requisitos para entregar el pase. El director del centro que entrega los permisos estaba tan enojado como los pacientes.

“Juegan con la vida de la gente, haciendo que abuelos, gente que apenas puede caminar, venga y espere así todo el día”, dijo el director del centro Luis Hernando en medio de aplausos.

Antes de que se cerrase la frontera de 2.260 kilómetros en agosto, más de 100.000 personas la cruzaban diariamente, según el gobierno venezolano. Ahora lo pueden hacer solo 3.000, de acuerdo con organizaciones sin fines de lucro que trabajan en la región.

Un paciente con VIH no pudo cruzar porque no tenía todo su historial médico y se fue mascullando que los soldados fijan sus propias reglas.

Olga Burgos, empleada de una tienda de comestibles, fue rechazada porque un oncólogo escribió la fecha equivocada en sus papeles. “Voy a tener que intentarlo mañana”, se lamentó.

Libia Zulay responsabiliza a los caprichos de los guardias fronterizos por la muerte de su nieto Jheancarlo, de tres años, que tenía leucemia. Poco antes de la Navidad, el pequeño sufrió convulsiones en su cuna. Zulay lo llevó a una clínica de Ureña, pero el personal le dijo que sólo los hospitales colombianos podrían ayudarlo. Los guardias le dijeron a la familia que tenían que esperar a que abriese la frontera a las seis de la mañana.

La familia decidió no intentar un cruce ilegal en motocicleta de noche. Esperaron, turnándose para tener al pequeño en brazos mientras sus labios se tornaban azules y la mirada se le perdía. Murió al día siguiente en Cúcuta, de acuerdo con su certificado de defunción y sus papeles médicos.

“Estaba desesperada, llorando e implorándole a todos los oficiales que nos dejasen cruzar”, cuenta Zulay. “Estaba sorprendida de que estuviesen dispuestos a jugar con la vida de un niño. Algún día tendrán que pagar por esa muerte”.


ESTO NO TIENE PERDON DE DIOS! 





Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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