miércoles, 30 de marzo de 2016

912.- LAURA VILLALOBOS DE ALVAREZ



La Opinión


Laura Villalobos junto a uno de los viejos linotipos de La Opinión.

Laura Villalobos creció en medio del trajín del periodismo cotidiano. Sus padres, José Manuel Villalobos y Soledad Barrada fueron los fundadores de Comentarios,  publicación diaria y finalmente semanal, entre los años 40 y  80 del siglo XX.

Allí hizo sus primeros ejercicios de escritura con información de hechos sociales y análisis de problemas regionales.

Años más tarde dirigió la revista Signos de la empresa Olivetti de Colombia. Fue columnista de La Opinión y de otras publicaciones.

En 1957 ganó el premio de cuentos en los segundos Juegos Florales.

Entre los cargos desempeñados por Laura Villalobos figura la dirección de la Corporación Nacional de Turismo de la seccional Norte Santander y Arauca  de 1977 a 1991.

También fue consulesa honoraria  de México en Cúcuta de 1972 a 1982.

Así mismo, presidió el capítulo local del Colegio Nacional de Periodistas y de la Unión de Ciudadanas de Colombia.

Hizo parte de la Asociación Colombiana de Periodistas de Turismo y de la Academia de Historia de Norte Santander.

Recibió la condecoración Eduardo Cote Lamus y otros reconocimientos de establecimientos de educación y organizaciones cívicas.

De su primer matrimonio con Hernando Correal Morales fue hijo Manuel Hernando Correal Villalobos, ya fallecido. Son sus nietos, Juan Manuel, Laura y Santiago Correal.

En segundas nupcias estuvo casada con el poeta Eligio Álvarez Niño.

En todas las actividades Laura Villalobos se distinguió por la elegancia que les imprimía y su identidad norte santandereana. Su muerte sucedió en Cúcuta el 9 de enero de 2016.

Para Juan Pabón, Laura era toda bonita:

Laura bonita

Laura tenía todo bonito y ella lo sabía. En alguno de sus últimos años de consciencia me mostró una esplendorosa foto en blanco y negro de cuando tenía dieciocho años: muy en ella, me dijo. “¿Yo era muy linda, verdad mijo?”. Le contesté que no había cambiado y le pedí que me regalara la foto; con una picardía maravillosa me prometió que algún día.

Y tenía una letra bonita, con cursos delineados por la elegancia y la certeza de que lo que contenían era, también, bello. En las dedicatorias de los libros que me dio observo aun, frecuentemente, la delicadeza de sus trazos.

Y tenía una voz bonita, como un arrullo suave que se desprendía de su corazón hasta condensar en su garganta una música de notas, para hacer de sus palabras una larga huella de ternura.

Y tenía un recuerdo bonito, de todo; gozaba de los impulsos que en su alma reverberaban, para decirle a su pensamiento las bondades de lo que le tocó vivir, o mejor disfrutar, incluso en las penurias: De los Villalobos. De Comentarios. De Doña Solita.

Del poeta: yo nunca he escuchado versos más sentidamente declamados que los de Eligio en su voz, en una consonancia absoluta con el amor, la admiración y el profundo respeto que le tenía.

De sus amigos. De los honores (le gustaban). De su hijo y de sus nietos.

De toda su familia: Manuel Hernando la dejó en las buenas y nobles manos de Betty, para que la cuidara hasta el final, con sus nietos Juan Manuel, Santiago y Laura, siempre alertas a añorar las delicias de una nona bonita.

De Sala de Arte, un programa de radio que solía pasar en las vespertinas cucuteñas, conversando con Eligio o comentando cosas de la cultura, tan estrechamente ligada a su deleite.

Laura había atrasado su partida, manteniéndose en el silencio y la lentitud mental, quizá preparando un mensaje bonito para cuando Eligio la recibiera.

Debo confesar que presintió mi fragilidad desde cuando era yo muy niño. A los siete años fui a “temperar” a su casa de Bogotá, donde vivía con Eligio y Manuel Hernando. Me siento honrado por un artículo que me dedicó años después, hace treinta o cuarenta y que tituló “El niño que miraba las estrellas”.

Un recuerdo de Gustavo Gómez Ardila sobre Laurita:

Devota de la Virgen de La Macarena

Creyente y rezandero como soy, no me pierdo ninguna ceremonia de Semana Santa, y alguien me dijo que la procesión con la Virgen, en la Catedral de San José, el viernes anterior a la Semana Santa, era un espectáculo maravilloso que congregaba a miles de fieles.

En efecto, se trataba de una procesión en honor de la Virgen de la Macarena, de España, cuya organización corría por cuenta de Laurita, que encabezaba el desfile con un estandarte de la Virgen.

Detrás del estandarte marchaba la orquesta departamental tocando pasodobles.

Luego iba un grupo de toreros, con trajes de luces y sus respectivas cuadrillas, y después, unas gitanas, de las que adivinan la suerte en el parque de Santander, con falda ancha y rostro sonriente.

Le seguía el grupo de danzas de Rosalba Salcedo, bailando en la calle, con donosura y elegancia, al son de los pasodobles de la orquesta.

Todo a la usanza española. Después iba el cura y la Virgen y los nazarenos. Los fieles se apostaban a lado y lado de la calle, para presenciar el vistoso desfile.

La costumbre duró varios años hasta que llegó un nuevo párroco a la catedral, que le prohibió a Laurita continuar con aquella procesión.

Así como cada alcalde manda en su cuarto de hora, cada párroco manda en su parroquia, por lo cual Laurita no tuvo más remedio que recoger su fe y su alegría y abandonar la plaza.

Tal vez pensaba el cura que Laurita le estaba quitando devotos a la Virgen, porque la gente acudía más por ver el espectáculo español que por rezarle a la Macarena. Pero el cura no veía la sonrisa de la Virgen.

Y para Pablo Chacón Medina:

El perfume inextinguible de Laurita

A las lindas mujeres que han sabido cuidarse y darle a su belleza una postura digna, donde el cuerpo recoja las bondades del alma, solemos compararlas con estuches de oro de milenaria talla, que al abrirlos contienen el perfume exquisito de su preciosa sabia, que nos hace sentir el deseo infinito de exhalar su fragancia, para quedar por siempre olorosos a eterno, esclavos de su cuerpo.

A mujeres así, divinas aún más allá de los ochenta años, solo merece cortejarlas Dios, porque son infinitas, como la propia luz de su belleza que no habrá de extinguirse.

En Laurita, todo irradiaba belleza. De su garganta de cristal, se desprendían las palabras con una sonora tonalidad, que, a veces, sus discursos en la Academia de Historia, parecían una serenata de ensueños, invocando al inmortal Bolívar.

En las dos columnas que me dedicó, se observan los trazos de una pluma sin sombras, siempre iluminada de una pureza gramatical y un aire de poesía, que habitualmente solía derramar, como una cascada, sobre el lienzo blanco.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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