El Nacional/La Opinión
LOS NIÑOS
Las madres de Ureña y San Antonio, en el estado Táchira, confiesan vivir un verdadero calvario para llevar a sus hijos a estudiar a Colombia desde que el gobierno de Venezuela anunció el cierre de la frontera en sus respectivos municipios.
Los controles que los funcionarios de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana
tienen actualmente sobre los puentes que conectan con Cúcuta, departamento
Norte de Santander, perjudican los estudios de los más pequeños y condiciona el
tiempo de los representantes que cruzan como acompañante.
Levantar al niño es un proceso traumático cuando se piensa en la cola que
los espera en el Puente Internacional Francisco de Paula Santander. Se tienen
que ir a las 5 de la mañana para hacer cola.
Los buses no dan abasto para tantísimo niño y representante que llegan a
plena hora pico. Los niños mayores de 12 años de edad no necesitan cruzar la
frontera acompañados.
El traslado de un lado a otro se hace en vehículos facilitados por ambos
países porque no los dejan pasar a pie.
Aunque este proceso es de lunes a viernes y los involucrados son los mismos
de cada semana, no hay contemplaciones por parte de los militares: Si no tienen
la verificación, no los dejan pasar.
Las madres de niños menores de 12 años de edad deben presentar todos los
días su cédula de identidad, constancia de que es representante de un
menor inscrito y pasaporte.
Ellos piensan que es bueno que pidan los papeles como forma de control,
pero a veces piensan en las trochas, donde están pasando mucho mercado sin
inconvenientes.
Aunque algunos acompañantes no hacen “nada” en Cúcuta mientras su hijo
estudia, prefieren permanecer allí hasta que terminen las clases de sus hijos,
porque si regresan, muchas veces no los dejan entrar.
Otros acompañantes quienes llevan a sus familiares a una escuela del lado
colombiano, sí van y vienen durante las horas de estudio de los pequeños, pero
a veces el control para el regreso a Venezuela es tan férreo que prefieren
esperar en Cúcuta por los pequeños.
Si por el hecho de permanecer en Cúcuta aprovechan para comprar algo de
comida, sabiendo que en Venezuela no se consigue, siempre les dicen que no la
pueden pasar.
Para completar, los retrasos diarios que sufren representantes y alumnos
para cruzar la frontera están perjudicando considerablemente sus clases porque
todos los días los niños llegan una hora tarde.
Las colas suman siempre horas extras a la jornada académica. A las cinco de
la mañana están llegando a la alcabala y son las siete y todavía están esperando
para pasar.
Ese es el sacrificio que sufren padres o representantes y niños para poder
garantizar su educación.
ESTO NO TIENE PERDON DE DIOS!
Un
voluntario de la Cruz Roja Colombiana ayuda a un paciente a regresar a
Venezuela.
LOS ENFERMOS
Se juntan de a
cientos en los puentes de la frontera antes del amanecer, en sillas de ruedas o con máscaras quirúrgicas en sus
rostros. Llevan consigo copias de rayos X o historiales médicos con la
esperanza de convencer a las autoridades venezolanas de que los dejen sumarse a
los pocos que reciben permiso
para cruzar la frontera hacia Colombia todos los días.
Seis meses después de que el gobierno socialista de
Venezuela cerrase la frontera con Colombia para combatir el contrabando, miles de pacientes deben cruzar a
pie para recibir tratamiento en hospitales de Colombia, y
evitar así tener que acudir al sistema de salud venezolano, que está acabado.
El cierre ha trastornado la rutina diaria de todos los
que viven a lo largo de la frontera, pero las consecuencias han sido más traumáticas todavía,
y a veces mortales, para los venezolanos enfermos.
Dany Cubides, un
hombre de 33 años que necesita una diálisis, se desmayó en el puente que
conecta al municipio venezolano de Ureña con la ciudad colombiana de Cúcuta
cuando regresaba de recibir el tratamiento.
Antes del cierre fronterizo, el viaje le tomaba media
hora en motocicleta. Pero los vehículos ya no pueden cruzar la frontera y los
pacientes tienen que conseguir permisos especiales para hacerlo a pie.
Sus viajes a un centro que ofrece diálisis en Cúcuta se
convirtieron en recorridos de horas, que dejaban a Cubides demasiado cansado
como para cenar. No
pudo seguir trabajando como jardinero. Hasta que una tarde calurosa,
poco antes del Año Nuevo, tropezó y se cayó en el puente. Llegó muerto a un hospital de
Cúcuta, según su certificado de defunción y su historial
médico.
“Esto no hubiera pasado de no haber sido por el cierre.
Día tras día de cansancio”, se lamentó su madre, Elvira Cubides, mientras se
secaba las lágrimas. “El
país se quedó sin corazón”.
Tal vez lo único peor que hacer el recorrido hacia una
clínica en Colombia es
aventurarse en el sistema de salud venezolano. En los
hospitales públicos ya
no hay agua corriente ni electricidad continua, y los
suministros médicos escasean. El país dispone del 20% de las medicinas que necesita,
de acuerdo con la asociación farmacéutica, una organización alineada con la
oposición.
En la ciudad montañosa de San Cristóbal, la localidad
urbana venezolana más cerca de Ureña, seis
menores fallecieron a lo largo de una semana en febrero porque
no había respiradores artificiales.
Este mes, un legislador acusó al hospital más grande de
la ciudad de usar medicinas vencidas. Clínicas privadas tienen tres turnos de
diálisis para acomodar a la mayor cantidad de gente posible, pero de todos
modos no pueden admitir pacientes nuevos.
Noel Leal, un chofer de taxis de 66 años de Ureña con
fallas renales, no va a los caóticos hospitales de San Cristóbal y prefiere
lidiar con los problemas de la frontera tres veces por semana para recibir
tratamiento en Cúcuta.
Se despierta con sus gallos antes del amanecer y se
prepara para los interrogatorios en el puesto fronterizo, a pesar de que tiene
sus papeles en orden. Luego
cruza a pie el puente de 320 metros sobre el río Táchira.
“Sientes que estás lleno de líquido y tus piernas no se
quieren mover. Pero tienes que caminar porque de lo contrario no recibirás
tratamiento”, dijo.
La enfermedad de Leal es terminal, por lo que se le dio
permiso indefinido para hacer el cruce. La
mayoría de los venezolanos tienen que conseguir pases diarios en la mañana.
En Ureña, una ciudad de 40.000 habitantes con casuchas
de metal pintadas de colores brillantes,
las autoridades entregan 200 pases diarios.
Los pacientes hicieron cola por horas un día reciente,
solo para encontrarse con que la Guardia Nacional tenía nuevos requisitos para
entregar el pase. El director del centro que entrega los permisos estaba tan
enojado como los pacientes.
“Juegan con la vida
de la gente, haciendo que abuelos, gente que apenas puede caminar, venga y
espere así todo el día”, dijo el director
del centro Luis Hernando en medio de aplausos.
Antes de que se cerrase la frontera de 2.260 kilómetros
en agosto, más de
100.000 personas la cruzaban diariamente, según el gobierno
venezolano. Ahora lo pueden hacer solo 3.000, de acuerdo con organizaciones sin
fines de lucro que trabajan en la región.
Un paciente con VIH no pudo cruzar porque no tenía todo
su historial médico y se fue
mascullando que los soldados fijan sus propias reglas.
Olga Burgos, empleada de una tienda de comestibles, fue
rechazada porque un oncólogo escribió la fecha equivocada en sus papeles. “Voy
a tener que intentarlo mañana”, se lamentó.
Libia Zulay responsabiliza a los caprichos de los
guardias fronterizos por la muerte de su nieto Jheancarlo, de tres años, que
tenía leucemia. Poco antes de la Navidad, el pequeño sufrió convulsiones en su cuna.
Zulay lo llevó a una clínica de Ureña, pero el personal le dijo que sólo los hospitales colombianos
podrían ayudarlo. Los guardias le dijeron a la familia que
tenían que esperar a que abriese la frontera a las seis de la mañana.
La familia decidió no intentar un cruce ilegal en
motocicleta de noche. Esperaron, turnándose para tener al pequeño en brazos
mientras sus labios se tornaban azules y la mirada se le perdía. Murió al día
siguiente en Cúcuta, de acuerdo con su certificado de defunción y sus papeles
médicos.
“Estaba desesperada, llorando e implorándole a todos
los oficiales que nos dejasen cruzar”, cuenta Zulay. “Estaba sorprendida de que
estuviesen dispuestos a jugar con la vida de un niño. Algún día tendrán que
pagar por esa muerte”.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
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